III. Tepic, México, entre centralidad y metropolización. Las tres estructuras, Carlos E. Flores Rodríguez y Raymundo Ramos Delgado

https://doi.org/10.52501/cc.063.03


Carlos E. Flores Rodríguez


Raymundo Ramos Delgado


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III. Tepic, México, entre centralidad y metropolización. Las tres estructuras

Carlos E. Flores Rodríguez*
Raymundo Ramos Delgado**

DOI: https://doi.org/10.52501/cc.063.03


Resumen

La conformación de una metrópoli, en el sentido tradicional del término, si bien tiene mucho de fortuito, tiene que ver también con determinismos establecidos por la natural estructura territorial y su consecuente estructura urbana, así como con la sucesión de eventos político-administrativos. Sin embargo, en este palimpsesto, no sólo son el territorio y lo urbano lo que acumula transformaciones; igualmente lo hace la relación centro-periferia entre el sistema de ciudades y su hinterland, y la propia vida cotidiana de su sociedad, quien, modificándolas, es modificada en esta dialéctica. Para el caso de México, de manera general, existen en su historia cuatro grandes periodos que transformarían su estructura territorial urbana: mesoamericano, virreinal, independiente-porfiriano y agrario, los cuales han abonado a la complejidad en el estudio del hábitat humano y de las ciudades mexicanas.

Desde lo hermenéutico-fenomenológico, en este ensayo descriptivo- exploratorio se discurre en ello. Se parte de la premisa de que mucho de lo que ha sido el sistema de convivencia de una sociedad, en particular la del poder de la ciudad metrópoli, ha tenido una relación directa con las referidas alteraciones y de que ignorarlo imposibilita su debida gestión o planeación. Para ello, utilizando herramientas de la geografía y la historiografía, se toma como objeto de estudio la ciudad de Tepic, en específico luego de convertirse en capital del séptimo cantón de Jalisco, donde se hace notar una súbita centralidad, producto de la emergente oligarquía local-regional, y una demarcación más extensa que su antigua jurisdicción virreinal, sustento de la posterior estructura territorial-urbana porfiriana que, a su vez, serviría de base para el Reparto Agrario posrevolucionario, y éste del actual sistema urbano metropolitano.

Palabras clave: estructura territorial, región metropolitana, permanencia geográfica, historia urbana.

Introducción

La fundación de toda ciudad, o la alteración de su sistema de propiedad o de su funcionamiento, implica el reacomodo de la estructura territorial; no obstante, el proceso puede ser también inverso. México tiene una alta data en esta dualidad en que la modificación de su tenencia de la tierra está aparejada a la modificación urbana. De manera general, se reconocen cuatro como las principales modificaciones a su estructura territorial urbana.

La primera, sería durante el periodo mesoamericano, cuando los matlatzincas son despojados por el Imperio de la triple alianza, lo cual impone una redistribución, reorganización del suelo y de sus colectivos (Menegus, 1991). La segunda tiene lugar en el virreinato con el progresivo expolio del suelo a los grupos originarios, sea por las reducciones o sea por la adquisición ilegal, base de lo que hoy se ha conocido como las haciendas de producción (Gibson, 1967). La tercera, sucede en el periodo liberal a mediados del siglo xix. Aunque de consecuencias menores, y de manera desigual, con la aplicación de las Leyes de Desamortización —o Ley Lerdo— y de la Ley sobre ocupación y enajenación de tierras baldías, habría igualmente un reacomodo en la estructura urbano territorial del país (Powell, 1972; Gerhard, 1975). La modificación número cuatro tendría lugar en la posrevolución y se refiere, por un lado, a la fundación de nuevas ciudades como producto de políticas de Estado en la búsqueda de modernización nacional y, por otro, al surgimiento de los conocidos como núcleos agrarios (na), resultado de la discusión entre agrarismo y municipalismo.

De estas cuatro alteraciones, dos de ellas representan las de mayor afectación en las estructuras urbano-territoriales del país. La una sucede en los primeros dos siglos del virreinato de la Nueva España. En ese lapso se fundarían, o refundarían pequeñas y grandes poblaciones, hasta superar la cifra de 500 nuevos asentamientos (Musset, 2011). La otra sucede en la posrevolución y señala dos acciones urbano-territoriales. Por un lado, ya sea turísticas o de frontera, la fundación de más de 100 nuevas ciudades; por otro, la referida creación de los na, de los cuales se fundarían poco más de 30 000 (Sánchez, 2000; Flores, 2015). En todas ellas, si bien se implicó una transformación urbano territorial, ineluctablemente las estructuras de suelo existentes condicionarían a las consiguientes.

De eso va este ensayo, de reconocer el proceso de centralidad que fue obteniendo Tepic en poco más de cuatrocientos años durante los tres diferentes eventos históricos que cambiarían su estructura territorial hasta convertirlo en la metrópoli regional que hoy conocemos. Para ello se usará el método histórico, consultando la historiografía local y regional, así como las distintas fuentes de información, específicamente de textos y cartografías disponibles de cada periodo. El texto se ha dividido en cinco apartados. El primero trata de acercarse a definir conceptualmente el vínculo existente entre ciudad, territorio y región, con el objetivo de explicar su relación en el caso de estudio que nos ocupa. En seguida, se advierte la centralidad que fue construyendo la ciudad de Tepic durante el periodo virreinal, para, posteriormente, describirlo desde la Independencia hasta el Porfiriato y su contexto geográfico, sus articulaciones históricas y, sobre todo, sus intereses políticos y económicos. Después, se describe la reorganización territorial que tuvo el país luego de la revolución a partir de las haciendas de producción porfirianas, para posteriormente, en el siguiente apartado, precisar lo que sucedió en la ciudad de Tepic y sus alrededores en el denominado Reparto Agrario y, finalmente, hacer las conclusiones al respecto.

Concepto y deseo: la conceptualización

La ciudad, como receptoría de la cosa pública, no es posible desvincularla de un territorio, debido a que ahí confluye toda actividad humana. Ambas, ciudad y territorio, serían espacios moldeados por diferentes fuerzas y en diferentes tiempos, lo cual daría así un producto de historia acumulada que, de manera inversa, mostraría los intereses y las temporalidades de los grupos que lo modifican (Pujadas y Font, 1998; Zárate, 2003). En la búsqueda de su entendimiento, posesión y control, desde entonces, región como concepto sería un tema recurrente en asuntos tanto del territorio como de las ciudades. Los dos, no obstante, tendrían una lógica que imposibilita verlos desvinculados. Por ejemplo, en su diccionario historiográfico, Fuente (1999) organiza la terminología urbanística en cuatro temporalidades. Región aparece en la última (en la Ciudad Contemporánea), asociada, por tanto, a la ciudad. El autor, retomando un texto de Beaujeu-Garnier, la define como un territorio organizado y definido a partir de una ciudad primada. Dicha área, que bien puede denominarse área metropolitana, se define a su vez como aquella zona de intercambio entre ésta y el resto de las localidades de dicha zona, sin establecer —necesariamente, o dependiendo del tipo de intercambio— cuál es el origen y cuál es el destino de tal intercambio.

Vacas (2020) coincide. La región, dice, es un modelo que se construye desde dos variables: quién observa, y lo que observa. En cualquier caso —retomando un texto de Viqueira (2017)—, el ser humano —o la vida humana propiamente— es el objeto de referencia de toda región, por lo que, no obstante que región como concepto sea originaria de la geografía, ha sido la antropología la que ha puesto el énfasis, precisamente, en la relación con el grupo humano que la habita. Esto tampoco es del todo claro. Chávez, González y Ventura (2009) argumentan que la geografía hubo de separarse de las ciencias naturales y del positivismo y acercarse a lo social, por lo que la geografía física daría paso a la actual geografía que se precisa humana y cultural; por su parte, la ciencia social hubo de incorporar la realidad societaria. En pocas palabras, lo uno, el territorio, no se entiende sin lo otro, la realidad social.

Zoido et al. (2000) cambian de escala. Ellos aseguran que región es un término que se origina en lo urbano, y que se utilizaba para distinguir, de acuerdo con un criterio o elemento de referenciación, las partes de la ciudad. Dicen que en todo caso han sido las ciencias sociales y las humanas, sobre todo en el siglo xx, los cuerpos disciplinares que lo han formalizado como categoría. A partir de ahí y del objeto observado, es posible construir desde regiones naturales, como las paisajísticas, pasando por regiones administrativas, eclesiásticas o militares, hasta aquéllas cuya diferenciación tiene que ver con asuntos identitarios o de cohesión, como las históricas, de lengua o de cultura, por lo que, así como no pertenece a disciplina alguna, el término —por lo mismo— es polisémico, inestable, equívoco y heterogéneo. Específicamente una región urbana, aunque refiere a una red de aglomeraciones, no siempre se origina en una metrópoli: también puede darse a partir de un conglomerado de varias ciudades en competencia o en complementariedad. Así que, en cualquier caso, la región urbana es entonces un espacio que se define (o construye) mediante intercambios de bienes, personas e información (Pujadas y Font, 1998).

Esta relación entre territorio y sociedad no es una realidad reconocida solamente por la geografía dura o por las ciencias sociales. Desde las humanidades, Percerisa y Rubert (2000) utilizan la metáfora para referirse a esta influencia mutua. El territorio, la ciudad, dicen, no es una hoja en blanco; tiene memoria que decide, por lo que los grupos sociales, mientras la condicionan, son condicionados y en esa adaptación son adoptados, lo cual convierte el territorio en lugar antropológico. Esto tampoco es auténtico. Rossi (2015), retomando a Pöett, dice que, a semejanza con el vocablo romano locus, la ciudad es un resultado de elementos no siempre visibles, pero siempre presentes, a los que denominaría persistencias. Estas condicionantes las asocia Pöett (2015) al territorio. La ciudad, asegura, no se crea súbitamente, sino que se produce con el tiempo y con el sentido del lugar, por lo que, siguiendo el camino inverso, al ver su silueta, su traza, se distingue el territorio que la condicionó, algo que, por cierto, Geddes (1960) llamaba las huellas de la ciudad y que invitaba a su lectura para poder comprenderla.

Sea región cultural, sea región urbana, toda región antrópica, como lo es la metropolitana, tendría por lo general cuatro variables que considerar. Primero, que el tiempo, entendido como un continuo, y las ciudades y sus regiones son producidos por una historia incesante de acumulaciones (Schmidt-Relenberg, 1976); segundo, que las persistencias son comprendidas como los elementos naturales del emplazamiento y que condicionan sin cesar la estructura urbana (Pöett, 2015); tercero, que del objeto de observación dependerá el auspicio del estudio, yendo desde elementos naturales o bióticos hasta los artificiales o antropizados, respecto a los cuales, si bien no necesariamente deben coincidir, tampoco puede evitarse su traslape (Vacas, 2020); cuarto, la realidad del observador, que refiere tanto a lo colectivo, donde intervienen instituciones o campos disciplinares, como lo individual, donde, a su vez, intervienen situaciones ontológicas que, en cualquier caso, incluye la realidad ideológica y cultural de quien observa (Massey, 2012; Palma y Pardo, 2012).

Por su parte, las actuales regiones urbanas no tienen que ver necesariamente con una contigüidad física o de conurbación. La realidad latinoamericana, sin embargo, tiende a definir la región metropolitana en el sentido que García (2016) asegura, a saber: que sin importar su rango, tamaño o alcance, se trata de un sistema de ciudades dependientes de una ciudad madre o ciudad organizadora de otras, en una interdependencia de centralidad, por lo que tampoco importa si rebasa posibles límites jurídicos o político administrativos (Castells, 2012; Camacho, 2014). Si bien habrán surgido terminologías para referirse a este fenómeno, como metrópolis, megalópolis o metápolis (García, 2016), inclusive ciudades globales (Castells, 2001), para el caso de Latinoamérica, y en específico para ciudades medias, usar zona metropolitana no es anticuado, y menos aún para la realidad mexicana, cuyo término continúa actual no sólo en el imaginario disciplinar y de organismos públicos, sino también en los instrumentos derivados de política urbana territorial en uso (Flores, 2019).

Sobre este particular fenómeno, en la década de 1970, Unikel (1976) ya lo advertía en México. Entre otras aseveraciones, indicaba que la metropolización en Latinoamérica es un proceso de data reciente, la cual, en México, se hace notoria a partir de la década de 1940; que su definición y delimitación se hace a partir de una ciudad central hacia las periféricas, a las que irradia su desarrollo o influye con su alcance, y que no hay un consenso en su definición, pero que, en cualquier caso, implica contigüidad, continuidad o unidad física urbana, o sea, lo anterior se relaciona con la conurbación. Gracias a este autor, en la década de 1960 ya es posible localizar once regiones metropolitanas en el país, las cuales, cuatro décadas después, según la Sedesol (2008), aumentarían a 56. Todas ellas, y como corolario, recurrentemente han sido definidas o delimitadas a partir de una ciudad central (o madre) que integra, funcional o físicamente, a un resto, algo que se ha conocido, coloquial y económicamente —y sin distinción—, como región, área o zona metropolitana, de las cuales, la de Tepic, sin omitirla como consecuencia de su propia historia, sería ya una de ellas.

Región primera: Tepic virreinal. La centralidad extendida

La construcción del Tepic del virreinato se definiría paulatinamente desde dos articulaciones históricas. La una, la que da origen al asentamiento durante el proceso de Conquista, se materializaría a partir de la fundación hispana de esta ciudad capital novogallega y su posterior trasladola segunda lo haría durante el reinado de los borbones, a raíz del establecimiento del puerto de San Blas en la Mar del Sur, por lo cual se compartirían y desempeñarían funciones urbanas de diversa índole entre ambas localidades, como un binomio inseparable.

Dentro del control que ejercía la Corona española en sus territorios novohispanos, hubo tres maneras de fundar asentamientos: a) estratégicas militares, b) misionales conventuales y c) político administrativas (Chanfón, 1997). La fundación de lo que ahora se entiende como Tepic entraría en la última de estas categorías. Y es que, de ser inicialmente disminuida a una república de indios en los primeros años del virreinato, en poco menos de tres siglos Tepic emergería como ciudad en el ocaso de la Nueva España. Su destino sería, circunstancialmente, desde su establecimiento —y quizá por ello—, convertirse en la que decidiera en la posteridad el rumbo de un vasto territorio noroccidental. Los conquistadores resolvieron localizarla al extremo poniente de la Sierra Madre Occidental, en las proximidades de la Mar del Sur —con la idea de navegar desde ahí hacia la conquista del septentrión americano—, entre los pueblos de indios de Tepique y Xalixco, más en cercanía al primero de ellos, sobre un sitio en alto respecto al río para estar a salvo de inundaciones y, sobre todo, en ventaja de dominio visual hacia y con los naturales.

Por ello, desde 1532, Santiago de Compostela será la capital de la Nueva Galicia. Este evento consumaría en las Indias una analogía toponímica, además de santoral y patronal, para con su similar ciudad peninsular. Indudablemente con esto se facilitaría el proyecto de expansión territorial que la Corona española había establecido desde una red de ciudades vinculadas entre sí a través de imbricadas rutas terrestres y marítimas. Es así como, al ubicarse dentro de este contexto geográfico, le valdría —incluso hasta los años subsecuentes a la Independencia— una ventaja inigualable y excepcional por su proximidad ultramarina con el océano Pacífico.

Sin embargo, la centralidad política y religiosa de la que gozaría esta incipiente ciudad capital sólo duraría ocho años; y es que, para asegurar el dominio de este territorio en expansión —esencialmente por una constante insurgencia indígena—, la capital se trasladaría del valle de Matatipac al valle de Cactlán. Con este traslado, y con su consecuente reducción de jerarquía urbana, la población tomaría el nombre del asentamiento indígena anexo del pueblo de Tepique —ahora Tepic—, por lo que, a partir de ese momento, formaría parte, en lo administrativo, de la alcaldía de Compostela y, en lo religioso, del convento franciscano de San Juan Bautista de Xalisco. Aun así, desplazada de su hegemonía, sería un punto nodal de importancia dentro del sistema regional —el cual comprendía como ciudades principales a Culiacán, Chiametla, Compostela, Purificación y Guadalajara—, sobre todo por estar unida con los principales centros agrícolas, ganaderos, mineros y portuarios de occidente (Olveda, 1996).

Si bien con ello no conseguiría ser pieza clave en las rutas de abasto neogallegas, Tepic proveería para la evangelización jesuita en Las Californias desde finales del siglo xvii, debido a la cercanía al referido puerto de San Blas con el cabo San Lucas (Luna, 1994). De esta forma, por ser convenientemente económico —en tiempo y recursos, sobre todo—, se modificaría la dinámica mercantil al cambiar la ruta de suministros de Guadalajara- Compostela-Chacala por la de Guadalajara-Tepic-Matanchén (Calvo, 1997). Inclusive en ese mismo siglo Tepic ya albergaba a una oligarquía dedicada a criar vacunos en las haciendas de ganado mayor y menor localizadas al norte de la provincia, herencia de las cofradías ganaderas de Tepic (Serrera, 2015), así como al alcalde de Compostela —y a varios españoles de la misma cabecera—, debido a la modificación territorial que la Corona española habría hecho en la jurisdicción antes de 1650 (Gerhard, 1996).

De esta forma, paulatinamente, la ciudad mantendría una economía basada en diferentes servicios para el suministro, distribución y consumo de productos dentro de la región, por lo que se convertiría así en un núcleo protourbano1 en el occidente novohispano, el cual, como se dijo, era un lugar central geográficamente hablando. Al recuperar su centralidad —en este caso institucional—, tanto de su jerarquía política y económica como de su autonomía administrativa y religiosa, se convertiría en 1746 en cabecera de jurisdicción (Villaseñor, 1746), y en 1761 en sede de parroquia (Olimón, 1973), eventos que harían aumentar su dinámica poblacional y consolidar su primacía como lugar central y como centralidad.

Por otro lado, a raíz de que la Corona española decidió trasladar las funciones portuarias de Matanchén a la bahía inmediata, se daría la segunda articulación histórica. La fundación del puerto de San Blas en 1768, realizada para resguardar las operaciones militares y evangelizadoras que se harían hacia el septentrión americano, acentuaría aún más esta conformación territorial. A consecuencia de lo anterior, en Tepic residirían de forma temporal los oficiales de la Marina en verano, los vecinos serranos que trabajaban en la provisión de Las Californias, y los indígenas de la montaña que laboraban en los plantíos de caña de azúcar de los alrededores, en los estancos de sal y en los de tabaco de estas costas, además de que dicho puerto sería la entrada de un notable número de inmigrantes que rápidamente formarían parte de la población tepiqueña (peninsulares, filipinos, sudamericanos y centroamericanos), mismos que se beneficiarían al fortalecer estas actividades productivas, al establecer vínculos mercantiles y al haber libre comercio entre otros puertos de la misma Corona española (López, 1984). De esta manera existiría un vertiginoso ascenso demográfico, suscitado principalmente en el último tercio del siglo xviii, que haría triplicar la población de Tepic en poco más de tres décadas2 (Ramos, 2016). A partir de este vínculo territorial Tepic empezaría a extender rápidamente su centralidad hacia San Blas, puerta al mundo de ese momento.

Segunda región: Tepic prerrevolucionario. La centralidad comarcal

Durante el siglo xix Tepic aumentaría su centralidad hacia otras dos articulaciones históricas. Luego de la Independencia la ciudad se convertiría en una capital administrativa de un territorio más grande que el que detentó durante el virreinato, para después, en pleno porfiriato, valiéndose de su autonomía de decisiones respecto a su comarca —una vez separada de su centralidad regional—, auspiciar la construcción de una estructura territorial conformada por los intereses de una oligarquía local, la cual, finalmente, consolidaría un conjunto más amplio de espacios de producción.

Desde que en 1811 se le concedió a Tepic el título de ciudad por sus favores durante la Independencia, gracias a lo cual instaló su primer Cabildo y Ayuntamiento en 1813 (López, 1979), esto desencadenaría una serie de eventos que aumentarían aún más su centralidad. Como ejemplo, un año después se creará la feria comercial de Tepic como, producto del comercio con el galeón de Manila por Cádiz, Panamá, Guayaquil, Lima, Callao, Valparaíso, Portobelo y Manila, la cual daría dando ganancias y beneficios a los comerciantes de Guadalajara y Tepic. Lo anterior visibiliza, de 1821 a 1825, a un San Blas con ingresos por su aduana, en la mayoría de las ocasiones tres veces más que los de Mazatlán y quince veces más que los de Guaymas (mayo de 2006), pues de 1825 a 1828 había navíos anclados provenientes de Calcuta, Marsella, Génova, Burdeos, Cantón, Nueva York, Hamburgo y Liverpool, cuyo origen eran los puertos que anteriormente pertenecían a la Corona española, como Panamá, Guayaquil y Callao (Contreras, 2011).

Este acelerado intercambio mercantil, paralelamente, haría del puerto el lugar por donde se introduciría un mayor ambiente cosmopolita para esta metrópoli tepiqueña. De esta manera Tepic y San Blas, además de ser un referente en el mundo occidental para aquellos inversionistas que tenían planes de hacer negocios en México, aunque de manera estacional, serían funcionalmente una sola población establecida en dos lugares: Tepic no se extendería hasta la costa sin el puerto y San Blas no se extendería desde la costa sin esta ciudad. Después de consumarse la Independencia y de que la Constitución Política de Jalisco se validara en 1824, hecho que dividió el estado en siete cantones, esta ciudad sería cabecera del Departamento de Tepic y capital del Séptimo Cantón de Jalisco (Gutiérrez, 1979). Ello congregó las decisiones político-económicas de un territorio más grande que aquella jurisdicción que había dominado desde el virreinato, y aumentó su hinterland y control pleno sobre nuevas localidades de la costa, el altiplano y la sierra, situación que, de nueva cuenta, se incrementaría conforme pasaban los años.

Mapa 1. El territorio de Tepic

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Tepic tendría así un impacto directo en el desarrollo comercial de la región. Para mantener la circulación de mercancías entre la capital Guadalajara y el puerto de San Blas, se precisaba continuamente tener el camino en buenas condiciones; aunque no dejaba de ser complicado transitarlo durante la época de lluvias, cuando la mayor parte de la población del puerto migraba a Tepic, sortear los ríos que se desbordaban obligaría a la construcción de un camino alterno para evadir los pasajes inundados, con lo cual emergieron dos caminos: el de arriba y el de abajo, el de secas y el de lluvias (Contreras, 2011). En tanto, controlar los ingresos hacendarios en estas vías, durante la prohibición de algunas importaciones, hizo prosperar el bandidaje, el contrabando y la corrupción, además de consolidar la práctica entre la arriería y los depósitos de los pueblos que estaban sobre las carreteras, creados como postas de viaje. A raíz de ello, en 1837, la ciudad triplicaría nuevamente su población en poco más de tres décadas3 (Ramos, 2016).

En 1851, con las mejoras de la carretera nacional entre Guadalajara y San Blas, se establecerá una línea de diligencias (Murià, 2011). Sin embargo, desde años anteriores surgiría un inesperado desplazamiento por el país de viajeros europeos y norteamericanos, principalmente con la idea de hacer fortuna en California tras la Fiebre del Oro, quienes zarpaban por la costa atlántica estadunidense y atravesaban el país desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico. Esto daba como resultado una jornada de viaje más económica en tiempo y dinero que la ruta tradicional por Panamá o Nicaragua (Almonte, 1852). Al estar sobre el camino que recorrerían dichos extranjeros, Tepic formaría parte de las narrativas que describían esta nación: regularmente su travesía, que era de cuatro a seis meses, iniciaba en algún puerto inglés, como Londres o Liverpool, hasta llegar a Nueva York o Filadelfia; de ahí iban hasta Nueva Orleans para navegar hacia Veracruz; desde este puerto se cruzaba la nación por Puebla, Ciudad de México, Guadalajara y Tepic, para finalmente embarcarse en San Blas a fin de dirigirse hasta San Francisco. Por lo menos veinte diarios de viajeros, entre ingleses, franceses, rusos, austriacos, alemanes y estadunidenses, darían cuenta de la comarca tepiqueña y de la ciudad de Tepic en este periodo (Murià y Peregrina, 1992; Flores y Ramos, 2018).

Luego que México adoptó el libre comercio con el mundo, y a consecuencia de esta constante migración, se atrajo un sinfín de inversiones extranjeras, y la costa y el altiplano de este Cantón no quedarían fuera de ellas. De esta manera, aunque San Blas tendría un papel preponderante, Tepic, como capital de Cantón, se convertiría en el lugar donde se gestionarían diversas negociaciones debido a que ahí se hallaban establecidos los consulados de Estados Unidos, Alemania, España y Colombia (Bazán, 1878), además de los de Inglaterra y Francia. A mitad de siglo, dicho puerto, en conjunto con Acapulco, Mazatlán y Guaymas, fueron los principales fondeaderos de intercambio sobre el litoral del occidente de México; no obstante, debe decirse que San Blas ya había iniciado su decadencia ante el inconveniente de un bajo calado que imposibilitaba atracar buques de vapor. Por ello, fue reemplazado paulatinamente desde 1849 por Mazatlán (Contreras, 2017).

Paralelamente, al ser años muy complicados para la construcción de México como nación, debido al momento político e ideológico que atravesaba, para Tepic y su Cantón también lo serían. Por ejemplo, la presencia de la corbeta Cyane frente a San Blas durante la invasión estadunidense en 1846 (Meyer, 2005), el motín surgido entre liberales y conservadores en 1855 por detentar la casa Barron & Forbes Co., el monopolio comercial y el contrabando mercante por San Blas —lo que repercutiría en la ruptura diplomática entre México e Inglaterra un año después (Ibarra, 1996)— o la rebelión lozadista de 1857 —patrocinada por esta misma oligarquía conservadora (Contreras, 2017)— provocarían colateralmente, una década después, no sólo la separación de Tepic con Jalisco, sino que supondrían un detrimento económico de este Séptimo Cantón y, por consiguiente, su metrópoli. En ese tiempo la comarca tepiqueña se encontraba fortalecida tanto por el aprovechamiento de sus recursos naturales como por su dinámica comercial, pero, sobre todo, por su conexión con el Pacífico (Contreras, 2017).

Durante el periodo en que estuvo vigente el régimen del Segundo Imperio Mexicano, Tepic preservaría su municipalidad por ser cabecera de distrito al instaurarse una nueva división política de cincuenta departamentos.4 A pesar de ello, después de la Restauración de la República, ganaría su lugar como capital del Distrito Militar de Tepic en 1867, un primer paso a la autonomía política respecto a Jalisco, con lo cual comenzó a depender directamente del gobierno supremo de la República Mexicana, esto con la excusa de someter marcialmente la citada rebelión (Meyer, 2006). Detrás de este escenario se encontraban encubiertos los intereses de una creciente oligarquía tepiqueña —ocultos por la difícil conexión vial que había a través de la Sierra Madre Occidental con Guadalajara—, la cual buscaba no depender taxativamente de la élite industrial tapatía.

Aun completada esta separación, Jalisco nunca dejó de reclamar su antiguo Séptimo Cantón ante las tribunas legislativas federales. Citando este conflicto en diferentes publicaciones, como La Cuestión de Tepic, se alegaba haber sido un proceso anticonstitucional, aunque, en realidad, era motivado por otras dos razones: primero, por lo que representaba el puerto de San Blas y, segundo, sobre todo, porque no lograba estadísticamente la población requerida para ser una nueva entidad federativa (Herrera, 2019). En esta etapa, después de haber capturado y fusilado al líder lozadista, y al no ver prosperar la región de Tepic como estado independiente, se solicitaría ser un territorio federal, situación que no se consumaría hasta 1884, en un avanzado porfiriato, cuando existió una cercana y consolidada relación de intereses entre la oligarquía central y la tepiqueña (Contreras, 2011).

Al otorgar nuevas concesiones en la decisión económica y política de su comarca, el territorio de Tepic conservaría una prosperidad excepcional. En este auge económico, a fuerza de invertir y reinvertir capitales locales, nacionales y extranjeros, específicamente sobre los recursos naturales —particularmente minería, ganadería y agricultura— con que contaban las diferentes regiones, su utilidad se reflejaría no sólo en su estructura urbana territorial, sino también en el establecimiento de diversos reales de minas, ingenios azucareros, ranchos ganaderos y, especialmente, haciendas agrícolas y cerealeras que buscarían establecerse sobre la comarca tepiqueña inmediata a la capital (mapa 2),5 lo que provocaría, sobre todo, la constante migración interna y externa entre ciudades vecinas que, como resultado, elevaría continua y constantemente su población,6 hasta traer como consecuencia la consumación de Tepic como una metrópoli de estatus comarcal.

Mapa 2. Tepic y su comarca inmediata

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Asimismo, la ciudad capital, Tepic, se modernizaría y, por ende, se vería altamente beneficiada con la introducción de un innovador equipamiento e infraestructura, pública y privada, promovida desde esa misma oligarquía, dueña de los espacios de producción. Esta situación permanecería durante el resto del porfiriato por estar alineada con los intereses políticos nacionales, incluso hasta su consumación como Estado libre y soberano en 1917.

Tercera región: Tepic posrevolucionario. La centralidad doméstica

Como se ha planteado, México tiene una alta tradición, sea por fundación, sea por modificación de tenencia, en la alteración territorial y urbana. Luego del conflicto armado del siglo xx no sería la excepción. Por un lado, y como producto de políticas de Estado en la búsqueda de modernización nacional, se fundarían nuevas ciudades a lo largo del país; por otro, como resultado de la discusión posrevolucionaria entre agrarismo y municipalismo, surgirían los na. Estos dos momentos posrevolucionarios contendrían la mayor empresa fundacional del país nunca vista. En estas políticas nacionales del modernismo tardío del siglo xx se fundaron —o refundaron— más de cien nuevas ciudades clasificadas, según Quiroz (2008), en cinco categorías: a) frontera, b) petroleras, c) agroindustriales, d) turísticas y e) industriales. El segundo momento sería el más prolífico. De las cuatro modalidades del Reparto Agrario, la última, la de los Nuevos Centros de Población Ejidal (ncpe), sería instaurada para recolonizar el país; durante las poco más de dos décadas que duró esta acción agrícola, se crearían más de 2 500 ncpe, lo que incluiría la fundación del mismo número de nuevas localidades (Sánchez, 2000; Flores, 2015).

Esta acción, sin embargo, no sería privativa de esta modalidad. Se sabe que, en la segunda, la de Dotación, súbitamente surgirían poblaciones y rancherías que aparentarían contar con una historia acumulada para con ello burlar la vigente Ley Agraria. Se trataba de fundaciones de facto levantadas a partir —muchas de veces— de caseríos construidos de la noche a la mañana sin mayor excusa que la voluntad y la malicia. En cualquier caso, y aunque variaba de estado a estado y de ciudad a ciudad, todos los na del país sumaban alrededor de 32 000, lo que hizo que más de la mitad del territorio mexicano cambiara —de nuevo— de manos y de sistema de propiedad, hecho que alteró no sólo la histórica estructura territorial proveniente del virreinato, sino también la urbana y sus sistemas de ciudades y de convivencia.

Mapa 3. Plano informativo (fragmento) de Los Fresnos, municipio de Tepic; Jalisco, municipio del mismo nombre; Refugio o Testerazo, municipio de Jalisco, Estado de Nayarit.

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En específico para Tepic, su traza y propiedad territorial, luego de siglos de utilización y modificación, hasta antes de la Revolución, llegó a conformarse de las ya referidas grandes propiedades hacendarias (mapa 3). En su periferia las haciendas de Puga, Mora, La Escondida, La Laguna, Jauja y el Rancho Acayapan se encontraban próximas a la ciudad, y las haciendas de La Fortuna, La Labor y San Leonel, en las proximidades de las primeras. Luego del Reparto Agrario, a pesar de que algunas de estas propiedades se conservaron, la mayor parte de esta periferia se tornó ejidal. Sin embargo, la conformación de sus na se conservaría y aprovecharía la estructura territorial y, donde la hubiera, la poblacional existente. Por un lado, los caminos y límites agrarios hacendarios servirían en la determinación de sus límites ejidales y el parcelario agrario. Por otro, sus emergentes caseríos o rancherías, así como los pequeños poblados virreinales, se conformarían e integrarían de facto a la zona y estructura urbana de Tepic. La zona metropolitana de Tepic iniciaría así su actual conformación, hasta acumularse los emergentes asientos poblacionales de diecisiete na (mapa 4).

Mapa 4. Tepic y su propiedad periférica después del Reparto Agrario.

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Bajo esta modalidad, los na colindantes a la ciudad de Tepic (Los Fresnos, El Rodeo, El Aguacate, La Cantera, El Molino, Heriberto Casas, El Tecolote, Las Delicias y San Cayetano) serían los más inmediatos, mientras que Bellavista, 6 de Enero, Jalisco, Mora, Camichín de Jauja, Trigomil, Lo de Lamedo y Pantanal consolidarían sus poblados como na periféricos a la capital del estado. A partir de ello, desde el imaginario institucional se declararía la Zona Metropolitana de Tepic (zmt) con dos capitales de municipio: Tepic y Xalisco, y tres poblaciones: Pantanal, Puga y San Cayetano. En la práctica, no obstante, existe una zona metropolitana más compleja constituida por quince poblaciones —con igual número de autoridades—, con las cuales se convive, negocia y gestiona el territorio, la territorialidad y la centralidad: las dos cabeceras mencionadas, seis na ya conurbados (Heriberto Casas, Los Fresnos, El Rodeo, Molino de Menchaca, El Tecolote y Jalisquillo), cuatro na inmediatos (La Cantera, San Cayetano, El Aguacate y Las Delicias) y tres poblaciones próximas (Bellavista, Pantanal y Francisco I. Madero) (mapa 5). En su cotidianidad se distingue fuertemente la memoria del suelo, la centralidad de la ciudad madre y el ethos de las autoridades agrarias.

Mapa 5. Tepic, su conurbación y su zona metropolitana

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Comentarios finales. No son tres, son cuatro

Al igual que en la Conquista, la capacidad y energía territorial instalada se utiliza, se aprovecha. Las regiones no son procesos naturales; deben observarse desde el deseo o la pretensión de dominio. Son, y esto se corrobora, construcciones que dependen del observador y del objeto, la variable o la categoría considerada. El territorio tiene memoria; las ciudades son líneas que se cruzan por los viarios que consolidan una primacía que existía —o se acusaba— anteriormente. Aún las nuevas ciudades utilizan o aprovechan el sistema, trazo y propiedad anterior. Estos elementos, por lo mismo, suelen ser un testimonial de los valores y la época cultural que los creó. Demuestran no tan sólo las transformaciones físicas y funcionales del territorio y la ciudad, sino también la voluntad de los grupos o individuos que tienen un dominio sobre ellos. De esta manera, la ciudad y el territorio son historia acumulada y acumulativa que manifiesta a quien ha estado involucrado en su producción, modelo, forma, intereses, concepción y aprovechamiento de lo que, a su manera de ver y ser, debe ser la ciudad y el aprovechamiento del territorio.

Toda adaptación y transformación tendrían esa dualidad. Por un lado, influyen y, por otro, reflejan las actividades, intereses y acuerdos de sus grupos. El territorio es causa y es efecto, espacio donde perviven y se manifiestan disputas y acuerdos de grupo, incluso hasta de las ideas en boga. Estudiar la forma urbana y de su territorio, aun luego de una tabula rasa con nuevos trazos, elementos, técnicas o materiales, es reconocer al grupo que la generó y los conflictos e intereses que la crearon.

Cada una de las articulaciones históricas responde a un contexto político-administrativo específico, lo que supone advertir para Tepic el proceso que la posibilitó como ciudad y como región hasta convertirse en la centralidad metropolitana actual. Desde su establecimiento virreinal como capital novogallega se insertaría en un contexto geográfico privilegiado que la conecta con otros territorios: cercana a la Mar del Sur, resguardada por la Sierra Madre Occidental y asentada en un cruce viario del altiplano noroccidental. Ésta sería la génesis de una ciudad que a la distancia aprovecharía sus ventajas territoriales.

Los ejidos, legales o no, auspiciarían, todos ellos, desde entonces, la estructura de la periferia urbana de Tepic iniciada desde el siglo xix, aquella con características tanto de metropolización como de conurbación. Los trazos territoriales hacendarios servirían en estas dos escalas, y no podría ser de otra manera, ya que los límites hacendarios sirvieron como referenciales para los trazos de los polígonos ejidales y sus parcelarios agrarios y, a partir de éstos, para la propia ciudad cuyo crecimiento, a su vez, se trazaría sobre dicha base territorial. Los caminos sacacosechas y los polígonos de las parcelaciones determinarían la actual traza urbana de las colonias, fraccionamientos y viales (calles y avenidas) de la ciudad de Tepic.

De ahí que aun el conocimiento tiene memoria. Tanto en la fundación virreinal, como en la del Reparto Agrario, es imposible no remitirse a lo declarado por Chueca-Goitia a mediados del siglo pasado, en el sentido de que todo pueblo y territorio conquistado sirve de base o guía para los conquistadores o las nuevas poblaciones; y en las tres alteraciones de la estructura territorial urbana y social no sería diferente: su organización se haría a partir de las estructuras territoriales y urbanas existentes, lo que condicionaría a su vez, su distribución y funcionamiento. Aunque, después de todo, las propias poblaciones indígenas condicionaron la ubicación, desplante y emplazamiento de las nuevas ciudades españolas, y éstas las subsecuentes en un continuum permanente, lo cual hizo que, como castigo original, este territorio, aunque haya un empeño en evadirlo, reconozca unos fueros que, más temprano que tarde, sin remedio irrumpan y se hagan distinguir.

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