VI. La ciudad y el espacio urbano en la globalización. Lógicas socioespaciales de emplazamiento, Ana Cristina García-Luna Romero

https://doi.org/10.52501/cc.063.06


Ana Cristina García-Luna Romero


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VI. La ciudad y el espacio urbano en la globalización. Lógicas socioespaciales de emplazamiento

Ana Cristina García-Luna Romero*

DOI: https://doi.org/10.52501/cc.063.06


Resumen

El proceso de expansión de las grandes áreas urbanas del fin de siglo dejó una red gigantesca de redes de conurbaciones dispersas, fragmentadas, segregadas, difusas, integradas y desintegradas al proceso urbano. En efecto, se está presentando una nueva trama que la está identificando en un espacio en el cual los emplazamientos, los objetos y las relaciones sociales de producción la asemejan, de cierta manera, a las tendencias de la globalización, es decir, a un territorio que arraiga procesos contradictorios de la conformación del mismo.

Por su parte, la ciudad ha jugado históricamente el papel de centro hegemónico y de concentración de los poderes económicos, políticos, sociales, religiosos, militares y de mercado. El paradigma moderno que aún domina la contemporaneidad, basada en el control y el dominio por la racionalidad, donde el papel de la técnica sigue siendo crucial en la construcción hegemónica, posiciona superestructuras organizadas en el territorio. Allí las tensiones entre lo público y lo privado, los emplazamientos emergentes de lo colectivo, que son más anárquicos en sus estructuras organizativas, disputan el poder al discurso hegemónico, que constantemente lo intenta absorber y territorializar. Los resultados de tales disputas inciden en la constitución alternativa de nuevos exteriores que reflejan los antagonismos reinantes, como la relación entre individuo y sociedad, entre las arquitecturas de la soledad autorreferencial y las nuevas formas organizativas en el espacio urbano. Problematizar esas relaciones entre arquitectura, sujeto y territorio implicaría definir, en primera instancia, la influencia que dichos procesos de disputa ejercen en la constitución de una dependencia mutua que pueda explicar cuáles serían o deberían ser los escenarios de lo común en el territorio. Así, la relación entre arquitectura (como objetivo de la técnica), sujeto (como sistema sociocultural) y espacio urbano (como territorio del espacio-tiempo) requiere de un abordaje coherente a la fase actual del capitalismo, para comprender las lógicas de emplazamiento del objeto técnico —como producto del sistema técnico— a partir de los fenómenos que tienen lugar en el territorio en tanto que espacio de acumulación y autoorganización.

Palabras clave: ciudad, sistema, territorio, globalización.

La globalización y el espacio-tiempo en la condición urbana actual

El carácter abierto a la vez que ambiguo del concepto globalización ha sido explicado por una amplia variedad de autores y disciplinas. Partiendo de discusiones más generales en las ciencias sociales sobre el paso de la modernidad, caracterizada por el consumo, hacia la situación del presente, caracterizada por el surgimiento de un nuevo sistema social basado en la información, la teoría ha acuñado ciertas denominaciones, como posmodernidad, poscapitalismo o sociedad posindustrial, para explicar el fin del anterior estado de las cosas (Giddens, 1993: p. 16).

Lo cierto es que los debates que ha encarnado la sociología contemporánea para descifrar los cambios producidos en la fase actual del capitalismo han sido centrados en la condición de un sistema social de escala global relacionado con un territorio de continuidades sustentadas por un constante desarrollo de las bases económicas de acumulación, concentración y organización del capital, cuyo condicionamiento principal está dado por las transformaciones institucionales y sus nuevos ordenamientos basados en la información. Esto último establece un parteaguas teórico, y su carácter ampliamente abierto a multiplicidad de concepciones e interpretaciones dará paso, en las postrimerías del siglo xx, a la irrupción de otras disciplinas que, retomando los debates de la sociología clásica de orientación marxista en cuanto al tema central de la acumulación del capital, avanzan sobre las transformaciones del espacio y su relación con el tiempo, tales como la geografía, la economía y antropología urbana o el urbanismo. En palabras de Harvey (2012: p. 9), “esta metamorfosis está ligada al surgimiento de nuevas formas dominantes de experimentar el espacio y el tiempo”. En este marco general que establece la condición de la globalización, podemos identificar diferentes enfoques teóricos de un mismo proceso, los cuales pueden ser caracterizados desde la forma en que comprometen el espacio de las ciudades.

En primer lugar tenemos los económicos, a partir de la mundialización de los procesos de control, organización e intercambio de bienes de capital que relocalizan sus operaciones mientras descentralizan sus efectos a partir de la neutralización del lugar y las distancias. Para Harvey (2012) esta neutralización de la noción de lugar es una estrategia del capitalismo que le permite superar así los obstáculos espacio temporales por considerarlos una amenaza contra la posibilidad de acumulación del capital. En tal sentido Sassen (2007) aborda la comprensión de los procesos que se dan en las ciudades globales, producto de la mundialización económica, en las que se configuran “nuevas geografías de la centralidad”. Estas zonas, a su vez, se hallan estrechamente vinculadas por relaciones sistémicas en las que, por un lado, se mundializan las actividades económicas, mientras que, por el otro, se centralizan territorialmente las de gestión y control de alto nivel” (Sassen, 2007: p. 36).

Estos procesos comportan necesariamente una red de ciudades globales disponibles, en las que se puede verificar una “hiperconcentración de instalaciones” como lugar de operación de las industrias de la información y que se reflejan no sólo en la aparición de infraestructura física altamente concentrada, sino también en la captación de talento intelectual con altos niveles de conocimiento técnico. Su expresión física se advierte en nodos dentro del espacio urbano, por ejemplo las nuevas zonas de desarrollo tecnológico, los nuevos centros financieros o la diversidad de localizaciones de empresas y sectores de servicios de menor escala que, de manera contrastada, por su bajo grado de especialización en el sistema, desempeñan funciones para las primeras, que comportan un grado de segmentación social y étnica. Estos últimos están caracterizados por una pauperización de los ingresos y condiciones precarias de trabajo, lo que Sassen destaca como el distanciamiento o valorización de un trabajo especializado en relación directa con la desvalorización y desterritorialización de las estructuras sociales tradicionales del trabajo (Sassen, 2007: p. 36; Bordieu, 1998: pp. 30-50).

Resulta interesante la caracterización que la autora hace de este proceso, ya que contiene una connotación física. Son discontinuidades caracterizadas por la propia acción del sistema económico que en un mismo ámbito físico constituye fronteras analíticas caracterizadas como cruces o intersecciones donde el silencio y la ausencia dejan abierta una brecha analítica en el espacio. Son zonas cuyo potencial radica en la posibilidad de analizar las operaciones de poder y de significado que en ellas se producen (Bordieu, 1998: p. 38). Al ser éstos unos espacios centrados en el lugar, en el sentido de que se hallan inscriptos en localizaciones estratégicas, contrastan ampliamente con el carácter de “transterritorial” (que adquiere su condición de sistema), ya que no están geográficamente próximos, pero sí altamente conectados entre ellos. La centralidad del lugar en un marco de procesos globales, según Sassen, genera la aparición de una “abertura económica y política transnacional en la formación de nuevas reivindicaciones y, por tanto, en la constitución de derechos, en particular los relativos al lugar”, con nuevas formas de ciudadanía y su ejercicio (Bordieu, 1998: p. 44).

A continuación vienen los enfoques socioculturales desde el impacto en la construcción de nuevas identidades basadas en el consumo y producción de bienes culturales mercadizados, hasta la sustitución de imágenes referentes de lo colectivo y la banalización de los procesos históricos. Gilles Lipovetsky (2006) analiza la cuestión posmoderna como una transición conceptual entre la modernidad y la hipermodernidad en abierta alusión a lo “pos” de lo posmoderno como algo ya superado en relación con una libertad reconquistada que se pretendía alcanzar. Se trata de “reorganización profunda del modo de funcionamiento social y cultural de las sociedades democráticas avanzadas” sustentada por un hedonismo individualizante y un debilitamiento de las “normas autoritarias y disciplinarias” a “impulsos de la disolución de los encuadramientos sociales, políticos e ideológicos” (Lipovetsky, 2006: pp. 54-55).

Tanto Harvey (2012: p. 359) como Lipovetsky (2006: pp. 1-144) han avanzado específicamente en la teorización acerca del alcance del espacio-tiempo en la condición actual por la acción de la hiperacumulación del capital en la que las prácticas estéticas y culturales son, para el primero, “especialmente susceptibles a la transformación de la experiencia del espacio y el tiempo, por el hecho de que suponen la construcción de representaciones y artefactos espaciales que surgen del flujo de la experiencia humana” (Harvey, 2012: p. 359). En la cultura de la inmediatez como subraya Lipovetsky, la eficacia, la rapidez y el frenesí reemplazan los vínculos humanos y sus prácticas de goce ocasionales. La aceleración del tiempo, producida por la necesidad de eficiencia y rapidez, relega las relaciones de proximidad por los intercambios virtuales en una cultura de la hiperactividad. Toda una gama de nuevas conductas aparece en relación con la “era de la prisa” dominada por “prácticas y gustos que revelan que se trata de una época de sensualización y estetización masiva de los placeres”.

Es una fase caracterizada por la supremacía de la eficacia y el ideal de felicidad como dos principios fundamentales de la “modernidad técnica y democrática” (Harvey, 2012: pp. 85-86) que, soportadas por el consumo individual, debilita las posibilidades de una experiencia colectiva que trascienda hacia formas reguladoras y legitimadoras que establecen ciertos grupos o instituciones como la familia, la religión, los partidos políticos o las culturas de clase (Harvey, 2012: p. 88). Ante la “disolución de lo social” (Touraine, 2005: p. 271), lo que subsiste en la globalidad ultramoderna es la individualización del éxito como forma de legitimación frente a tanta debilidad del sujeto y a la potencia técnica eficientista por sobre el espacio- tiempo.

Después están los enfoques políticos, en la transformación del papel de los Estados y el ejercicio del poder en la toma de decisiones que, a partir de una resignificación del discurso político a favor de lo público, ocultan sus intereses en la captación de los flujos de capitales privados. En relación con estos aspectos, Muxí (2002: pp. 21-22) establece conexiones causales con la producción de infraestructuras en las ciudades globales, considerándolas un vehículo de estrategia política en tanto que son utilizadas por el poder público para un proyecto modernizador que genera necesidades que impactan fuertemente en la configuración del espacio urbano, lo cual produce excedentes al capital privado. Son acciones que, basadas en una aparente revalorización de lo público, incentivan el consumo a partir de nuevas espacialidades “globales” regladas por la actividad privada y avaladas por políticas que incentivan la especulación y el consumo de recursos ambientales cruciales para el desarrollo sostenible.

Estas estrategias políticas terminan siendo cruciales en la búsqueda de una competitividad que garantice la incorporación de las ciudades al sistema global. Para su concreción es crucial que dichas políticas vayan acompañadas de la incorporación de altas tecnologías en “las infraestructuras de comunicación, estar conectado y de esta manera ser parte integrante del sistema en red de ciudades elegidas por las grandes empresas para realizar sus inversiones”.

En cuanto a los enfoques tecnológicos, estos van desde las nuevas performatividades alcanzadas por la mutación de los medios de procesamiento de la información, hasta la producción técnica especializada y las tecnologías en las infraestructuras de comunicación. Lezama (2014: p. 25) atribuye a estos aspectos la sustitución de ciertas funciones de la ciudad, en particular por parte no sólo de la infraestructura tecnológica de los medios de comunicación que han eliminado las barreras de la distancia, sino también por la disputa de las “capacidades centralizadoras de la ciudad” contrarrestada por la tendencia dispersiva de los procesos productivos y de las actividades económicas en general. Esto no implica que la ciudad resigne su papel de organizadora “como unidad territorial de comando de alguna de las funciones de gestión de gran parte de los procesos globales”; por el contrario, al reordenar la geografía de lo social, “redefine, ajusta y hace más eficiente” (Lezama, 2014: p. 25) su función.

En otro orden, Montaner (2011: p. 123), en un texto sugerente, vincula lo tecnológico con la capacidad de constitución de una imagen dinámica y en mutación constante de la vida urbana, que paradójicamente reproduce una “imagen bucólica, intemporal y de falso pasado” para emplazarse. Mientras la alta tecnología delinea los rasgos morfológicos de “los centros terciarios, conformadores de este nuevo urbanismo tardo capitalista”, la vivienda, por el contrario, reproduce una “imagen tradicional” a pesar de que ambas utilicen el máximo control de la técnica.

La globalización desde la modernidad: un proyecto vigente

La globalización, como condición que explica el presente de nuestros sistemas sociales y el neoliberalismo que sobre ella se inserta como estructura lógica e ideológica organizadora, debe ser comprendida desde la perspectiva histórica de la modernidad como proyecto de racionalización y estandarización que aniquila los espacios concretos por medio del tiempo. Ese nuevo espacio se hace abstracto y se presta así a los cálculos que lo alejan de la vida en la que los sujetos y su devenir lo cualifican y lo dotan de sentido.

Lefebvre (1968) concibe el espacio urbano de la modernidad “como una realidad que se ordena, homogeniza y segrega por la acción del Estado para imponer su propia dominación y la de las clases que representa” (Giddens, 1993). Es así como el espacio se convierte en instrumento para el ejercicio del poder, expresando la jerarquía existente en la estructura social y política y contribuyendo así a la reproducción social (cf. Lezama, 1990: p. 4). Es la idea que con insistencia ha desarrollado Lefebvre, “según la cual el dominio sobre el espacio constituye una fuente fundamental y omnipresente del poder social sobre la vida cotidiana” (Harvey, 2012: p. 251).

Giddens (1993: p. 24), por su parte, posiciona una crítica al evolucionismo de Lyotard, quien caracteriza una nueva fase de la modernidad —el posmodernismo— como parte de un relato global de tipo teleológico. Para este autor, la modernidad básicamente se debe abordar como una discontinuidad de las instituciones modernas en relación con los órdenes sociales tradicionales y cuyas características se basan en tres elementos fundamentales: el ritmo de cambio, atribuido quizá principalmente a la esfera tecnológica; el ámbito del cambio, atribuido a la eliminación de las barreras de la comunicación extendidas a todo el globo, y, por último, la naturaleza intrínseca de las instituciones modernas encarnada en la figura del Estado- Nación que supone un tipo de comunidad social que contrasta ampliamente con los estados premodernos.

El orden social que emerge de la modernidad es capitalista, ya sea en su sistema económico como en sus otras instituciones, y en tal sentido la anticipación teórica que los fundadores clásicos de la sociología han efectuado en relación con el nacimiento de la era moderna tiene que ver justamente con ese orden y su optimismo con que éste comportará un ordenamiento más humano y justo en la regulación de las clases sociales y la fuerza del trabajo. La insistencia de Marx no sólo en la mercancía como el factor enajenante de todo bien de consumo sino también en la mano de obra, fue superada posteriormente por Durkheim, quien consideraba tales características como marginales y transitorias. Para éste “el carácter rápidamente cambiante de la vida social moderna, no deriva esencialmente del capitalismo sino del impulso propulsor de la compleja división del trabajo que engarza la producción a las necesidades humanas a través de la explotación industrial de la naturaleza. No vivimos en un orden capitalista, sino en uno industrial” (Giddens, 1993: p. 24).

Posteriormente Weber, situándose en un punto intermedio entre ambos autores, se referirá al capitalismo racional y no a la existencia de un orden industrial lo que supone un reconocimiento a los mecanismos económicos teorizados por Marx, pero con la idea adicional de la “racionalización” producida por la tecnología “en la organización de las actividades humanas y en la configuración de la burocracia” (Giddens, 1993: p. 24). La racionalización, entonces, será quizá el gran mecanismo de control y expansión que el capital pondrá al servicio de sus instituciones al burocratizar los procesos y jerarquizar las decisiones. Frente a una caracterización territorial fuertemente delimitada de la sociedad moderna, hay una transversalidad espacio-temporal del sistema sociopolítico del Estado y el orden cultural de la Nación, aspectos que atraviesan e interconectan sus propios límites y alcanzan la globalidad. Nunca hemos sido tan modernos en tanto sociedad como en la condición presente de la globalización. Todos los sistemas sociales han alcanzado ahora un estado de igualación funcional de las acciones y experiencias en el espacio y el tiempo que caracteriza los comportamientos de la sociedad contemporánea.

Para Lezama (2014: pp. 18-19), la ciudad es diferenciada del territorio y sigue siendo la gran organizadora de la vida social en el periodo actual de la modernidad. Es producto de una agencia compleja del ser humano en su entorno físico, en la que se plasma la “huella de sus actos, conductas e interacciones que se desenvuelven en los territorios y demarcaciones ecológicas consideradas como urbanas”. Este papel relevante de la ciudad viene dado y se reafirma a partir de los constantes cambios en los “sistemas económicos, en las instituciones y en las prácticas sociales de las últimas décadas.”

Sin duda, es en la ciudad donde los procesos sociales que moldean su espacio constitutivo, independientemente de que éste sea o no su principal rasgo, definen las lógicas del cambio que caracterizan a la modernidad y que hacen de ésta, un complejo maquínico cuyo grado de complejidad expresa su personalidad o su “ser por medio de un constante proceso de reinvención, de transformación, ya sea en el periodo más corto acotado por la moderna sociedad industrial, o en el más largo, que la remonta a sus más lejanos orígenes” (Lezama, 2014: p. 19). Nuestro autor termina afirmando que la ciudad del periodo industrial es la mejor representación que nunca antes se haya registrado del modo de ser, de los valores y de la naturaleza misma de la sociedad moderna.

Lo que también queda claro es que la ciudad global a la que hoy día asistimos parece distinguirse fuertemente de otros momentos históricos por su carácter de ruptura de ciertas modalidades, particularidades y desarrollos concretos de la modernidad. El carácter de agencia que la ciudad tiene hoy como estructuradora del mundo material y de las conductas humanas ha alcanzado una potencia inusitada en la marcha y en el despliegue de las fuerzas del sistema económico mundial y sus sistemas productivos, como también en el mundo de las ideas. La ciudad ha desplegado “características y modalidades inéditas, notoriamente distinguibles de sus predecesoras” y ha llevado a que la ruptura o dislocación del espacio-tiempo tradicional, así como la ruptura de muchas de sus “funciones ejercidas en otros tiempos de la modernidad”, hagan replantear el concepto mismo de ciudad (Lezama, 2014: p. 21).

Quizá quien más haya dejado claro la necesidad de redefinición del concepto de ciudad haya sido Koolhaas (2006). En su libro La ciudad genérica posiciona el debate acerca de los procesos de neutralización de las identidades locales, en los que todas nuestras ciudades cada vez se parecen más a una global, de carácter genérico.

Ésta es la condición del urbanismo global en la que las configuraciones territoriales ya han adquirido el mismo patrón de descentralización de los centros históricos y la fragmentación de las periferias libres de toda implicación histórica, con estructuras iguales de población dispersa como seña de identidad global (De La Torre, 2009). No quedan dudas de eso. Lo que sorprende a muchos es la facilidad y liviandad con que el autor deja caer el tema de la exclusividad del suelo y la utilización del aire, en la que las acciones humanas se han disuelto y, sobre todo, se han desterritorializado: los pobres ahora ocupan el suelo (lo más caro) y los ricos el aire (lo más barato). Hay cierto cinismo de parte de Koolhaas en su reconocimiento de que la pérdida de carácter de la ciudad genérica (su condición de vacío identitario al modo de agujero negro que todo lo absorbe en un magma que disuelve cualquier particularidad) pueda convertirse en un potencial que inspire nuevas formas para el futuro. La condición de genérica como pérdida de carácter es puesta como una posibilidad de liberación global en la que, claro está, Koolhaas opera con su arquitectura global y espectacular —probablemente nada nuevo en el panorama neoliberal.

Sobre los conceptos de sistema y complejidad en el territorio

El reconocimiento del carácter sistémico de la realidad como producto de la articulación de cada cosa con el todo, el cual ha sido utilizado para explicar toda existencia de la verdad, ya había sido teorizado por Hegel como la verdad sistemática. La teoría general de sistemas, que, nacida en el ámbito de la biología, ha sido puesta al servicio para el abordaje de otras realidades, desplegando su conceptualización sobre un número importante de disciplinas en la actualidad, ha alcanzado ahora un creciente protagonismo, sobre todo desde la década de 1960, en la que se incorporan los estudios de la Gestalt y el Estructuralismo a la comprensión y análisis sistemático de la percepción de las formas y del lenguaje, respectivamente, como es el caso de Baudrillard en su trascendente obra El sistema de los objetos (1969), donde analiza a profundidad las relaciones sujeto-objeto y sus implicaciones relacionales como sistema condicionado por el entorno de las significaciones.

Posteriormente los avances teóricos que se han ido incorporando en las últimas décadas se relacionan con conceptos como la autopoiesis y la autoconsistencia, incorporados por el biólogo Humberto Maturana como explicación de que todo lo diverso puede ser articulado en una forma estructurada a partir de procesos de autorreferencialidad y autoorganización de los sistemas vivos. Será más tarde Luhmann quien incorporará, para un mejor completamiento de la teoría de los sistemas, la cuestión del entorno de la que carecía la teoría general de los sistemas y que le permitiría así construir su teoría de los sistemas sociales en la que incorporará los dos conceptos mencionados, para enfrentar de esa manera la necesaria complejidad de sentido que requería el sistema social. Esto último le permite pasar de la idea de sistema abierto (todo-partes), desarrollada por Talcott Parsons, a la de sistema cerrado (sistema-entorno), cuya principal diferencia la constituye el acto comunicativo (Rodríguez y Torres, 2003: pp. 106-140).

Montaner (2009: p. 11) es quien ha explicado mejor probablemente la condición sistémica de la arquitectura como hecho cargado de complejidad y sus relaciones con el todo de la realidad urbana, pero mucho más cercano a la idea que nos interesa del territorio como una entidad de complejidad mayor. Es una acción, agrega Montaner, de oposición a todo “reduccionismo y mecanicismo, intentar acercarse a un pensamiento de la complejidad y de las redes”, pero es también “una búsqueda para desvelar las estructuras complejas en las escalas urbanas y territoriales”, superando la condición del objeto y recuperando la teoría avanzada por Luhmann acerca de la relación esencial entre el sistema y su entorno. Veamos el reclamo, en definitiva, de un análisis sobre las capacidades de estructuración de cada sistema al tiempo que interactúa con su contexto.

Probablemente los términos complejidad y territorio conformen una relación binaria cuya complementariedad teórica incluye su dependencia a una metafísica común en la que ambos son codependientes de un sistema de relaciones cuya forma resultante es funcionalmente la misma. Quien quizá más ha teorizado sobre el concepto de complejidad ha sido Edgar Morin, quien en sus más recientes textos ha avanzado en la introducción de la complejidad a partir de la definición de sistema. La condición principal para su entendimiento pasa indefectiblemente por la comprensión de las relaciones entre el todo y las partes, donde el todo es más que la simple suma de las partes (Gascón y Cepeda, 2000: p. 19). Así, el sistema contiene ciertos elementos que no son posibles de identificar en sus componentes, ya sea de forma aislada o yuxtapuesta, y que sólo la totalidad contiene. Además, la organización que alcanza el todo posee, a su vez, ciertas cualidades y propiedades que son producto de dicha condición. La metafísica que relaciona complejidad con territorio viene dada por las causas que hacen del territorio una complejidad cuya organización deriva en nuevas condiciones y relaciones que explican la existencia de un territorio.

Por lo tanto, si continuamos las relaciones teóricas planteadas, podemos inferir que el territorio es un sistema que toma su forma al mismo tiempo en que sus partes se trasforman para constituir una morfogénesis sistémica, es decir, “la creación de una forma nueva que constituye un todo: la unidad compleja organizada (Gascón y Cepeda, 2000: p. 20). Esto se produce, según Morin, a partir de las emergencias, propiedades globales y particulares que surgen de la propia organización, lo cual provoca ganancias que vienen complementadas por pérdidas en las partes al constituirse en un todo. De esta manera, el territorio deviene forma organizada, estructura.

En correlato directo con Morin, Deleuze y Guattari (1984: pp. 15-16) conceptualizan el territorio como una construcción espacio-temporal que se constituye por cierto tipo de ordenamientos tendientes siempre a la desterritorialización y en el que el poder se disputa por la posibilidad o no del anclaje espacial de las cualidades expresivas, que son las que generan apropiación. El espacio constituye, entonces, un sistema de contenedores del poder social que el capital deconstruye constantemente para reconfigurar sus bases geográficas: territorialización > desterritorialización > reterritorialización.

Nuestro triángulo teórico de interés se cierra con la conceptualización que efectúa De Landa (2011: pp. 16) desde el análisis de la comprensión sistémica del territorio a partir de la amplia teoría desplegada por Deleuze y Guattari sobre su conceptualización de la complejidad en la que operan constantemente las fuerzas del capitalismo como acción desestabilizadora y territorializante. Si bien no es exactamente una toma de posición sobre el capital y sus implicaciones, al retomar la idea base del pensamiento deleuziano —el rizoma—, propone una novedosa lectura en cierto modo materialista de la historia, la cual, inspirada en los más recientes avances de la ciencia de la dinámica, explica las bifurcaciones complejas que se producen entre la fuerza morfogenética de los flujos materiales y energéticos y los acontecimientos.

Al relacionar los conceptos de complejidad y territorio fundamenta, tal relación se basa en la idea de acumulación de materia y energía animada por procesos de autoorganización —al igual que los sistemas sociales— que unifican las diferentes capas. Estos procesos son también, para este autor, emergencias que se dan como consecuencias colectivas no intencionales de decisiones intencionales y que, como producto de ello, incentivan la generación de estructura. Son producto de dinámicas combinatorias entre las propiedades emergentes de un todo que no está poseído por sus partes.

Podemos concluir entonces que el juego de complejidades que constituye un territorio viene caracterizado por el tipo de agenciamiento que se produce en el espacio físico como disputa por la organización entre el sistema social y la técnica, ya que ambos necesitan de un tipo de ordenamiento tal que asegure su permanencia y, por lo tanto, de una raíz física que evidencie su anclaje. El agenciamiento vendría determinado por la multiplicidad que conforman muchos géneros heterogéneos —como los sujetos, el espacio urbano, las intervenciones de la técnica— y que establecen uniones y relaciones que los explican, que los definen.

El territorio podría definirse, bajo esta lógica, por los agenciamientos de los que forma parte y, en tal sentido, la estructura narrativa resultante de dichas aleaciones, contagios y alianzas sería el vehículo para la valoración de sus significaciones. En palabras de Lezama:

Lo que está en duda no es tanto la preeminencia de la ciudad como espacio significativo para los procesos que comandan el actual periodo de la modernidad, sino la magnitud con la que este protagonismo está hoy presente, así como el grado y la naturaleza de la influencia y de la agencia de la ciudad en las conductas humanas y en los procesos de interacción que allí se llevan a cabo (Lezama, 2014: p. 20).

Otros autores, como Harvey (2012: p. 243) o Montaner y Muxí (2011: pp. 159-160), advierten de la construcción mitológica del capital a partir de su incidencia en las prácticas sociales y la sutileza de sus formas espaciales como intento de dominio social. Mientras que para Harvey la importancia de lo ideológico radica en descifrar los usos de las concepciones del espacio y el tiempo, así como el conjunto de sus trasformaciones como condición necesaria para cualquier proyecto de transformación social, para Montaner y Muxí la ciudad es un hipertexto cargado de significados que hay que descifrar, ya que los procesos de sustitución de la memoria se basan en la implantación de nuevos productos urbanos que sustituyen significados por nuevos contenidos simbólicos que se estructuran de manera larvada.

Si, como lo expresa Lipovetsky, “la época ultramoderna asiste así al desarrollo de la potencia técnica por encima del espacio-tiempo, pero también al declive de las fuerzas interiores del individuo” (2006: p. 89), el espacio urbano entonces debe ser abordado como el lugar donde las conexiones, las relaciones y los límites sean el territorio donde los sujetos revelan su pertenencia a un tiempo histórico resignificado por el deseo de recuperar lo colectivo basado en lo ideológico-político, por encima de las fuerzas constructoras de un futuro hiperrealista encabezado por el binomio técnico-científico (Lipovetsky, 2006: pp. 71).

Proceso de construcción de un territorio: heterogeneidad y ritmo

Si los seres humanos son espaciales y la actividad humana es la productora de espacios, lugares y territorios: en definitiva, creadora de geografía como sostiene Soja (2001), se debe a que antes que nada es un ser social, y en tanto que sus relaciones se dan en un espacio físico delimitado, demarcado y particularizado, que denominaremos lugar, el producto de sus interacciones es una lucha constante por ordenar las relaciones complejas que allí se están dando. Es una acción de estructuración a partir de su producción en el espacio físico, cuya organización está caracterizada por procesos de distribución y consolidación morfogenéticos y cuya razón de complejidad esta puesta básicamente en la heterogeneidad y multiplicidad del universo de elementos y dimensiones actuantes: conductas, valores, instituciones, procesos sociales, materia, energía, contexto físico-ambiental, etcétera. Su resultado o agenciamiento podrían explicarse por la naturaleza física de la ciudad, del artefacto en sí mismo, y es, a su vez, la raíz del interés por abarcarlo y comprenderlo.

Soja (2001), al igual que Lezama (2014) y Bordieu (1977), avanzan sobre la idea de que el agenciamiento no es en sí mismo la imagen de la ciudad como territorio físico, sino, por el contrario, las categorías de la sociedad moderna que, a partir de sus conductas y sus procesos sociales, revelan las propiedades de esos acomodamientos u ordenamientos en el espacio urbano, es decir, el espacio social. Es el “espacio físico resultante de la intervención, simbolización y animación de la acción humana”, que se expresaría como un “efecto de retorno de esa agencia que poseen los objetos, el espacio, el territorio de aquello que se acota de modo jurisdiccional como la ciudad, al ser impregnados, motivados, movilizados por la acción humana” (Lezama, 2014: p. 18).

Estos agenciamientos pueden explicar las diferentes distribuciones sociales y éstas, a su vez, dependen de sus recursos económicos y culturales que posean, a partir de los cuales se van condicionando sus posicionamientos jerárquicos. Para ese autor lo que interesa del espacio social es la condición que los describe en una relación topográfica, por ejemplo la coexistencia y las relaciones de proximidad, de vecindad, de exterioridad mutua, de lejanía y distancia, las cuales, como ya se ha puntualizado, conforman lo que Bordieu denomina el habitus. (Bordieu, 1999, citado en Lezama, 2014: p. 28).

Otra cuestión que hay que tener en cuenta cuando hablamos de la construcción de un territorio se refiere a la relación espacio-tiempo. En este aspecto ya hemos anticipado algunas posturas en autores como Foucault (1982), Lyotard (1984), Lipovetsky (2006), Montaner y Muxí (2011), Harvey (2012) y Lezama (2014), entre otros. Pero es importante la distinción que en ese sentido hace Bauman acerca de la significación que el tiempo adquiere en la modernidad como posibilidad de ejercicio del poder. En su reinterpretación de Foucault, el autor le da una trascendencia particular al significado que tuvo la rutinización del ritmo temporal, que se imponía como una de las “principales estrategias del ejercicio del poder” (Bauman, 2002: p. 15). Ya sabemos que la modernidad ha acelerado el tiempo y la hipermodernidad le ha sustraído su base geográfica —topográfica— en un proceso de virtualización del espacio, pero nos parece trascendente el lugar de importancia que se le otorga al ritmo. Si en la modernidad el tiempo embestía al espacio, en la condición actual aquel tiempo dinámico ha llegado ya a su “límite natural” y, con ello, el poder se ha vuelto extraterritorial, sin retardo ni resistencia por parte del espacio. Estos hechos le confieren ahora al poder una oportunidad sin precedentes: la posibilidad de no depender de los controles espaciales de la técnica (Bauman, 2002: p. 16).

Esto no hace más que confirmar que la principal estrategia del poder —las jerarquías sociales, la concentración del capital— “es la huida, el escurrimiento […] el rechazo concreto de cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden” (Bauman, 2002: p. 17). Sabemos también que, cuando el autor se refiere a un orden determinado que se evita, alude al orden de la modernidad. Sin embargo, consideramos que la fase actual de la modernidad está profundamente marcada por un nuevo ordenamiento en la materialidad del espacio y que su estrategia de huida se halla sustentada en escapar del presente, remitiendo a falsas historias o, visto de otro modo, construyendo historias de la neutralidad y la indiferencia, de lo arrítmico de su condición efímera y, sobre todo, de la falsedad de su anclaje con lo real: el espacio físico.

Si, como sostienen Deleuze y Guattari (1997), “hay territorio desde el momento en que hay expresividad de ritmo” (citados en Álvarez, 2014: p. 4), esto quiere decir entonces que el territorio es una entidad más compleja que la simple expresión a gran escala del espacio físico donde existe lo urbano y que, siendo más propio de la teoría urbana, no abarca las dimensiones entendidas por otros campos como la filosofía y la geografía: el ritmo entre las diversas heterogeneidades como forma de expresión necesaria para que se dé un territorio.

El territorio entonces puede ser conjugado también en otras formas, por ejemplo la territorialidad o la territorialización, que aluden a procesos atribuidos a criterios de relación, arraigo y pertenencia donde la vida encuentra su expresión metafísica.

Los procesos generadores de estructura: de Deleuze a De Landa

Un tema de interés radica, en términos generales, en los procesos de generación de estructura que se dan en el espacio urbano, producto de dinámicas complejas donde se entrecruzan tanto los procesos de tipo lineal más tendientes a la producción de estructuras jerarquizantes, es decir, estratificadas, con aquellos de tipo no lineal, de carácter cíclico y tendientes a la homogeneización.

En tal sentido, la explicación de estos procesos implica un abordaje como el que efectúa De Landa (2011), donde se ponen de relieve los procesos de autoorganización de materia y energía en su interacción con las poblaciones y las actividades humanas que, para nuestro caso —y como venimos insistiendo—, corresponden a la sociedad como sistema. Los resultados de estas interacciones son estructuras sociales que cambian de manera constante, como las ciudades, las economías, las tecnologías y los lenguajes.

Esto implicaría no caer en un reduccionismo sobre las nociones del progreso y, quizá algo más importante, de algún tipo de determinismo en la realización de las formas urbanas, institucionales y tecnológicas. La primera aclaración que realiza el autor tiene que ver con la explicación de la conducta humana en el hecho de la introducción de “entidades intencionales irreductibles, como las creencias y los deseos individuales, dado que tanto las preferencias como las expectativas sirven de guía y motivación para las decisiones humanas”. La segunda aclaración pretende dejar en claro que, en ciertos casos, las decisiones que los seres humanos toman están determinadas por el papel y la posición que ocupan en una organización jerárquica, o bien son llevadas a coincidir con las metas impuestas por dicha organización.

Por lo tanto, lo que importa en este caso son “las consecuencias colectivas no intencionales de las decisiones intencionales”, y es allí donde ocurre la generación espontánea de estructura (De Landa, 2011: pp. 14-15). El ejemplo que ilustra estos procesos es el de cualquier institución social, por ejemplo la de los mercados precapitalistas, que “surge espontáneamente de la interacción de la toma de decisiones descentralizada”, en la que ciertas entidades colectivas surgen de la “relación de muchos compradores y vendedores sin necesidad de coordinación central” (De Landa, 2011: p. 15). Esto que llamamos emergencia es explicado de la siguiente manera por De Landa (2011: p. 21):

[…] son meras acumulaciones de diferentes tipos de materiales, acumulaciones en las que cada capa sucesiva no forma un mundo encerrado en sí mismo, sino por el contrario, se resuelve en coexistencias e interacciones de distintos tipos. Además, cada una de las capas acumuladas es animada desde dentro por procesos de autoorganización que son comunes a todas las capas […] La realidad es un flujo continuo de materia y energía experimentando transiciones críticas (emergencias) y en las que cada nueva capa de material acumulado enriquece la reserva de dinámicas y combinatorias no lineales disponibles para la generación de nuevas estructuras y procesos.

Lo que existe detrás de esta explicación es la teoría propuesta por Deleuze y Guattari, a la que denominan máquina abstracta de estratificación, la cual es el modo en que estos diagramas técnicos actúan para producir ordenamientos. En realidad lo anterior es un esquema que explica la aparición de los estratos y las jerarquías por un mecanismo de doble operación: repartición y consolidación, las cuales sirven para describir tanto el mundo de la geología como los mundos biológicos y sociales. En el caso de las clases sociales podemos hablar de estratificación social cuando una determinada sociedad posee cierto grado de variación en sus funciones sociales de manera diferenciada y cuando su acceso no es simétrico para todos los individuos, pero sobre todo cuando un subconjunto de estas funciones —por ejemplo, aquellas a las que accede la clase dirigente— “implica el control del flujo de recursos energéticos y materiales” (Deleuze y Guattari, 1984, citados en Harvey, 2012: p. 73).

El proceso del que hablamos se puede resumir de la siguiente manera:

  1. Colección de materiales heterogéneos en bruto (piedras, genes o funciones).
  2. Homogeneización por medio de una operación de repartición.
  3. Consolidación de agrupamientos uniformes, resultantes en un estado de mayor permanencia (Deleuze y Guattari, 1984, citados en Harvey, 2012: p. 75).

Ya se han expuesto en lo precedente las implicaciones que el territorio tiene como lugar de disputas por el tipo de ordenamiento entre el sistema social y la técnica como instrumento del poder para implantar una racionalidad práctica acorde con sus intereses. Pero existe un segundo diagrama en la explicación de los procesos de generación de estructura: los embonajes heterogéneos. En este caso se trata de operaciones más complejas pero que ya no tienden a la estratificación y jerarquización sino más bien a la unión y articulación de elementos heterogéneos. Si bien su funcionamiento es similar al anterior proceso, este último implica la necesaria intervención de elementos intercalarios que puedan vincular otros dos elementos como si fuesen catalizadores y, por lo tanto, lograr la unión de dos heterogeneidades para producir una homogeneidad superiormente estable, con lo cual se constituye el embonaje heterogéneo. Para ello el ambiente o contexto juega su papel como factor de proscripción (qué no hacer) más que de prescripción (qué hacer), ya que, para que la nueva estructura embonada vuelva a producir nuevas relaciones, debe necesariamente hacerlo por intermediación de un contexto con el cual disputar las nuevas perturbaciones.

El proceso del que hablamos se puede resumir de la siguiente manera:

  1. Un conjunto de elementos heterogéneos “es unido por medio de una articulación de superimposiciones, es decir, una interconexión de elementos diversos pero traslapados” por su complementariedad funcional.
  2. La operación de “elementos intercalarios” que, al insertarse entre dos componentes heterogéneos, sean capaces de afectar dichas interconexiones (catalizadores) a fin de facilitar su unión.
  3. Las heterogeneidades así vinculadas “deben ser capaces de generar endógenamente patrones estables de comportamiento”, por ejemplo los “patrones rítmicos” (Deleuze y Guattari, 1984: p. 77).

La aplicación de este proceso puede darse en la explicación que De Landa hace de la aparición y funcionamiento de los mercados en las poblaciones pequeñas como un tipo concreto de embonaje cultural. En muchas culturas los mercados semanales han sido el lugar tradicional de encuentro para gente con necesidades heterogéneas. La conexión de gente con necesidades y demandas complementarias es una operación que se produce de forma automática por intermediación del precio, ya que transmite la información acerca de la oferta y la demanda y crea el incentivo necesario para comprar y vender. Si bien aquí podría aparecer algún tipo de jerarquía que tienda a dominar la relación oferta-demanda de manera centralizada, los mercados evitan que pueda quedar monopolizada la manipulación de los precios.

En ausencia de esa manipulación, el dinero viene a funcionar como elemento intercalario: con el simple mecanismo del trueque, la posibilidad de conectar dos demandas complementarias al azar es muy baja; con la aparición del dinero, dichos encuentros azarosos se tornan innecesarios y las demandas complementarias pueden encontrarse a distancia. Por último, los mercados pueden alcanzar estados endógenos estables en su funcionamiento, particularmente cuando las poblaciones comerciales forman circuitos mercantiles, como puede observarse en el comportamiento cíclico de sus precios (Deleuze y Guattari, 1984, citados en Harvey, 2012: pp. 79-81). Estos procesos de generación de estructura explicarían para nosotros la doble acción desplegada en el espacio urbano por parte de las organizaciones jerárquicas, como el capital y las regulaciones puestas al servicio de una racionalidad práctica (tekné), que, gobernada por un objetivo consciente —como explicaba Foucault—, intenta imponer como lógica hegemónica el sistema social.

Cabe mencionar que en la realidad siempre es posible encontrar combinaciones de embonajes y jerarquías o de estratos y agregados autoconsistentes, como es el caso de las sociedades capitalistas, cuyas unidades económicas son generalmente firmas de negocios —lo que constituye en sí mismo una organización jerárquica—, pero que hacen una utilización muy modesta de los mercados para su funcionamiento interno. Por el contrario, las sociedades de corte socialista hacen uso de los precios del mercado para reforzar así el control jerárquico y obtener de esa manera una mejor coordinación interindustrial. Sin embargo, como bien afirma De Landa, “mientras los mercados figuran de manera prominente en la coordinación de las actividades económicas en los países capitalistas, las organizaciones jerárquicas juegan un papel mayor en los países socialistas” (Deleuze y Guattari, 1984, citados en Harvey, 2012: p. 81).

El territorio: espacio de acumulación / espacio de disputas

El territorio es una sucesión de estructuras localizadas de materia y función que, al relacionarse entre sí por medio de las acciones que los individuos y el sistema social en su conjunto generan, producen tipos de lenguaje —estructuras morfológicas— tendientes a reproducir sus condiciones de origen o bien irrumpir en estados organizativos nuevos. Toda irrupción o perturbación —como le denominaba Luhmann— es una posibilidad latente en el contexto de tales relaciones y es el motivo de las principales disputas por el poder entre las hegemonías y el conjunto del sistema social. El contexto físico, el escenario de tales disputas, es una estructura precedente de lenguaje que se legitima per se en tanto que existe porque existe la forma, pero no siempre existe el acto comunicativo, la ligazón que permite significar tales estructuras. Como parte de esa puja, el capital tiende a operar el territorio con el objeto de descentralizar las relaciones comunicativas, atomizándolas para, de esa manera, dislocar la relación espacio-temporal y controlar así el acto comunicativo (figura 1).

Figura 1. Las relaciones entre sistema social y diagrama técnico con el territorio

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El capitalismo es una poderosa máquina de subjetivación y de generación de nuevas, constantes e infinitas producciones de diferencia, aquellas necesarias para establecer el lazo comunicativo que exigía Luhmann como posibilidad para evolucionar la sociedad como sistema, es decir, su diferencia respecto del entorno, del interior-exterior.

Siguiendo esta pendiente, la “terrorífica máquina” abstracta que es el capitalismo es puesta al servicio siempre que se necesite para perturbar al sistema cada vez que aparezca una disrupción amenazante a la homogeneidad funcional de sus pretensiones, la cual absorberá o eliminará por el vehículo de la producción de la diferencia, esto es, un contraste que lo diferencie del resto para luego reposicionarlo (territorializarlo) en un esquema ya generado por la nueva “tradición institucionalizada”, como explicaba De Landa (2011).

Ahora bien, si atendemos a lo que Luhmann teorizaba sobre el aumento de complejidad de sentido dentro del sistema a partir del tipo de perturbación de que se trate, podemos inferir que el sistema selecciona el modo y el tipo de comunicación para reconducir el sentido que debe tener esa diferencia: o la extingue por medio de una negación que pueda ser teleológica, o bien la ritualiza para convertirla en parte de su historia, de su “necesaria” historia. Éste es el elemento de preocupación que Deleuze y Guattari (1997) desarrollaron en su teoría al hablar de esquizofrenia para referirse al capitalismo, ya que su acción está siempre basada en la territorialización y reterritorialización constante a los efectos de ofrecer siempre una alternativa inmediata para cada posible amenaza discordante y heterogénea que pueda emerger, ya sea para territorializarla en su ámbito o para eliminarla.

Si, como afirma Harvey (2012: pp. 228-229), “el avance científico, técnico, burocrático, es vital para el progreso de la producción y el consumo capitalistas, entonces los cambios en nuestro aparato conceptual —incluso las representaciones del espacio y el tiempo— pueden tener consecuencias materiales para el ordenamiento de la vida diaria”; y ya en consonancia con lo teorizado por Foucault, el autor insiste en la necesidad de pensar el espacio como un “sistema de contenedores del poder social” que el capital y sus acumulaciones continuamente intentan deconstruir mediante el reordenamiento de sus arraigos físicos, de “sus bases geográficas”. Es por tales ordenamientos —continúa afirmando— que se dan las disputas por reconstituir las relaciones de poder y la misma razón de “por qué el capitalismo está reterritorializando constantemente con una mano lo que desterritorializa con la otra” (Deleuze y Guattari, 1984, citados en Harvey, 2012: p. 264).

Si ahora es más claro para nosotros que el emplazamiento técnico al que nos hemos referido constantemente es, en definitiva, la cristalización de esos ordenamientos, podríamos explicar, por el tipo de manifestaciones en el espacio urbano, no sólo las características de las perturbaciones que han entrado en el juego de la disputa de poder entre sistema social y las hegemonías del control político-económico, sino también el grado de tales alteraciones y la forma resultante de los mecanismos de territorialización (complejidad de la estructura organizada), ya sean del capital (homogeneización) o del sistema social (heterogeneización), es decir, su agenciamiento. Si el espacio urbano es la arena de esas disputas, y si sus dinámicas actuales tienden a la dispersión y desconcentración de sus múltiples afectaciones, quiere decir que un posible contra-emplazamiento lo debería ofrecer la arquitectura como estructuradora y organizadora del lenguaje que el sistema social necesita para establecer su comunicación con base en sus intereses de sentido, de la compleja urdimbre que implica su acción en la organización de su localización y de su trascendencia matérica y relacional con el sistema social.

Álvarez Pedrosian y Blanco Latierro (2013) definen claramente lo que queremos expresar:

[…] más que el territorio, la tierra y la territorialización, lo que está en disputa es dicha materialidad como entidad. Sigue existiendo espacialidad también en el ciberespacio, en las formas deslocalizadas y en red del Capitalismo transnacional y en otras formas y temáticas abordadas por los estudios que supuestamente caen en el mito de la desterritorialización. Pero para ello hay que asumir el rol integral de los análisis de los procesos de subjetivación frente a las demás cuestiones relativas a los fenómenos humanos, donde la composición de existencia sea el problema que articula los demás problemas y/o la forma de plantearlos (Álvarez y Blanco, 2013: p. 8).

Estas acciones de captación y retroalimentación de materia a la espera de ser significadas por el sistema social son lo que deviene reposicionamiento o relocalización del sujeto en el territorio por causa de la materia, frente a la dislocación que plantea el capital. La técnica es materia racionalizada por su función; es una estructura lingüística ya decodificada, ya simbolizada por sus efectos. Es la latencia del sentido, es decir, del Ser (Cassirer, 2003a y 2003b). La arquitectura como objeto de la técnica puede colaborar en esa relación porque ella es parte constitutiva del territorio. Su estatus técnico y su emplazamiento son dos propiedades que la vinculan de dos maneras diversas al territorio de los sujetos en estructuras de tipo funcional-comunicativa, lo que para Luhmann se correspondía con el acoplamiento estructural.

La técnica y su narrativa como vehículo de ordenamiento

Por lo expuesto precedentemente, estamos en condiciones de afirmar que la técnica es un código cerrado de lineamientos que ordenan funciones para regular acciones y que tienden a la racionalización por medio de la homogeneización práctica de sus ordenamientos. Pero lo cierto es que, en cuanto a esta racionalidad práctica, ya anunciada por Foucault (1982), Lyotard (1984), De Solá Morales (1998), Fernández (2005), Vattimo (2007), Morin (2009), De Landa y Montaner (2011), entre otros tantos autores, a pesar de sus variantes teóricas y metafísicas que explican su razón de ser, desde que el ser humano se desvinculó de la tierra, del topos que explicaba su existencia por medio de la técnica —la herramienta como vehículo de racionalización y estandarización—, hizo falta el lenguaje que explicara tal disrupción.

El lenguaje de la técnica es probablemente la diferencia, la misma que antaño había separado al hombre de la tierra por medio de la herramienta (y mediante ella la evolución y la perfección para la acción); por lo tanto, si para la era preindustrial la técnica era la acción que marcaba la diferencia en la era posindustrial, la técnica es la diferencia que marca la acción, y esa acción es finalmente el lenguaje de la técnica. Si entonces la diferencia es acción, nuestra tarea queda condicionada a la búsqueda de las diferencias que Luhmann caracterizaba entre individuo y contexto:

Los individuos actúan en un contexto donde lo importante es saber si y hasta qué punto la acción ha de ser atribuida al individuo o al contexto. Según su punto de vista, no hay que observar a los individuos actuando en su contexto sino al proceso de atribución mismo. Las acciones no son datos últimos que aparezcan como elementos empíricamente incuestionables sino sólo artificios atributivos producidos por la sociedad (Luhmann, 1988: p. 10).

La narrativa de la técnica asume, como ya hemos visto, un papel decisivo en la conformación del territorio por la forma que adquieren sus ordenamientos, es decir, el lenguaje desplegado a partir de su estructuración y organización, toda una axiomática de la acción. Manuel Delgado (2007b: p. 248) sostiene que los territorios han sido generados y ordenados para permitir su lectura y, por lo tanto, por extensión, su control. Realizando una diferenciación semántica, afirma que el espacio urbano, en cambio, no puede ser leído, ya que es “una pura potencialidad” y no constituye una forma discursiva (narrativa). En él se condensa la oportunidad abierta de juntar, de aglutinar las acciones y articulaciones sociales que lo posibilitan y le dan sentido de existencia a partir de que alguien lo organice en la acción misma de las prácticas como el momento exclusivo de su reconocimiento. Es la materia prima “inconcebible” sobre la que operan las fuerzas de lo social y es la hoja en blanco donde el capital escribe su discurso en su preocupación por la hegemónica acción narrativa, que se traduce en el espacio urbano en todo tipo de iniciativas urbanísticas que pretenden normalizarlo por la vía de la arquitecturización, para forzarlo a “asumir esquematizaciones provistas desde el diseño urbano, siempre a partir del presupuesto de que la calle y la plaza son —deben ser— textos que vehiculan un único discurso” (Delgado, 2004: pp. 7-12).

Frente al texto unitario que pretende imponer la acción hegemónica, se desencadenan como reacción diferentes tipos de apropiaciones “microbianas” y “tumultuosas” que, como bien sabemos, son “fagocitadas” por el proceso de normalización llevado adelante por la técnica. Descubrir este tipo de agrupamientos que se puedan estar dando en el espacio urbano es también atender a cuestiones de posicionamiento de los cuerpos y sus coreografías. Lindon (2009) es quien atiende exclusivamente la cuestión del cuerpo como entidad física constituyente de una escena que se construye no sólo por las tramas relacionales y sus resultados físicos —lo que comúnmente la teoría social llama producción social del espacio—, sino también como protagonistas a partir de la corporeidad y la emocionalidad. Efectuando una crítica a la teoría social, que, partiendo de la visión estructuralista de una concepción cultural superorgánica, analizaba la producción del espacio de manera estructural por vía de la construcción espacial o bien por medio de la acción, la autora insiste así en una analítica transversal de los fenómenos socioespaciales basada en una visión de lo “próximo en sus conexiones distantes, captadas analíticamente a través de la interescalaridad” (Lindon, 2009: p. 6).

Justamente, basándose en los reclamos acerca del ser del cuerpo, Lindon insiste en voltear a la corporeidad que también han abandonado tanto la geografía urbana como los estudios urbanos en general por su preocupación por el espacio, por lo espacial. Este giro espacial que han tenido estas disciplinas en las últimas décadas ha venido escindido de la relación que para esto podía tener el sujeto —si se lo incorporaba, era como sinónimo de la acción social—. En consonancia con este reclamo, Lindon hace referencia, por una parte, a la geografía francófona, que, en manos de autores como Hervé Gumuchian, ha puesto en el centro de sus propuestas teóricas al sujeto en tanto que actor territorializado y en la que se integra la teoría social en su análisis territorial; por otra parte, a la geografía anglosajona, que ha venido utilizando la metáfora de las coreografías, en la que se articula de manera muy fértil la corporeidad del sujeto en su estar en el espacio con las formas de su apropiación (Lindón, 2009: pp. 9-10).

Por lo tanto, se adquiere una trascendencia para el mero hecho de la producción estática del espacio social como algo ya concretado y se refuerza la noción de corporeidad, la condición espacial del cuerpo y el concepto de embodied como el sujeto espacializado o el actor territorializado como motor de la vida social. Es así como la autora utiliza el término de sujeto cuerpo para referirse a las prácticas de este actor territorializado en sus múltiples puestas en escena, ya que “toda práctica espacial es posible y se concreta a partir de la corporeidad y la motricidad que le es inherente […] en ellas, la corporeidad no sólo es constitutiva del actor (y en consecuencia de su actuar), también es una forma de espacialidad. Así, al concebir al sujeto como habitante, la dimensión espacial primera y eminente es la corporal” (Lindon, 2009: p. 12).

Pero es cierto también que los análisis relativos al sujeto, sus prácticas y la corporeidad quedan confinados a un nivel performativo producto del cuerpo y el hacer; sin embargo, para la autora deben incorporarse otros elementos —que están siendo incorporados ya por los estudios cualitativos en torno a los significados— relativos al hacer o ejecutar propios de la dinámica del actuar y cuyas prácticas expresan la intencionalidad, las metas y las formas de resolver lo cotidiano por la vía del significado, de “modo tal que las prácticas espaciales, los significados, las emociones y la afectividad integran una trama compleja que se extiende experiencialmente, y dentro de la cual se desarrolla la biografía de los sujetos” (Lindón, 2009: p. 13). A esto le denomina el sujeto sentimiento.

Quizá convenga retomar la metáfora del pliegue de Deleuze cuando sostiene que “la subjetividad no es individual, es una producción colectiva que surge del entramado relacional y su contexto social e histórico: es un pliegue del afuera que conforma un adentro” (citado en Álvarez y Blanco, 2013: p. 9). En este punto es importante el carácter que pueda adquirir el espacio físico como topografía y no tanto como geografía, ya que si, como hemos confirmado, la cuestión del límite entre el interior del sistema y el exterior del entorno es la grieta por donde se escurre la constitución del sentido, esto quiere decir, probablemente, que las dimensiones que relacionan ambos términos son las dimensiones del lugar donde se inscriben los ritmos de la identidad o la arritmia de la diferencia.

De lo topográfico de la diferencia

Si tanto Le Breton (1995) como Delgado (2013) y Lindon (2009), en estos casos, ponen el acento en el cuerpo como presencia en el espacio, y si el espacio es el lugar donde las prácticas siempre se tiñen de significados, emociones y afectividad, una posible mirada que incorpore las relaciones de esos cuerpos (sujeto cuerpo) y esas intenciones (sujeto sentimiento) puede venir condicionada por las microsituaciones. Lindon (2009) se refiere a esto cuando explica la propiedad holográfica de toda microsituación, ya que contiene pistas que “al ser develadas por medio del microanálisis, dan cuenta de distintos tipos de procesos de producción / reproducción socioespacial que se desarrollan en la ciudad y que pueden estar indicando horizontes hacia los que se orienta la ciudad y la vida urbana” (Lindon, 2009: p. 14). Los actores reproducen de esa manera los códigos de comportamiento o de interpretación provenientes de otros lugares y tiempos, que a su vez son códigos recreados por vehículo del diálogo o la confrontación con otros lugares y tiempos de los que han sido parte.

Esto refleja la necesidad de que estas microsituaciones a las que se refiere sean también abordadas por una perspectiva topográfica capaz de analizar las posiciones, los desplazamientos, las relaciones de proximidad y límite que los actores territorializados protagonizan al disputar la construcción narrativa a la territorialización cada vez más líquida que propone el capital.

Esta perspectiva es reclamada por Jeff Malpas (2015), filósofo australiano de gran influencia en la actualidad por su teorización sobre la significación filosófica del concepto de lugar, quien posiciona como eje de sus preocupaciones la diferenciación del llamado giro espacial que se ha venido advirtiendo en las distintas disciplinas sociales. Contrapone así la idea de que la identidad humana “puede concretarse espacial y topográficamente, pero no estar conformada por el espacio y el lugar. En vez de esto, el espacio y el lugar son asumidos desde estas posturas meramente como ámbitos en los que la propia construcción de la identidad opera, y opera, por tanto, para construir la articulación espacial y topográfica de la identidad” (Malpas, 2015: p. 214). Lo que no ha sido reconocido oportunamente por el giro espacial es el sentido en que el espacio y el lugar sustentan la posibilidad misma de la propia construcción social, y no se ha dado porque justamente se ha ignorado la naturaleza del espacio y el lugar con independencia de su carácter socialmente construido.

Lo que nos interesa de todo esto es la cuestión de las formas y las estructuras topográficas y espacio-temporales como manifestación de la acción humana, cuestión que Malpas relaciona para abordar su comprensión, es decir, “con maneras que están condicionadas fundamentalmente por lo topográfico. Esto significa que los rasgos básicos del análisis topográfico (el lugar como limitación y base, abierto y dinámico, relacional y superficial) son directamente relevantes también para el análisis de lo humano” (Malpas, 2015: p. 217). Interesan, pues, las nociones de regionalidad propias de este tipo de pensamiento, donde lo relacional de los eventos se halla condicionado sólo dentro de ciertos límites y no de manera ramificada e infinita. La relacionalidad de las acciones se da dentro de ciertos límites que el autor denomina superficialidad, y ésta se puede reconocer por sus rasgos topográficos y por el lugar que unifica, diferencia y, por ello, constituye y determina. El límite, entonces, se convierte en “algo esencialmente productivo, más que algo meramente restrictivo” y, por lo tanto, esa “naturaleza productiva del límite” es también algo que concierne a la noción de lugar, ya que a partir del límite se puede determinar su condición finita y singular (Malpas, 2015: p. 220).

Todas estas nociones conforman el cuerpo de las principales preocupaciones por vincular las acciones del sistema social con su contexto e intentar comprender si el proyecto de la técnica que se encuentra detrás de las formas contemporáneas del capitalismo burocrático y corporativo —y que sigue siendo un proyecto moderno— utiliza su retórica espacializada, sus constantes territorializaciones y su lenguaje de redes, conectividades y flujos para destruir los límites que preservan el lugar de la identidad. La cuestión es ver, ahora, cómo el límite y la delimitación son una posibilidad para la diferencia de sentido.

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