Prefacio
Desde la época de los antiguos griegos las teorías académicas y las creencias populares especularon que, arrasando con un bosque, irrigando un desierto, drenando una marisma o limpiando las tierras de pastoreo, podían cambiar la temperatura y aumentar el régimen de lluvias en las zonas cercanas. A finales del siglo xix los meteorólogos habían acumulado suficiente información experimental sobre el clima para verificar si la lluvia iba siguiendo los cultivos o escapaba en los lugares podados. Ambas ideas fallaron en verificar una u otra teoría. Si los espectaculares cambios negativos generados por la humanidad no alteraban el clima de una región, parecía entonces innecesario considerar el impacto en otras especies. Hasta la primera mitad del siglo xx los científicos que estudiaban el clima trataban a los ecosistemas como pasivos. Los desiertos y los bosques se expandían o contraían como una respuesta indiferente a los cambios climáticos, los cuales, se creía, eran causados por perturbaciones en la disposición de las montañas o bien variaciones del Sol y otras fuerzas de gran magnitud que ejercían un impacto sobre la superficie del planeta, existían unos cuantos científicos que no veían las cosas de esa manera. Uno de ellos fue el gran pensador y geoquímico ruso Vladimir I. Vernadsky (1863-1945), quien en sus últimos años de existencia insistía en que la humanidad era un factor geológico que afectaba y cambiaba el medio ambiente natural. Durante su trabajo en la industria del transporte reconoció que el volumen de materiales producido por los humanos estaba alcanzando proporciones geológicas. Analizando los procesos bioquímicos concluyó que el oxígeno, el nitrógeno y el dióxido de carbono que conformaban la atmósfera terrestre, estaban siendo incrementados por las actividades humanas. Más aún, insistía en que la química de prácticamente cualquier elemento de la corteza terrestre estaba influenciada por procesos biológicos. En 1920 publicó trabajos argumentando que los organismos vivientes constituían una fuerza que modelaba al planeta de la misma manera que lo hacían las fuerzas físicas. Más allá de lo que pregonaba visualizó una enorme fuerza que se empezaba a sentir en el juego del planeta: la inteligencia. A pesar de que el pronunciamiento visionario de Vernadsky en el que veía a la humanidad como una gran fuerza geológica no fue muy conocido, unos cuantos científicos empezaron a estudiar cómo las criaturas vivientes afectaban la química de la superficie terrestre. El primer investigador que escribió sobre la influencia de la vida en el clima fue el ingeniero inglés G. S. Callendar (1898-1964), quien en 1938 publicó argumentos de que las emisiones de dióxido de carbono iban en aumento y estaban produciendo un calentamiento del planeta. Pareciera ser que prácticamente toda discusión acerca del calentamiento global inicia y termina con el dióxido de carbono (CO2). El dióxido de carbono es el gas que más preocupa actualmente a los expertos en cambio climático debido a su gran cantidad procedente de la acción humana. Hoy en día la concentración atmosférica de CO2 ronda en las 415 partes por millón por volumen (ppm), lo que significa que 415 litros por cada millón de litros en el aire son de dióxido de carbono. Se calcula que actualmente la cantidad de CO2 en la atmósfera es de tres billones de toneladas métricas. El CO2 es un gas de efecto invernadero, lo que significa que permite que la luz visible emitida por el Sol atraviese la atmósfera al tiempo que ésta absorbe y envía al espacio la energía infrarroja (de mayor longitud de onda que la luz visible), con lo cual se calienta el planeta. Desde los inicios de la revolución industrial empezó a incrementarse abundantemente la emisión de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles al tiempo que se arrasaba con los bosques para proveerse de madera (que naturalmente absorben CO2), con lo cual la temperatura terrestre se fue incrementando. Por otra parte, para un compuesto químico que se encuentra casi en cualquier lugar del planeta, el metano todavía nos sorprende. Es uno de los más potentes gases de efecto invernadero y no queda claro el porqué. De lo que sí estamos seguros es que su concentración en la atmósfera ha aumentado constantemente desde la revolución industrial. Cuando a finales del siglo xviii el físico italiano Alessandro Volta (1745-1827) identificó por primera vez el metano como el gas inflamable en las burbujas que emergían de los pantanos, no pudo imaginarse la importancia que este gas podría llegar a tener para la sociedad humana en los siglos venideros. La civilización ha marchado ciegamente hacia el desastre porque los humanos tienen la creencia de que el mañana será semejante al hoy. Desde el punto de vista de la civilización muchos reportes ofrecen una terrible predicción de los efectos del calentamiento global, del cual los climatólogos predicen elevaciones de temperatura que oscilan de 2 °C en el curso de nuestra generación y 7 °C de aquí a unos 90 años. Algunos climatólogos argumentan que nos enfrentamos a un futuro “apocalíptico”, prediciendo una transformación de la temperatura que será catastrófica: no posible, no potencial, inevitable. En muchos aspectos, como veremos, hemos pasado el punto de no retorno, en el cual no se trata de evadir el problema, sino de cómo podemos detenerlo. Existe una palabra para esta nueva era en la que vivimos: el Antropoceno, término que representa la idea de que hemos entrado en una nueva época geológica en la historia, caracterizada por la llegada de la especie humana que se ha comportado como una fuerza geológica; es decir, el término se ha aceptado como una evidencia de que el incremento en los cambios ocasionados por el calentamiento global afectará no sólo el clima del mundo, también la diversidad biológica e igualmente la propia geología. El reto que pone en la mesa el Antropoceno no es solamente concerniente a la seguridad, los mercados de alimentos y energía o a nuestra forma de llevar la vida, a pesar de que esos retos son reales, profundos e inescapables. El mayor reto que pone el Antropoceno es referente al sentido de lo que significa ser humano. Dentro de 100 años enfrentaremos temperaturas muy calurosas, elevación de los niveles de los mares y una concentración numerosa en centros de población. En 1 000 años, si no detenemos la emisión de gases de efecto invernadero estaremos viviendo en un planeta como el de la era del Pleistoceno, hace tres millones de años, con océanos 23 metros más altos que los actuales. Enfrentamos el colapso inminente de la agricultura, de los sistemas de navegación y de la energía, de los cuales la economía global depende, la gran extinción de la biósfera, que ya está en camino, y la nuestra. Si el Homo sapiens (o alguna variante genética) sobrevive en los próximos milenios, lo hará en un mundo irreconociblemente diferente del que hoy habitamos. A pesar de ello, el hecho de que la situación no ofrece buenas perspectivas no nos absuelve de la obligación de encontrar la manera de seguir adelante. Nuestro apocalipsis está sucediendo día a día y nuestro gran reto es aprender a vivir con esa verdad. En el curso de la historia la humanidad ha avanzado explotando el medio ambiente para proveerse de sus recursos y los servicios esenciales. Existe hoy en día una creciente toma de consciencia de que dicho patrón de desarrollo no puede continuar de la manera tradicional en la que se ha venido haciendo hasta ahora. A primera vista parece discordante que la humanidad, en general, haya experimentado una mejoría sustancial y sostenida en la esperanza de vida al tiempo que los ecosistemas de todo el mundo se degradan a un ritmo sin precedentes. A raíz de esta aparente contradicción una evaluación de las diferencias entre las tendencias ambientales y el bienestar de la humanidad han dado lugar a varias posibles explicaciones del fenómeno. Una primera interpretación apunta a que el bienestar es dependiente de la prestación de servicios alimenticios, de los cuales se ha incrementado su demanda en detrimento de los que son capaces de suministrar los ecosistemas. Una segunda explicación afirma que la tecnología y la infraestructura han desvinculado el bienestar de la humanidad de la naturaleza, al incrementar la eficiencia con la que hoy en día se pueden explotar los beneficios que proveen los ecosistemas. Otra más afirma que puede existir un rezago en el tiempo que transcurre entre el deterioro de los ecosistemas y las subsecuentes reducciones en el bienestar humano que ocasionan. A pesar de lo dicho, los efectos en salud producto de los cambios del medio ambiente incluyen los climáticos, la acidificación de los océanos, la degradación del campo, la falta de agua, la sobreexplotación de la pesquería y la pérdida en la biodiversidad, entre otros. Todo eso pone en riesgo lo que hemos ganado a nivel global de salud poblacional en las últimas décadas y muy posiblemente el riesgo será incrementalmente dominante en la segunda mitad de este siglo, gobernado por una alta desigualdad e ineficiencia de los patrones de consumo de los recursos. Como informa el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (ipcc, por sus siglas en inglés), “la captación y el almacenamiento del CO2 constituye un proceso consistente en la separación del CO2 emitido por la industria y fuentes relacionadas con la energía, su transporte a un lugar de almacenamiento y su aislamiento de la atmósfera a largo plazo”. Como se describirá posteriormente, otras opciones de mitigación comprenden la mejora de la eficiencia energética, la preferencia de combustibles que dependan menos intensivamente del carbono, las fuentes de energía renovables, el perfeccionamiento de los sumideros biológicos y la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero diferentes del CO2. La cantidad de CO2 actual en la atmósfera requiere además remover directamente grandes cantidades del gas empleando tecnologías que lo confinen sin que ellas generen a su vez más emisiones del gas, es decir, tecnologías de emisiones negativas. Las tecnologías de emisiones negativas difieren de las aproximaciones convencionales de mitigación del clima en que no buscan reducir la cantidad de CO2 emitido, sino más bien remover el ya presente en la atmósfera. La brecha por recorrer entre la promesa que brindan estas tecnologías y la habilidad real de vencer el aumento de emisiones parece ser insalvable en términos de la viabilidad tecnológica y por la magnitud y escala que se requiere alcanzar. La ventana de oportunidades para combatir el cambio climático no se ha cerrado y las tecnologías de nulas emisiones deberán seguir imperando como única alternativa en el futuro.