I. La agricultura toda una tradición
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I. La agricultura toda una tradición
Agricultura antigua
A finales del siglo pasado, una considerable proporción de las tierras cultivables en todo el mundo aún empleaba métodos tradicionales de subsistencia, especialmente en los países en desarrollo. Este tipo de agricultura ha experimentado los beneficios del desarrollo genético, social, económico y cultural, y se ha adaptado a las condiciones de su entorno más inmediato. En consecuencia, los agricultores del siglo xxi se enfrentan a un sistema agrícola complejo que, a lo largo de muchas generaciones y civilizaciones, les ha permitido sobrevivir en condiciones geográficas, culturales, políticas, económicas, sociales y ambientales adversas, dependiendo en gran medida de la fuerza humana y animal, así como de la tecnología mecanizada primitiva (Murrieta et al., 2008; Canepelle et al., 2018).
En este sentido, los agricultores tradicionales han adoptado prácticas que son efectivas a largo plazo y utilizan recursos locales como estiércol, fertilizantes, compost, agua, semillas, insecticidas, minerales y trabajo humano, entre otros. Estas prácticas no buscan simplemente la productividad de un solo cultivo, sino que emplean estrategias para conservar y diversificar sus cultivos, valorando la totalidad del agroecosistema a través de labranzas típica, acolchados vegetales, sistemas de siembra asociados y rotaciones de cultivos (Murrieta, 2001; Arruda, 1999).
La producción agrícola se enfrenta a múltiples obstáculos para lograr una cosecha exitosa y garantizar la seguridad alimentaria. En un agroecosistema, se deben enfrentar problemas como el anegamiento del terreno, suelos pesados o arcillosos, baja fertilidad del suelo, sequías, granizo, heladas, plagas, enfermedades, malezas, calidad de la semilla, manejo del cultivo, nutrición, riego, clima, precipitación, tormentas eléctricas, humedad del ambiente y almacenamiento de las cosechas, entre otros factores que limitan el equilibrio del sistema productivo (Pereira et al., 2008).
Los pueblos originarios de América y de todo el mundo han aprendido a lidiar con estas adversidades, desarrollando una agricultura adaptada a las peores condiciones ambientales. Han forjado estrategias de continuidad, diversidad, uso óptimo del espacio, manejo de recursos, reciclaje de nutrientes, conservación del agua, protección y rotación de cultivos que han favorecido los agrosistemas tradicionales a lo largo del tiempo (Ferreira et al., 2022; Trigueros-Vazquez et al., 2023).
En cuanto al reciclaje de nutrientes, los agricultores tradicionales controlan la fertilidad del suelo mediante ciclos cerrados de nutrientes, energía, agua y desechos. Utilizan biofertilizantes, lombricompostas, compost, bocashi, caldos fermentados, lixiviados de guano y recolección de desechos para enriquecer el suelo. Los nutrientes y fertilizantes provienen del ganado y animales domésticos, así como de los terrenos forestales y residuos de cultivos. En ocasiones, también utilizan guano de aves marinas o murciélagos (Khadse y Rosset, 2021).
Para conservar el agua, los agricultores tradicionales han desarrollado sistemas integrados de agricultura y acuicultura, como las chinampas de Xochimilco en la Ciudad de México o los arrozales llenos de peces en China e India. Además, han desarrollado estrategias locales para recolectar agua, como el uso de tendederos con manta de cielo en el desierto de Atacama en Chile, y la recolección de agua de cuencas, riberas de ríos, arroyos y acequias cuando la geografía lo permite (Rodríguez-Sánchez et al., 2020).
En cuanto a la protección y rotación de cultivos, los agricultores tradicionales han creado diversas estrategias para controlar los organismos no deseados. Utilizan mezclas de cultivos, combinaciones de variedades y prácticas de cultivo como la aplicación de mulch (capa de restos de plantas o materia orgánica para cubrir el suelo) o cubiertas vegetales, nutrición orgánica, sobresiembras, épocas de siembra anticipadas, uso de variedades de plantas resistentes y repelentes. Estas estrategias reducen la presencia de plagas, enfermedades y malezas, minimizando la necesidad de controlarlos de manera intensiva con compuestos químicos (Ferreira y Coelho, 2015).
Con todo esto, los agricultores tradicionales han desarrollado prácticas agrícolas efectivas a largo plazo, adaptadas a las condiciones adversas de su entorno. Estas prácticas se basan en la conservación y diversificación de los cultivos, el reciclaje de nutrientes, la conservación del agua y la protección y rotación de cultivos. Estos procesos han favorecido la sostenibilidad de los agrosistemas tradicionales a lo largo del tiempo, permitiendo a las comunidades rurales enfrentar los desafíos y garantizar su subsistencia (Jayasinghe, 2014; Breitenbach, 2018; Adhikari et al., 2017; D’Annolfo et al., 2017; Garibaldi et al., 2017).
Generalmente, una cosecha abundante de cultivos y árboles con diferentes hábitos de crecimiento, doseles y estructuras radiculares permiten un mejor uso del espacio, nutrientes, del agua y la radiación solar. Además, incrementa la variedad de alimentos, reduce el riesgo de su carencia y promueve la fertilidad del suelo a través de la fijación del nitrógeno, desbloqueo de fósforo, potasio y micronutrientes que mantienen y equilibran las relaciones parásito-huésped y depredador-presa en beneficio del agricultor tradicional (Ren et al., 2018).
La agricultura tradicional ha enfrentado desafíos a lo largo de la historia. Por ejemplo, el exterminio que hicieron los españoles a los cientos de grupos minoritarios indígenas en el continente americano provocó que migraran a zonas marginales y montañosas, lo que limitó el espacio disponible para establecer cultivos. Sin embargo, los indígenas lograron adaptarse a estas condiciones adversas y desarrollaron técnicas agrícolas innovadoras, como el cultivo en terrazas en las montañas o el diseño de sistemas de captación de agua en zonas de sequía.
La gestión de la diversidad cultural es otro legado importante de los grupos indígenas. El policultivo (una estrategia tradicional que promueve la diversidad dietética y la producción estabilizada) ha demostrado ser más productivo en términos de rendimiento total por hectárea en comparación con el monocultivo. Estudios han demostrado que el policultivo aumenta la estabilidad de los rendimientos y reduce la incidencia de plagas, lo que contribuye a la seguridad alimentaria (Baumgärtner y Quaas, 2010). Además, el policultivo fomenta la agrobiodiversidad al promover la interacción entre diferentes especies de cultivos y la conservación de variedades locales (Birol et al., 2006).
La conservación de la agrobiodiversidad es fundamental para la sostenibilidad de la agricultura. Los sistemas agrícolas tradicionales han sido reconocidos como importantes reservorios de diversidad genética de cultivos y animales (Ren et al., 2018). Estos sistemas han mantenido una amplia diversidad de recursos genéticos, como variedades locales de cultivos y razas de animales adaptadas a condiciones específicas de cada región. La diversidad genética es importante para la adaptación de los cultivos al cambio climático, la resistencia a enfermedades y plagas, y la mejora de la productividad agrícola de forma natural.
Sin embargo, los desafíos ambientales y socioeconómicos actuales han reducido el atractivo de los sistemas agrícolas tradicionales (como la milpa) para los productores (Zimmerer, 2013). La expansión de la agricultura industrial y la adopción de variedades híbridas, pesticidas y fertilizantes han llevado a la pérdida de diversidad genética y a la disminución de la agrobiodiversidad en muchas regiones (Gindri et al., 2017). Además, los cambios en las políticas agrícolas y la presión económica han llevado a la adopción de prácticas agrícolas intensivas que no promueven la diversidad de cultivos, sino que lo alejan de su curso natural cuando se intensifica la agroindustria (Zimmerer, 2013).
Es necesario actualizar los sistemas de producción agrícola sin perder la agrobiodiversidad. Se han realizado estudios que demuestran que los policultivos, como la combinación de maíz, frijol y calabaza en la milpa, pueden tener un mejor desempeño que los monocultivos en términos de rendimiento (Ren et al., 2018). Además, se ha demostrado que los policultivos orgánicos pueden ser más productivos que los monocultivos convencionales. Sin embargo, es importante tener en cuenta las preferencias y necesidades de los productores al promover prácticas agrícolas sostenibles. Algunos agricultores pueden optar por adoptar variedades híbridas y tecnologías modernas en busca de altos rendimientos, lo que puede afectar la conservación de la agrobiodiversidad.
Entonces, se sobreentiende que los sistemas agrícolas tradicionales han demostrado ser importantes para la conservación de la agrobiodiversidad y la sostenibilidad de la agricultura. Estos sistemas promueven la diversidad de cultivos, la estabilidad de los rendimientos y la resiliencia ante perturbaciones externas (Ren et al., 2018). Sin embargo, los desafíos actuales (como la expansión de la agricultura industrial y los cambios en las políticas agrícolas) han llevado a la disminución de la agrobiodiversidad. Es necesario promover prácticas agrícolas sostenibles que combinen la conservación de la agrobiodiversidad con la mejora de la productividad agrícola y el bienestar de los agricultores.
El policultivo, también conocido como cultivo asociado, presenta claras ventajas en comparación con el monocultivo. En un estudio realizado por Dávalos et al. (2021), se encontró que el establecimiento de leguminosas junto al cultivo principal, como el maíz, ayudó a incrementar el contenido de agua en el suelo y reducir la evaporación, lo que benefició el rendimiento de los cultivos. Otro estudio realizado por Gitari et al. (2018) demostró que el intercultivo de papa y leguminosas también optimizó el rendimiento y los retornos económicos en sistemas de cultivo de secano. Estos resultados respaldan la afirmación de que el policultivo puede aumentar la eficiencia del uso del agua y mejorar los rendimientos en comparación con el monocultivo.
Además de los beneficios en términos de rendimiento, el policultivo también permite la producción de otros productos, como hortalizas y flores de calabaza, calabacines, judías verdes y caña de azúcar, además del maíz (Dávalos et al., 2021). Estos productos adicionales pueden generar ingresos adicionales para los agricultores y diversificar su producción. Con este conocimiento tradicional de los agricultores indígenas se desempeña un papel importante en el policultivo y la agricultura, en general, para recuperar su aplicación.
Según Leyva-Trinidad et al. (2020), las comunidades indígenas de México utilizan miles de especies de plantas, muchas de las cuales tienen fines medicinales y alimenticios. Este conocimiento tradicional se basa en la interacción de las personas con su entorno y se transmite de generación en generación. El conocimiento local del entorno físico (como el clima, la vegetación y la fauna) es valioso para comprender las interrelaciones entre los seres vivos y el medio ambiente, lo que permite el desarrollo de sistemas agrícolas autosuficientes y la seguridad alimentaria.
En cuanto al control de plagas, el policultivo también puede ofrecer ventajas. Parra (2019) destacó la importancia del control biológico en la agricultura brasileña con el uso de métodos de control biológico, como la introducción de insectos benéficos, para reducir la dependencia de los pesticidas químicos y promover un equilibrio natural en los ecosistemas agrícolas. Además, el conocimiento tradicional de los agricultores indígenas sobre los insectos puede ser útil para identificar especies beneficiosas y utilizarlas en el control de plagas de manera sostenible.
Esto señala que el policultivo ofrece claras ventajas en términos de rendimiento, diversificación de productos y control de plagas. Además, el conocimiento tradicional de los agricultores indígenas desempeña un papel importante en el desarrollo de sistemas agrícolas sostenibles y la seguridad alimentaria. El uso de métodos de control biológico y el aprovechamiento de la biodiversidad también son aspectos clave en el policultivo y la agricultura en general. Estos enfoques pueden contribuir a la mitigación de los impactos ambientales y promover la sostenibilidad en la producción agrícola.
El estudio de Posey (1986), sobre la etnoentomología de los indios Kayapo de la Amazonia brasileña, revela un conocimiento detallado de los ciclos de vida de los insectos, su utilización y su manejo. Por ejemplo, se destaca el complejo manejo de las abejas melíferas (Meliponinae) para la producción de miel, lo cual demuestra un profundo conocimiento ecológico de su biología. Además, se resalta el papel de los insectos sociales como modelos naturales de organización social, cuyo comportamiento es respetado simbólicamente en los ritos y rituales de la cultura amazónica.
En el contexto de las etnias mexicanas Tzeltales, Purepechas y Mayas, se han logrado reconocer nuevas especies de plantas, que se suman a la cantidad de información que se ha recabado. Estas etnias han desarrollado estratégicamente patrones alimentarios, agroforestería, policultivo y cuidado de la flora, la fauna, los bosques, el agua y los paisajes, basándose en un complejo sistema de clasificación etnobotánica (Toledo et al., 1985). Estos sistemas han permitido asignar prácticas de producción específicas a cada paisaje y obtener diferentes productos de las plantas a través de estrategias multipropósito.
En México, los indios huastecos administraban campos agrícolas, complejos huertos y bosques que contenían más de 300 especies de plantas (Palier y Surel, 2005). En un área pequeña alrededor de la casa, era usual la siembra en promedio de 80 a 125 cultivos diferentes, incluidas plantas medicinales nativas (Alcorn, 1984). En contraste, en la Isla de Java Occidental, los pekarangan o huertos familiares suelen contener más de 100 especies de plantas útiles diversificadas como materiales de construcción, combustible, árboles frutales, hortalizas, plantas ornamentales, plantas medicinales, especias y cultivos (Christianty et al., 1985).
Los agricultores tradicionales del sur del Estado de México utilizan sus diversos conocimientos para complementar sus necesidades nutricionales y las de su ganado con la flora y fauna silvestres que se encuentran en el valle (Juan et al., 2009). Estos agricultores cultivan plantas de jardín, incluidas plantas ornamentales, frutales, forestales, ceremoniales, comestibles, aromáticas, medicinales y de paisajismo, que también brindan servicios ambientales como la captura de carbono, protección contra el viento, mitigación del clima, reducción de la evaporación, estabilidad del ciclo del agua, entre otros (Palier y Surel, 2005). Además, algunas plantas son fijadoras de nitrógeno, como las leguminosas, betuláceas, casuarináceas y otras.
La elección de variedades de semillas específicas para cada entorno es el primer paso en la práctica agrícola tradicional. Por ejemplo, el cultivo de maíz tradicional en México es el resultado de una rigurosa selección ancestral masiva, al igual que las patatas en las montañas del Perú. Estos procesos permiten superar limitaciones agrícolas, biológicas, ambientales, sociales, culturales y económicas (Palier y Surel, 2005).
Los agroecosistemas tradicionales que aún se encuentran en México y América del Sur son un tesoro de recursos genéticos auténticos para plantas y animales, incluidas semillas para cultivos locales (Nabhan, 1983). Sin embargo, la existencia de estos valiosos recursos genéticos depende de su adecuada protección y uso por parte de los agricultores tradicionales. Para ello, es necesario implementar políticas públicas reales que promuevan la agricultura indígena tradicional, ya que existe el riesgo de que las corporaciones multinacionales se apropien y utilicen indebidamente estos conocimientos únicamente con fines económicos, hasta que sean erradicados (Palier y Surel, 2005).
En la agricultura tradicional, gran variedad de plantas ajenas al cultivo suelen estar presentes, ya que se dejan intencionalmente cerca de los cultivos y se utilizan con fines medicinales, ornamentales, ceremoniales y alimentarios. Entre este tipo de plantas se encuentran los quelites, chivatitos, berros, papas de agua, tréboles, malvas, quintoniles, pericón, nabos, lengua de vaca, toritos, entre muchas otras. El agricultor retiene selectivamente las hierbas que le convienen y utiliza todo lo que produce el sistema agrícola (Chacón, 2009; Gliessman, 2001).
En cuanto al control de plagas, los agricultores tradicionales utilizan la vegetación endémica y distintas plantas con cualidades amargosas, astringentes, picosas, hedorosas y otras de sus localidades para elaborar una diversidad de repelentes. Algunas de estas plantas incluyen el ajo, cebolla, canela, pimienta, mala mujer, hinojo, romero, menta, hierba buena, chile, albahaca, ruda, cempasúchil y crisantemo (Palier y Surel, 2005). Estos repelentes son utilizados contra plagas como pulgones de la lechuga, gusano cogollero del maíz, babosas de la col, diabrótica de la calabaza, conchuela del frijol y otras plagas observadas en los cultivos del Estado de México.
Este conocimiento tradicional de las comunidades indígenas sobre la etnoentomología y la etnobotánica ha permitido un manejo sostenible de los recursos naturales y una diversificación de la producción agrícola. Estos conocimientos han sido transmitidos a lo largo de generaciones y se basan en una estrecha relación con el entorno natural. Sin embargo, es necesario proteger y promover estos conocimientos a través de políticas públicas que valoren y apoyen la agricultura indígena tradicional, evitando la apropiación indebida de estos conocimientos por parte de corporaciones multinacionales.
En Tanzania, África Oriental, los agricultores tradicionales cultivan Tephrosin spp., en los bordes de los campos de maíz. Las hojas de Tephrosin se trituran y el líquido resultante se utiliza para controlar las plagas del maíz. En el estado de Tlaxcala, los agricultores cuidan de sus plantas silvestres de Lupinus en sus campos de maíz. Estas plantas actúan como cultivos trampa para controlar Macrodactylus (también llamado frailecillo), que llegan en grandes cantidades y roen las hojas del maíz, Altieri (1993).
Thurston (1991) realizó un estudio comparativo entre varios elementos de los sistemas agrícolas tradicionales en términos de productividad, sostenibilidad, estabilidad y equidad. Concluyó que el 96% de estos sistemas son sostenibles, el 92% utiliza bajos insumos y el 50% requiere mano de obra externa. Estas prácticas incluyen densidad de cultivos, profundidad de siembra, época de siembra, modificación de la planta y estructura del cultivo, control biológico de patógenos del suelo, quema, barbecho, inundación, manipulación de sombra, acolchado, cultivo en capas o estratos, abono con mulch, siembra de diferentes cultivos, en camas elevadas, rotación de cultivos, elección del campo, labranza, uso de fertilizantes orgánicos y control de malezas (Schroeder y Formiga, 2012).
En el contexto de los sistemas agroforestales tradicionales en México, se ha desarrollado la preservación selectiva de componentes forestales o silvícolas, el manejo de elementos agrícolas, el manejo de animales silvestres y unidades sociales de producción que maximizan las interacciones ecológicas entre los elementos forestales y agrícolas (Moreno-Calles et al., 2013). Estos sistemas agroforestales tradicionales han demostrado ser sostenibles y productivos, utilizando prácticas como la densidad de cultivos, la rotación de cultivos, la labranza, el uso de fertilizantes orgánicos y el control de malezas.
En el cultivo del café, uno de los sistemas agrícolas de gran importancia económica, social y ambiental en Latinoamérica, se han planteado preocupaciones sobre la sostenibilidad a largo plazo y las consecuencias ambientales de la intensificación de los sistemas agrícolas. Sin embargo, los sistemas agroforestales cafetaleros con diferentes intensidades de manejo en Veracruz, México, han demostrado ser una alternativa sostenible y productiva, promoviendo la conservación de los ensambles arbóreos y la provisión de servicios ecosistémicos (Gómez-Martínez et al., 2018).
De ahí que los agricultores tradicionales utilizen diversas prácticas agrícolas sostenibles y basadas en el conocimiento tradicional para controlar plagas, mejorar la productividad y promover la conservación del medio ambiente. Estas prácticas incluyen entre otras cosas, el uso de cultivos trampa, el control biológico de patógenos del suelo, la rotación de cultivos, el uso de fertilizantes orgánicos y el control de malezas. Estos sistemas agrícolas tradicionales han demostrado ser sostenibles, productivos y resilientes frente a los cambios ambientales y sociales. Es importante valorar y promover estos conocimientos y prácticas agrícolas tradicionales para garantizar la seguridad alimentaria y la conservación del medio ambiente.
La agricultura en México
El año 2021 marca el 500 aniversario de la conquista de México por los españoles liderados por Hernán Cortés, y la consiguiente destrucción y saqueo del mundo indígena. También lo es la disminución del conocimiento sobre los sistemas agrícolas, incluidos los sistemas de producción en terrazas, chinampas y milpas. La Nueva España, hoy México, fue un país dedicado principalmente a la minería, la agricultura, la ganadería y el comercio en la primera mitad del siglo xvi. Era el hogar de vastos bosques, recursos hídricos, flora y fauna. Era tierra de maíz, frijol, chiles verdes, calabazas, tomates, aguacates, sorgo, caña de azúcar, agave, amaranto, cacao, papaya, chile poblano, vainilla, salvia y nopales, entre muchas más (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018).
En 1550, la agricultura mexicana era, por un lado, el cultivo tradicional intensivo de maíz, y por el otro, la agricultura española a gran escala operada por animales. Es incuestionable que los conquistadores del Viejo Mundo habían establecido un sistema de distribución agrícola, junto al que introdujeron las haciendas, que dominaron en su esplendor hasta principios del siglo xx, pero también peonías, la merced, la caballería de tierra y comunas indígenas como bien lo señala Saldaña (1983). Está claro que la minería, mediante la extracción de minerales valiosos como el oro, la plata y otros minerales menores como el cobre, el hierro, el carbón y el mercurio, era una industria que dependía en gran medida de la agricultura. Así, durante casi cuatro siglos, la historia agrícola de México permaneció prácticamente sin cambios, con la excepción de exportaciones como el algodón, el tabaco, el cacao y el henequén (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018).
La influencia de la agricultura española en México se extendió por casi cuatro siglos, especialmente a finales del siglo xix, fomentando enormemente el cultivo en el extranjero de cultivos como henequén, cacao, café, algodón, garbanzos, frijoles, aguacates, tomates y un sinfín de cultivos de frutos tropicales cultivados en haciendas, un grande sistema de producción agrícola basado principalmente en tierras de cultivo, trabajo de esclavos y productos agrícolas (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018).
La agricultura indígena sobrevive gracias a que desde la llegada de los españoles se refugian en zonas inhóspitas, inaccesibles del centro, sur y norte del país como los pantanos de Tabasco, las sierras húmedas de Veracruz, las frías tierras de Chihuahua, Durango, Nayarit y Zacatecas, los desiertos de Sonora y Chihuahua. Pero, también, los indígenas fueron siempre la mano de obra esclavizada de los españoles, sometidos a la influencia de la producción agrícola y ganadera europeizante en las haciendas.
Así, la agricultura original del país generó desde entonces un mestizaje cultural en la agricultura. Antes de la independencia de México, el panorama, por todos conocidos de este capítulo de la historia de México en cuanto a la dominación, racismo, exclusión de los derechos humanos y explotación de indígenas y peones, era evidente (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018). Las haciendas eran un conjunto de edificios de gran valor arquitectónico, propiedad de la clase social rica e influyente en la vida social y política; y junto con el rancho, otra unidad de producción agrícola de dimensiones menores a las de la hacienda, eran dependiente de ésta.
Hay un ejemplo muy emblemático de hacienda en el Valle de Toluca, la Gavia, con más de 60 000 hectáreas; producía maíz, trigo, cebada, papa, haba, hortalizas, frutales, pulque, maderas, ganado, obrajes, tenerías, curtidurías, telas de paños, sayales, jergas, curtían pieles y hacían zapatos. Operaban con una organización laboral que categorizaba a los trabajadores como aquellos dedicados a la labranza, los dedicados a la ganadería, los dedicados a la administración y enseñanza, los dedicados a limpieza, comida y cuidado de niños y a las artesanías (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018).
Debemos resaltar que la conquista de México por los españoles en el siglo xvi tuvo un impacto significativo en la agricultura del país. La introducción de sistemas agrícolas españoles, como las haciendas, transformó la manera en que se cultivaban los alimentos y se organizaba la producción agrícola. Sin embargo, la agricultura indígena logró sobrevivir en áreas remotas y se convirtió en una forma de resistencia cultural. La influencia de la agricultura española en México se extendió durante varios siglos y tuvo un impacto duradero en la economía y la sociedad del país. A pesar de los cambios introducidos por los españoles, la agricultura indígena sigue siendo una parte importante de la identidad y la historia de México (Araya y Navarrete-Montalvo, 2018).
A partir de la Ley de Indias, se dictan las formas de apropiación del territorio mexicano, condicionando a los pueblos nativos a que se les proporcionaran extensiones de tierra de cuatro tipos para uso común: el fundo legal, 600 varas a los cuatro vientos, contadas a partir de la iglesia del pueblo, destinadas a solares, casas y corrales, declarado inalienable en 1567. Se estableció en 1573 el ejido, una legua de largo, ubicado en las afueras del pueblo, destinado a pastoreo, leña, piedra y agua. Terrenos propios cultivados colectivamente y cuyos productos se destinaban a los gastos del pueblo, fueron tierras que pertenecieron a los ayuntamientos; y tierras de repartimiento concedidas en 1567 destinadas al cultivo por parte de las familias que formaban la comunidad. A la par de ello, se estableció que los indios no debían recibir agravio en sus personas y bienes, entre esos estaban las aguas y tierras que hubieren estando poseyendo. Se especificó que a los indios se les dejaran sus tierras, heredades y pastos, cuando se otorgaran mercedes de tierra y agua a los españoles. Se emitieron leyes que hablaban de la confirmación de lo que poseían los indios, de proteger los derechos de los indígenas y de repartirles lo necesario para labrar, hacer sus sementeras y crianzas, pero, en la realidad no realizaron nada de eso (Porto-Gonçalves y Leff, 2015).
A partir de lo anterior, se detonó la zonificación y organización del territorio con la llamada urbanización, que orilló a diferenciar entre las tierras agrícolas y las de vivienda, industria y demás usos. Se generó una relación entre la urbanización y el sector agrícola en la periferia de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México, observando que las características de la expansión urbana y las modalidades de la urbanización periférica están relacionadas con los diferentes tipos de propiedad de la tierra y las peculiaridades de la población rural. La relación entre estos elementos ha llevado a identificar el importante papel que desempeñan en la definición de los nuevos rasgos de la urbanización periférica, lo que obliga a reflexionar sobre la complejidad de la interrelación entre lo urbano y lo rural en la periferia metropolitana (Rodríguez, 2002).
Surgió entonces un movimiento de población llamado neorruralidad, como un concepto que apareció en el contexto de los cambios en las formas de vida y trabajo en el campo. Se refiere a la migración de personas de áreas urbanas a áreas rurales en busca de una vida más sostenible y en contacto con la naturaleza. Este fenómeno ha sido objeto de reflexión y análisis, y se ha discutido la construcción de un objeto multidimensional para comprender la neorruralidad en todas sus dimensiones (Trimano, 2019).
Sin embargo, entre otros problemas, se detonó la degradación del suelo. Este es un problema importante en las regiones tropicales húmedas, como la selva Lacandona en Chiapas, México. La ausencia de cobertura arbórea, el pisoteo constante del ganado y la elevada precipitación contribuyen a la degradación del suelo en términos de sus propiedades físicas y químicas. La compactación del suelo por sobrepastoreo es una de las condiciones de degradación más importantes en los bosques y selvas de México. Se estima que aproximadamente el 30% de la superficie total de tierras degradadas en México son tierras compactadas, lo que representa un total de 59 millones de hectáreas (Román-Dañobeytia et al., 2007).
Los cambios en el uso y cobertura del suelo pueden tener impactos significativos en el medio ambiente. En el municipio de Altamira, Pará, Brasil, se han observado grandes transformaciones en la cobertura del suelo, debido al desarrollo intencionado y a la construcción de la Usina Hidrelétrica de Belo Monte. Estos cambios en el uso y cobertura del suelo han sido objeto de estudio para comprender sus impactos y evaluar las alteraciones en el paisaje urbano, pensando que se está introduciendo tecnología que orienta hacia el desarrollo (Silva et al., 2020).
Entre esos y otros movimientos sociales que experimentaron los pueblos conquistados, la etnicidad y la indigenidad son conceptos que han sido objeto de debate y reflexión en América Latina. De lo que se ha discutido si la etnicidad puede reemplazar lo racial y cómo se define y se reconoce la diversidad étnica en estos países. Diversos acuerdos y convenios internacionales han facilitado el reconocimiento de los derechos colectivos sobre la tierra de los pueblos indígenas en las constituciones nacionales. Estas constituciones han abierto un nuevo espacio para el reconocimiento de la diversidad y han establecido una legislación específica basada en una noción particular de indigenidad (Ng’weno, 2013).
La conservación de los bosques nativos es un tema importante en Latino América, pues los bosques son considerados importantes reservorios de carbono y ocupan una gran extensión en los ecosistemas áridos. Estos bosques representan aproximadamente el 18% de las tierras áridas de Argentina. La estructura, distribución y estado de conservación de estos bosques han sido objeto de estudio para comprender su importancia y promover su conservación (fao, 2013).
La reconciliación entre la naturaleza y la cultura es un tema relevante en la conservación del paisaje y los geositios. Diversas sociedades indígenas y actores locales consideran que la naturaleza y la cultura están intrínsecamente vinculadas y no deben ser separadas. En México, los pueblos mayas de Chiapas y Yucatán consideran la tierra y el territorio como “la Madre Tierra”, una dimensión inseparable de su identidad y forma de vida. La protección de los paisajes y los geositios como recursos patrimoniales requiere la participación activa y sustentable de los grupos y comunidades que han sido los guardianes tradicionales de estos valores culturales expresados en el paisaje (Ramírez et al., 2010).
Un ejemplo es el uso y ocupación del suelo en el municipio de Novo Progresso, en el estado de Pará, Brasil, el cual ha sido objeto de estudio para comprender los cambios en el paisaje y evaluar las tasas de crecimiento en ciertos periodos de tiempo. Se han utilizado herramientas como el software qgis para elaborar mapas de localización y clasificación del uso y cobertura del suelo. Estos estudios han permitido evaluar la confiabilidad de la clasificación y analizar las tendencias en el uso del suelo en la región, permitiendo visualizar que los cambios en el territorio modifican el paisaje, pero sobre todo, se crean problemas socioambientales que se visualizan en el agotamiento de recursos y la degradación del ambiente (Rosário et al., 2021).
La geopolítica de la Amazonia ha sido objeto de análisis y reflexión, por ser escenario de presiones y disputas relacionadas con el poder y el control del territorio. La geopolítica ha desempeñado un papel importante en la garantía de la soberanía sobre la Amazonia y en la definición de las políticas y estrategias para su desarrollo. La geopolítica actúa a través del poder de influir en la toma de decisiones sobre el uso del territorio y ha evolucionado para adaptarse a los cambios en las relaciones internacionales y las demandas de los actores involucrados (Becker, 2005).
Este cuidado que ha florecido en las últimas décadas, surge por la valoración de los servicios ecosistémicos por su valor relevante en la ecología y la gestión ambiental. Los servicios ecosistémicos son los beneficios que los ecosistemas proporcionan a los seres humanos, como la provisión de alimentos, agua, regulación del clima y recreación. La valoración de estos servicios y las diferentes estrategias de apropiación generan diferentes posicionamientos y tensiones entre los actores sociales. Estas tensiones pueden dar lugar a disputas socioecológicas y distributivas (Cáceres y Tapella, 2022).
La ordenación territorial y el acceso a la tierra en la Amazonia brasileña han sido objeto de estudio, para comprender los procesos de colonización y los impactos en las formas tradicionales de uso y apropiación del territorio que ocurrió en Améreica Latina. El proyecto de modernización capitalista de la Amazonia ha llevado a la ocupación y transformación del territorio, con grandes emprendimientos en actividades como la agricultura, la ganadería y la minería. Estos proyectos han generado tensiones y conflictos en relación con la subsistencia de las poblaciones locales y los recursos naturales en disputa (Ferreira et al., 2021).
El Chaco boliviano ha sido objeto de estudio para comprender su historia y evolución. Se ha investigado la relación entre los sitios arqueológicos asociados al sistema fluvial Pilcomayo, Paraguay y Paraná, y las fases culturales prehispánicas. Se ha observado que estos sitios forman parte de una corriente continua de comunicación e intercambio entre diferentes culturas. Además, se ha explorado el contacto entre los pueblos indígenas del Chaco y los primeros europeos que llegaron a la región, como el portugués Aleixo García, y se ha analizado la influencia de estos contactos en la configuración de las sociedades indígenas (Arellano, 2014).
El genocidio y el ecocidio en las comunidades indígenas de Colombia han sido objeto de estudio para comprender la erosión de su forma de vida y memoria. Se han identificado las dinámicas que contribuyen a la extinción de las culturas indígenas en Colombia, y se ha establecido una conexión entre estas dinámicas y la ocurrencia simultánea de un ecocidio (Goyes et al., 2021).
La deforestación en la Amazonia brasileña ha sido objeto de estudio para comprender los procesos de colonización y los cambios en el uso del suelo. En el municipio de Apuí, un punto caliente de deforestación en el estado de Amazonas, se han analizado las trayectorias de deforestación a lo largo de 35 años de colonización y cambios en las políticas y la economía. Estos estudios han permitido evaluar las opciones de política y gestión para promover la conservación de la biodiversidad y la producción agrícola (Carrero et al., 2020).
Las desigualdades y los servicios ecosistémicos están estrechamente relacionados en América Latina. Se ha investigado la conexión entre las desigualdades sociales y la provisión y distribución de servicios ecosistémicos en la región. Se ha observado que las desigualdades socioeconómicas y políticas pueden influir en la disponibilidad y acceso a los servicios ecosistémicos, lo que puede generar tensiones y conflictos (Laterra et al., 2019).
Las narrativas de la modernización ecológica han sido objeto de análisis en el Chaco argentino. Se ha evaluado la validez de las suposiciones clave de estas narrativas aplicadas al Chaco argentino, una zona de deforestación intensa. Se ha cuestionado la aplicabilidad de estas teorías desarrolladas originalmente para países desarrollados en contextos de países en desarrollo y se ha analizado su relevancia para comprender y orientar las transiciones socioecológicas (Mastrangelo y Aguiar, 2019).
La ampliación del espacio evaluativo para los servicios ecosistémicos es un tema relevante en la valoración de los servicios ecosistémicos. Se ha propuesto una taxonomía de valores y métodos de valoración para ampliar el espacio evaluativo y tener en cuenta la pluralidad de valores en la evaluación de los servicios ecosistémicos (Arias-Arévalo et al., 2018). La reprimarización de las economías latinoamericanas, en particular en el Cono Sur, ha sido objeto de análisis sobre la cuestión territorial y las tensiones en relación con la tierra, el agua y los bosques en el contexto de la sojización en Argentina. De lo que se ha observado que estas tensiones afectan la subsistencia de las poblaciones que dependen de los recursos naturales en disputa (Manzanal, 2017).
La integración de la conservación de la biodiversidad y la producción agrícola en el Chaco se ha explorado para identificar opciones de política y gestión. Se ha analizado la eficiencia de diferentes sistemas de uso del suelo en términos de la conservación de hábitats avícolas y la productividad agrícola. Se ha observado que existen oportunidades para lograr grandes ganancias en la producción con pequeñas pérdidas en la conservación mediante la transición a sistemas de intensidad media (Mastrangelo y Laterra, 2015).
En México, una de las principales demandas de la Revolución mexicana fue la repartición de la tierra a los agricultores. Por esta razón, se estableció la Comisión Nacional Agraria el 6 de enero de 1915, la cual fue ratificada por la Asamblea Constituyente en 1917. Este sistema fue fortalecido por las Leyes Agrarias de 1934, 1940 y 1942, así como las Leyes de Reforma Agraria de 1971 y 1992, las cuales establecieron tres tipos de propiedad de la tierra: ejido, comunal y pequeña propiedad. Durante los primeros años de la Ley Agraria de 1915, se asignaron pocas tierras, pero fue hasta 1934, durante el Gobierno de Cárdenas, que se promulgaron las disposiciones de la primera Ley Agraria y se impulsó la agricultura. A partir de 1936, se introdujo maquinaria y sistemas de riego modernos bajo la supervisión de la Comisión Nacional de Irrigación.
Después de una crisis agrícola y una disminución en la producción debido a la Segunda Guerra Mundial, México se mantuvo como uno de los líderes en producción agrícola independiente hasta 1965. Durante este tiempo, las haciendas se convirtieron en tierras privadas o ejidos, y la producción de cultivos básicos continuó hasta 1950.
Con el transcurso de los años, se han creado diversas instituciones relacionadas con la producción agrícola en México. Estas incluyen la Aseguradora Agrícola y Ganadera en 1952, Guanomex en 1951, la Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos en 1976 (predecesora de la Secretaría de Agricultura y Fomento de 1917 y la Secretaría de Agricultura y Ganadería de 1946), la Comisión Nacional del Agua en 1992, la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales en 1994, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural en 1994 (que cambió su nombre en 2000 a Secretaría de Agricultura, Ganadería, Desarrollo Rural, Pesca y Alimentación) y finalmente en 2018 se transformó en la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (sader).
Actualmente, existen 5 millones 222 000 pequeños propietarios de tierra en México, en contraste con los 840 poseedores del 97% de la tierra en 1910 (Tijerina, 2017). Sin embargo, la distribución de la tierra y la producción agrícola en México presentan desafíos y problemáticas. Los antiguos hacendados y rancheros de grandes extensiones de tierra se han convertido en empresarios del sector agroalimentario exportador mexicano, junto con las firmas transnacionales.
Por otro lado, muchos ejidatarios han vendido sus tierras, lo que ha llevado a una fragmentación de la tenencia de la tierra. Además, los indígenas han experimentado procesos de urbanización y erosión de su conocimiento ancestral. La producción agrícola en México también depende en gran medida del apoyo económico del Estado. En cuanto al avance científico y tecnológico en el sector agropecuario y forestal, es limitado debido a la falta de apoyo a las universidades encargadas de generarlo, lo que genera un rezago y una dependencia de la ciencia, el comercio y la tecnología agrícola extranjera (Márquez y Morrone, 2022).
Por lo anterior se puede asegurar que la distribución de la tierra y la producción agrícola en México han experimentado cambios significativos a lo largo de la historia. Aunque se han implementado políticas y leyes para promover la distribución equitativa de la tierra, aún persisten desafíos en términos de fragmentación de la tenencia de la tierra, dependencia económica del Estado y falta de avances científicos y tecnológicos en el sector. Estos desafíos requieren una atención continua para lograr un desarrollo agrícola sostenible y equitativo en el país (Tijerina, 2017; Márquez y Morrone, 2022). Logrando la suficiencia alimentaria, disminuyendo también, la importación de alimento transgénico, al que se le modifica su fisiología para acelerar su producción, y que además tiene grandes cantidades de fertilizantes químicos que son dañinos a la salud por su consumo.
Agricultura y enfermedades de las plantas
Es importante hacer énfasis en la incorporación adecuada de nutrientes y materia orgánica en el suelo; es un factor clave en las estrategias agrícolas tradicionales (Sánchez et al., 2010). Esto se debe a que los mecanismos de defensa de las plantas requieren una gran cantidad de energía, lo que garantiza el equilibrio adecuado de nutrientes dentro de la planta. Sin embargo, se debe considerar que los niveles más altos de nutrientes, como el nitrógeno, pueden tener efectos negativos en las plantas. Por ejemplo, altos niveles de nitrógeno en los tejidos vegetales pueden aumentar la susceptibilidad a patógenos biotróficos (Sánchez et al., 2010). Esto se debe a que estos patógenos se alimentan de aminoácidos y azúcares, que son más abundantes en tejidos envejecidos.
Por lo tanto, como agrónomos, debemos tener cuidado con el exceso de nitrógeno en los cultivos. El exceso de nitrógeno, combinado con la deficiencia de azufre, puede reducir el contenido de azúcares reductores y la síntesis de proteínas en las plantas, lo que aumenta los carbohidratos y aminoácidos solubles en las hojas y crea un ambiente propicio para hongos, bacterias y plagas (Sánchez et al., 2010). Es importante mantener un equilibrio adecuado de nutrientes en el suelo para evitar estos problemas.
Además de la nutrición adecuada, existen otras estrategias para el control de enfermedades en los cultivos. Una de ellas es el uso de plantas antagónicas como plantas defensivas y trampas para combatir nematodos. También es importante utilizar semillas limpias o material de propagación sano para eliminar patógenos. El uso de instrumentos esterilizados para cortar el material de crecimiento y evitar la propagación de enfermedades también es una práctica recomendada (Toledo y Barrera-Bassols, 2009).
La densidad de las plantas también puede afectar la aparición y la intensidad de las enfermedades. Las plantas altas generalmente aumentan la incidencia de enfermedades, pero también pueden reducir la incidencia de algunas enfermedades virales (Benito et al., 2014). Por lo tanto, es importante manipular la densidad de las plantas ajustando las proporciones de las plantas y el espacio entre hileras. La profundidad a la que se siembran las semillas y la distribución del material también pueden influir en la aparición y la intensidad de las enfermedades. La plantación poco profunda suele ser una forma eficaz de controlar las enfermedades fúngicas de las raíces, ya que las plantas emergen rápidamente del suelo si no se plantan profundamente.
Los periodos de barbecho también pueden ayudar a reducir las pérdidas por enfermedades de las plantas, especialmente las del sistema radicular. El barbecho es eficaz cuando se combina con la rotación de cultivos (Benito et al., 2014). Además, el fuego y el calor se consideran formas de controlar las enfermedades de las plantas, ya que las altas temperaturas pueden eliminar el inóculo de muchos patógenos. En la agricultura tradicional, las inundaciones también se utilizan para controlar los patógenos de las plantas, como en los arrozales, donde además de los beneficios agrícolas, también juegan un papel fundamental en la reducción de enfermedades del suelo.
La aplicación de mantillo plástico puede reducir la dispersión del suelo debido a la lluvia y reducir las enfermedades de las plantas. Además, afecta el contenido de humedad y la temperatura del suelo, lo que aumenta la actividad de los microorganismos que matan los patógenos de las plantas. También se ha demostrado que los cultivos múltiples (policultivo) utilizando nutrientes orgánicos pueden ayudar a controlar las plagas, enfermedades y malezas en cierta medida, ya que la diversidad vegetal garantiza una mejor protección de la zona de cultivo.
Los sistemas multicapa, que han existido en las regiones tropicales durante siglos, también pueden ser una estrategia útil para el control de enfermedades en los cultivos. La manipulación combinada de la estructura y la sombra de las plantas, junto con el uso de variedades locales y la diversidad de especies en sistemas estratificados, puede ser beneficioso en otras regiones tropicales (Benito et al., 2014).
Además de estas estrategias, los agricultores tradicionales han utilizado diferentes técnicas para controlar enfermedades en los cultivos. Por ejemplo, han hecho un uso extensivo de canteros elevados, canales y otros sistemas durante miles de años. Estos sistemas tienen beneficios como un mejor drenaje e irrigación, mayor fertilidad y supresión de heladas. Plantar plantas en el suelo por encima de la superficie del suelo es una práctica común para controlar enfermedades causadas por patógenos del suelo (Benito et al., 2014).
La rotación de cultivos también es una estrategia importante para el control de enfermedades en los cultivos. Sin embargo, es importante utilizarla con prudencia y adaptarla a las condiciones específicas de cada lugar, ya que el valor de la rotación de cultivos para controlar enfermedades específicas puede variar (Benito et al., 2014).
Es evidente que para el control de enfermedades en los cultivos se requiere una combinación de diferentes estrategias, que incluyen una nutrición adecuada, el uso de plantas antagónicas, la utilización de semillas limpias, el manejo adecuado de instrumentos, la manipulación de la densidad de las plantas, la profundidad de siembra de las semillas, la rotación de cultivos, el uso de periodos de barbecho, el control de la temperatura y el uso de sistemas de cultivo tradicionales. Estas estrategias pueden ayudar a reducir la incidencia y la intensidad de las enfermedades en los cultivos, promoviendo así una agricultura más saludable y sostenible (Grain, 2013).
Mantenimiento de recursos agrícolas
Los agroecosistemas tradicionales son genéticamente diversos e incluyen poblaciones fluctuantes y adaptadas, así como especies silvestres de los cultivos. Los agricultores de los Andes cultivan más de 50 variedades de papa en sus campos y tienen un sistema de clasificación especial para clasificarlas. Los agricultores de Tailandia e Indonesia también cultivan diferentes variedades de arroz que se adaptan a diferentes condiciones ambientales. Hay evidencia de que las taxonomías populares se vuelven más apropiadas cuando las áreas se vuelven marginales y peligrosas. En Perú, por ejemplo, la proporción de variedades nativas de papa aumenta a medida que aumenta la altitud (Toro et al., 2016).
En México, los agricultores todavía permiten que el teocintle permanezca en o cerca de los campos de maíz para que se produzca una hibridación natural cuando el viento poliniza el maíz (Toro et al., 2016). A través de esta conexión continua, se estableció un equilibrio estable entre cultivos, malezas, enfermedades, prácticas culturales y hábitos humanos. El equilibrio es complejo y difícil de cambiar sin alterarlo, lo que puede conducir a la pérdida de recursos genéticos. Por esta razón, el concepto de conservación in situ de muchas especies terrestres nativas y especies silvestres asociadas. La diversidad genética en los agroecosistemas es esencial para la adaptación de la agricultura al cambio climático (Nicholls y Altieri, 2019).
La diversificación agrícola reduce los riesgos y hace que la producción sea más estable. Los sistemas biodiversificados proporcionan beneficios ambientales, como la regulación del agua, la creación de un microclima favorable, la protección del suelo y el mantenimiento de las reservas de carbono. Introducir una mayor diversidad en los agroecosistemas puede servir como un amortiguador frente a los patrones cambiantes de las precipitaciones y la temperatura, y posiblemente permitir revertir las tendencias a la baja de los rendimientos a largo plazo (Nicholls y Altieri, 2019).
La diversidad genética también se encuentra en otros cultivos, como la oca, que tiene diferentes grupos de variedades con diferentes prácticas culturales y propiedades organolépticas (Bradbury y Emshwiller, 2010). Además, se ha encontrado diversidad genética en especies de Metarhizium presentes en agroecosistemas (Ramirez-Milanes et al., 2021). Estos estudios demuestran la importancia de conservar y utilizar la diversidad genética en la agricultura. La diversidad genética no se limita a los cultivos, también se encuentra en otras especies como los monos aulladores de manto en México (Toro et al., 2016). Además, se ha estudiado la diversidad genética en especies de Alouatta en América Central y del Sur, encontrando diferencias en la variabilidad de microsatélites entre las especies (Ruiz-García et al., 2007).
La diversidad genética también se encuentra en especies de arroz, como el arroz rojo, que puede competir con el cultivo de arroz y causar pérdidas en la producción (Ortega y Alvarado, 2012). Además, se ha estudiado la diversidad genética de diferentes genotipos de arroz en Brasil, encontrando diferencias en la capacidad de emitir perfillos y en la respuesta al déficit hídrico (Menezes et al., 2011; Menezes et al., 2012).
La diversidad genética no solo es importante para la adaptación al cambio climático y la producción agrícola, sino también para la conservación de especies nativas y silvestres (Alpala et al., 2020). La conservación in situ de especies terrestres nativas y especies silvestres asociadas se fortalece, según lo refieren, Toro et al. (2016), así como se observa en la conservación de papas nativas en comunidades indígenas en Colombia, encontrando diversidad fenotípica y potencial de adaptación sin explorar, pero de carácter natural (Alpala et al., 2020).
Con todo ello, se puede decir que la diversidad genética en los agroecosistemas es esencial para la adaptación de la agricultura al cambio climático y la conservación de especies nativas y silvestres. Los agricultores tradicionales cultivan una amplia variedad de cultivos adaptados a diferentes condiciones ambientales. La diversidad genética se encuentra en diferentes cultivos, como la papa y el arroz, así como en el maíz y otros cultivos. La conservación in situ de especies terrestres nativas y especies silvestres asociadas es una estrategia importante para mantener la diversidad genética en los agroecosistemas.
Los huertos familiares, una economía de traspatio
El huerto familiar, también conocido como huerta, huerto de traspatio o huerto solar, es una propiedad que incluye una casa adyacente a una zona de cultivo que alberga una variedad de especies vegetales y ganaderas. Este jardín representa las necesidades e intereses de la familia, proporcionando alimentos, forraje, leña, mercancías, materiales de construcción, medicinas y plantas ornamentales a familias y comunidades (Reyes-García et al., 2010). En estos huertos se cultivan árboles comunes que se encuentran en bosques naturales cercanos, como la papaya (Carica papaya), guayaba (Psidium sp.), plátano (Musa spp.), limón (Citrus limon) y naranjo (Citrus aurantium); (Martínez et al., 2020). Además, se cultivan hierbas, arbustos, enredaderas y epífitas nativas y exóticas en áreas con poca luz o sombra (Pérez, 2010).
Los huertos familiares tienen una superficie media que oscila entre 600 y 6,000 metros cuadrados y sus prácticas tradicionales de manejo han contribuido a la cubierta forestal de la península de Yucatán (Reyes-García et al., 2010). Estos huertos son valiosos para la conservación de la biodiversidad y los sistemas culturales (Martínez et al., 2020). Además, se ha encontrado diversidad genética en especies cultivadas en huertos familiares, como las papas nativas, que presentan un potencial de adaptación sin explorar (Alpala et al., 2020).
La diversificación agrícola en los huertos familiares es clave para la adaptación de la agricultura al cambio climático y la seguridad alimentaria. La introducción de una mayor diversidad en los agroecosistemas puede servir como un amortiguador frente a los patrones cambiantes de las precipitaciones y la temperatura, y posiblemente permitir revertir las tendencias a la baja de los rendimientos a largo plazo (Nicholls y Altieri, 2019). Además, los huertos familiares proporcionan diversidad de alimentos y distintos macro y micronutrientes, contribuyendo a la seguridad alimentaria (Kanter et al., 2020).
Se observa el peso que tienen, los huertos familiares son sistemas agroforestales que proporcionan una amplia variedad de productos y beneficios a las familias y comunidades. Estos huertos albergan una diversidad de especies vegetales y ganaderas, incluyendo árboles comunes y especies nativas y exóticas. Los huertos familiares son valiosos para la conservación de la biodiversidad y los sistemas culturales, y su diversificación agrícola contribuye a la adaptación al cambio climático y la seguridad alimentaria.
Relación entre agricultura y producción animal
Los sistemas agrícolas que involucran la producción de animales y cultivos se conocen como sistemas agropastorales (Silva et al., 2010). Estos sistemas se encuentran en diferentes partes del mundo. Por ejemplo, en las llanuras asiáticas se cultiva arroz y se utilizan búfalos de agua para la tracción en los campos, así como para obtener leche y carne para el consumo y la venta. También, se crían otros animales como vacas, aves (gallinas y patos) y cerdos, cuya alimentación se basa en residuos de cultivos, malezas y otros subproductos agrícolas de acuerdo con la autora.
En las zonas montañosas, además de cultivos como el arroz, el maíz, la yuca, los frijoles y los cereales pequeños, se crían cerdos, aves, búfalos y ganado vacuno. En los trópicos húmedos de África, los sistemas de cultivo están dominados por el arroz, el ñame y el plátano, y los animales principales son las cabras y los pájaros, aunque hay menos presencia de ovejas y cerdos. En las pequeñas tierras agrícolas de América Latina se cultivan una combinación de frijoles, maíz, chiles, calabazas y arroz, y se cría ganado para obtener leche, carne y tracción (Silva et al., 2010).
Los sistemas agropastorales tienen la ventaja de tener poco impacto en la productividad de los cultivos, ya que los animales se alimentan de residuos vegetales y otros subproductos agrícolas, lo que ayuda a convertir la biomasa desperdiciada en proteína animal. Además, los animales reciclan los nutrientes de las plantas y los convierten en fertilizantes, lo que contribuye al manejo de nutrientes agrícolas (Silva et al., 2010).
La diversificación de los cultivos en los sistemas agropastorales también tiene beneficios adicionales, como la conservación del suelo y el agua. Por ejemplo, las legumbres se plantan para proporcionar forraje de alta calidad y mejorar el contenido de nitrógeno del suelo. Además, las interacciones entre cultivos y animales en estos sistemas desempeñan un papel importante en la economía agrícola, ya que proporcionan ingresos a través de la venta de carne, leche y fibra. El valor del ganado aumenta con el tiempo y se puede vender cuando sea necesario, lo que proporciona una fuente de ingresos (Silva et al., 2010).
En conclusión, los sistemas agropastorales son sistemas agrícolas que combinan la producción de animales y cultivos. Estos sistemas se encuentran en diferentes partes del mundo y tienen beneficios tanto para la productividad agrícola como para la conservación del suelo y el agua; además, contribuyen a la economía agrícola al proporcionar ingresos a través de la venta de productos animales desde lo local, y que va escalando a un sistema económico, superando la actividad comercial local conforme a la sinergía de la economía de cada región.
Revolución verde
La revolución verde es un ejemplo de uso inadecuado de la tecnología en la solución de los problemas de producción agrícola en el Tercer Mundo. Esta revolución se caracteriza por el desarrollo de variedades de cereales de alto rendimiento que requieren grandes cantidades de pesticidas, fertilizantes e irrigación. Aunque se promovió como una forma de aumentar la producción de alimentos a gran escala y para mitigar el hambre a nivel mundial, diversos autores han señalado que este modelo agrícola no ha logrado alcanzar dicho objetivo y ha generado consecuencias negativas (Laya et al., 2016).
La revolución verde ha llevado a un cambio hacia la agricultura de subsistencia, donde se busca la independencia de los recursos externos, el control de los mercados locales y regionales, y la producción ligada a la nación y la cultura (Patel, 2013 y Shiva, 2013). Sin embargo, este cambio también ha generado una serie de desafíos y problemas. Por un lado, ha habido una transición a la producción de mercado con transferencia de producción y especialización a través del mercado, lo que ha llevado a la competencia entre modelos campesinos y agrícolas. Además, se ha observado una alta dependencia de recursos tecnológicos externos, lo que ha generado una ruptura ecológica con la tierra y ha aumentado la competencia entre los agricultores (Coolsaet, 2016).
Como resultado de la revolución verde, se ha producido una eliminación gradual de parcelas, fincas y fincas no competitivas que no se han adaptado bien a las revoluciones tecnológica y financieras. Esto ha llevado a la migración de personas no competitivas del campo a las zonas urbanas en busca de mejores oportunidades en otros sectores de la economía (Carvalho et al., 2015). En el caso de México, se ha observado que las condiciones ambientales características de la agricultura campesina no están favorecidas por las estaciones de investigación que desarrollan las líneas mejoradas, lo que ha llevado a una exclusión de los beneficios de la revolución verde para estas zonas (Mastretta-Yanes et al., 2019).
La agricultura familiar juega un papel importante en el contexto rural brasileño, y se ha observado un creciente interés del gobierno en este sector (Carvalho et al., 2015). En Brasil, se ha implementado el Programa Rede Brasil Rural, que busca facilitar el contacto entre las cooperativas y asociaciones de productores rurales y los proveedores de insumos, la logística de transporte y los consumidores públicos y privados. Este programa es una muestra de la innovación en el contexto de la agricultura familiar y busca fortalecer este sector económico y socialmente importante.
La agroecología ha surgido como una alternativa a la agricultura convencional y a la revolución verde. Esta agroecología busca producir alimentos de manera sostenible, reduciendo la dependencia de insumos químicos y minimizando el impacto ambiental de la actividad agropecuaria (Saquet, 2014). Se ha observado que la agricultura familiar agroecológica puede contribuir al desarrollo rural al participar en mercados dinámicos, competitivos e innovadores (Breitenbach, 2018). Sin embargo, es importante contar con los medios necesarios para que la agricultura familiar pueda participar en estos mercados.
La revolución verde ha tenido un impacto significativo en la agricultura del Tercer Mundo, generando tanto beneficios como desafíos. Si bien ha aumentado la producción de alimentos, también ha generado una serie de problemas, como la dependencia de recursos tecnológicos externos y la competencia entre modelos campesinos y agrícolas. La agroecología se presenta como una alternativa sostenible a la agricultura convencional, promoviendo la producción de alimentos saludables y la conservación de los recursos naturales. Es importante promover políticas y programas que apoyen a la agricultura familiar y fomenten la adopción de prácticas agroecológicas.
El cambio tecnológico en la agricultura ha estado determinado por un conjunto de contradicciones. Estas contradicciones incluyen las incongruencias regionales, las de clase y las ecológicas. Las contradicciones regionales se refieren al hecho de que el uso de nuevas semillas ha tenido resultados positivos solo en áreas con sistemas de riego establecidos, mientras que en la mayoría de los países solo se riega una pequeña porción del área cultivada (Iwata et al., 2012).
Por otro lado, las contradicciones de clase se deben a que los beneficiarios de los programas de modernización agrícola eran agricultores comerciales, lo que aumentó la desigualdad entre los grandes y pequeños agricultores debido a los beneficios del aumento de los rendimientos, además, la contradicción ecológica, se relaciona con el uso de pesticidas para asegurar altos rendimientos de semillas mejoradas, lo cual tiene un impacto negativo en el ecosistema al envenenarlo y contaminarlo, y al reducir la diversidad mediante el monocultivo de semillas homogéneas (Iwata et al., 2012). La contradicción ecológica, por su parte, es una incongruencia a producir grandes cantidades de alimento, pero con el insumo de fertilizantes agroquímicos que resultan altamente nocivos para el suelo y en general para el ambiente dónde se suministran, bajo la lógica de aumentar la producción, sin importar el costo. Costo que se queda en tierras de países subdesarrollados y no en los países hegemónicos.
La base jurídica para la modernización agrícola fue la creación de la Ley de Semillas, la cual permitió garantizar la identidad de las semillas propagadas y regular su producción, uso y venta. Esta ley se basa en el paradigma de productivismo y estandarización de productos agrícolas para la industrialización, mencionado por Santilli (2012) y Iwata, et al. (2012).
La evidencia científica ha establecido criterios para diferenciar las semillas en dos categorías: las semillas mejoradas o certificadas desde el sistema formal y las semillas locales, criollas o atrasadas que caen en el llamado sistema informal. Las semillas informales forman la base de los programas de mejoramiento genético y son el resultado de la colaboración humana desde los albores de la agricultura hace más de 10 000 años (Iwata et al., 2012).
Entre 1960 y 1970, se impulsaron programas de semillas en países tropicales subdesarrollados con el apoyo de diversas fuentes de financiación de organizaciones internacionales. Al mismo tiempo, se introdujeron leyes de semillas promovidas por la fao en 60 países con el objetivo de crear condiciones para que el sector privado asumiera y centralizara la producción y comercialización de semillas (González, 2005a). Desde entonces, la Ley de Semillas ha guiado la política agrícola basada en evidencia científica y ha proporcionado vínculos con centros de investigación agrícola y políticas públicas, excluyendo a la agricultura tradicional y sus semillas (Iwata et al., 2012).
A pesar de las políticas actuales que promueven la creación de variedades certificadas adaptadas a un modelo agroindustrial que consume grandes cantidades de pesticidas y fertilizantes (Ruiz, 1999), las semillas de agricultores locales siguen representando una gran proporción de las semillas utilizadas en la producción de alimentos en los países no industrializados y en América Latina y el Caribe (Iwata et al., 2012).
Los sistemas de producción agrícola se caracterizan por el uso de bajos insumos, condiciones ambientales cambiantes y riego limitado. Por lo tanto, es importante seleccionar y mejorar cultivos eficientes en estos sistemas para obtener mayores rendimientos. Los criterios de manejo basados en el conocimiento tradicional son fundamentales en este sentido. Además, la diversidad de semillas desempeña un papel crucial en la preservación de experiencias biológicas y culturales, así como en la creatividad y la capacidad de descubrimiento (Iwata et al., 2012).
Entonces, el cambio tecnológico en la agricultura ha estado marcado por contradicciones regionales, de clase y ecológicas. La Ley de Semillas ha sido la base jurídica para la modernización agrícola, pero ha excluido a la agricultura tradicional y sus semillas. A pesar de las políticas actuales, las semillas de agricultores locales siguen siendo fundamentales en la producción de alimentos en países no industrializados y en América Latina y el Caribe. Los sistemas de producción agrícola requieren criterios de manejo basados en el conocimiento tradicional y la diversidad de semillas para obtener mayores rendimientos en condiciones de bajos insumos y riego limitado.
Hace treinta años, con el desarrollo de la biotecnología, surgieron en el mercado semillas modificadas genéticamente, lo que generó cambios en los patrones tecnológicos de producción agrícola. Este fenómeno se conoce como la segunda revolución verde o revolución biotecnológica. La renovación de la modernidad agrícola global se basa en nuevas tecnologías en el campo de la biología para producir semillas transgénicas. Esto ha llevado a la transformación de la agroindustria en agronegocio, con la valorización de los productos agrícolas por parte del capital financiero global y el acaparamiento de tierras por parte de las corporaciones multinacionales que invierten en este nuevo modelo productivo.
Según Jacobsen et al. (2013) y Hornedo et al. (2017), los países con mayores áreas de cultivo transgénico son Estados Unidos, Argentina, Brasil, Canadá e India. La soja, el algodón y el maíz son algunos de los cultivos genéticamente modificados más utilizados en todo el mundo. Estos cultivos han sido modificados para resistir herbicidas, como el glifosato, y para controlar insectos, como el gusano cogollero del maíz, mediante la introducción de la toxina Bt (Bacillus thurigensis) (Hornedo et al., 2017). De acuerdo con este autor, en Estados Unidos, los cultivos genéticamente modificados representan la mayor parte de la superficie cultivada, con porcentajes que van desde el 73% en el caso del maíz, hasta el 91% en el caso de la soja.
A pesar de la gran propaganda realizada en torno a las semillas transgénicas, numerosas evaluaciones y experimentos han demostrado que estas semillas no son necesariamente más productivas. En un estudio realizado por (Barker y Dale, s. f.), se compararon maíz híbrido y maíz transgénico Bt pertenecientes a las corporaciones Monsanto y Syngenta. Los resultados mostraron que algunos de los cultivos Bt produjeron rendimientos hasta un 12% por debajo de los rendimientos de las semillas híbridas convencionales, y tuvieron un mayor contenido de humedad del grano en la madurez, lo que aumenta el costo de secado (Barker y Dale, s. f.). En el caso de la soja, una revisión de más de 8,200 ensayos realizados en universidades encontró que la soja transgénica RR presentaba un rendimiento entre un 6% y un 10% menor en comparación con la soja no transgénica (Quispe, 2015).
Es importante destacar que la investigación en el campo de la biotecnología agrícola se ha centrado principalmente en las técnicas moleculares y en la ingeniería genética relacionada con el desarrollo de cultivos transgénicos. Sin embargo, áreas de investigación relacionadas con la agrobiodiversidad, la fisiología de los cultivos y los enfoques desde la ecología han recibido menos atención (Hornedo et al., 2017).
Esta claro que la introducción de semillas transgénicas ha generado cambios significativos en la producción agrícola a nivel global. Sin embargo, a pesar de la promoción de estas semillas como más productivas, numerosos estudios han demostrado que no necesariamente ofrecen mayores rendimientos. Además, la investigación en el campo de la biotecnología agrícola ha estado sesgada hacia el desarrollo de cultivos transgénicos, dejando de lado áreas importantes como la agrobiodiversidad y la ecología. Es necesario seguir investigando y evaluando de manera rigurosa los impactos de las semillas transgénicas en la agricultura y considerar enfoques más holísticos que promuevan la sostenibilidad y la diversidad en la producción agrícola.
Los cultivos y alimentos modificados genéticamente presentan una serie de riesgos que han sido identificados en la investigación científica. Estos riesgos incluyen aspectos alimentarios, ecológicos, técnicos y de producción, así como riesgos geopolíticos y de soberanía alimentaria nacional. En relación a los riesgos alimentarios, se ha encontrado que los alimentos transgénicos pueden tener efectos alergénicos y tóxicos inmediatos, debido a las proteínas presentes en ellos (Rivera-Krstulović y Duran-Aniotz, 2020). Además, existe el riesgo de acumulación de herbicidas y transferencia horizontal del genoma de bacterias simbióticas a humanos y animales (List y Coomes, 2019).
En términos de riesgos ecológicos, la introducción de monocultivos transgénicos puede llevar a la erosión de la diversidad varietal (Silva et al., 2003). También, se ha observado la transmisión incontrolada de resistencia a herbicidas debido a la hibridación de cultivos transgénicos con parientes silvestres, lo que puede dar lugar a la aparición de supermalezas y resistencia a insecticidas (Ortiz-García et al., 2005).
Para el caso de los riesgos técnicos y de producción, se ha observado la pérdida de resistencia a las plagas después de varios años de cultivo a gran escala de variedades transgénicas (Paz y Zapata, 2021). Además, existe la posibilidad de un monopolio en la producción de semillas por parte de las empresas propietarias de la tecnología de plantas transgénicas (Maia-Elkhoury et al., 2021).
En términos de riesgos geopolíticos y de soberanía alimentaria nacional, se ha observado que en algunos países se está sustituyendo el cultivo de ciertos alimentos, lo que reduce la producción ganadera y la superficie cultivada de otros cultivos (Campos y Velez, 2015). Además, se ha señalado la participación de empresas transnacionales en eventos políticos, lo que plantea preocupaciones sobre la influencia y el control que estas empresas pueden tener sobre los sistemas agroalimentarios (Plata et al., 2022).
En cuanto al mercado de las semillas transgénicas, se ha identificado que está dominado por empresas trasnacionales, lo que plantea preocupaciones sobre el control que estas empresas tienen sobre los sistemas agroalimentarios y el mercado de agroquímicos y semillas (Quintero-Pertuz et al., 2020). Esto representa una brecha con acceso al mercado controlado, pero que la investigación científica ha identificado una serie de riesgos asociados con los cultivos y alimentos modificados genéticamente. Estos riesgos abarcan aspectos alimentarios, ecológicos, técnicos y de producción, así como riesgos geopolíticos y de soberanía alimentaria nacional. Es importante tener en cuenta estos riesgos al evaluar la seguridad y la sostenibilidad de los cultivos y alimentos transgénicos.
Por tanto, es un hecho que los cultivos y alimentos transgénicos presentan una serie de riesgos en diferentes aspectos, desde la salud alimentaria hasta la diversidad ecológica y la soberanía alimentaria nacional. Estos riesgos han sido identificados en la investigación y plantean desafíos importantes para la agricultura y la seguridad alimentaria.
Varios expertos estiman que en las últimas cinco décadas, los proyectos de la revolución verde han logrado aumentar la productividad alimentaria que sustenta a la humanidad en la actualidad, a expensas de un incremento del 700% en el uso de fertilizantes químicos. Por supuesto, el empleo de otros productos químicos y el uso excesivo de agua es preocupante. La agroecología ha estado cuestionando este modelo de producción de alimentos durante décadas, especialmente debido a que en los últimos 60 años ha dado lugar a procesos alarmantes de mayor contaminación del aire y del agua, salinización del suelo, expansión de las fronteras agrícolas y pérdida de tierras forestales y biodiversidad, más pronunciados que en cualquier otro momento de la historia de la Tierra.
La revolución verde, aunque ha logrado aumentar la producción de alimentos, ha tenido consecuencias negativas en términos de impacto ambiental y sostenibilidad. El uso intensivo de fertilizantes químicos ha llevado a la contaminación del agua y del aire, lo que afecta tanto a los ecosistemas como a la salud humana. Además, el uso excesivo de agua en la agricultura ha contribuido a la escasez de este recurso en muchas regiones del mundo.
La agroecología se presenta como una alternativa más sostenible y respetuosa con el medio ambiente en la producción de alimentos. Se basa en principios de manejo integrado de los recursos naturales, promoviendo la diversificación de cultivos, la conservación del suelo y la protección de la biodiversidad. Estudios han demostrado que la agroecología puede ser igual de productiva e incluso más rentable que los sistemas convencionales de agricultura intensiva.
En conclusión, la revolución verde ha logrado aumentar la productividad alimentaria, pero a costa de un mayor uso de fertilizantes químicos y otros productos químicos, así como del agotamiento de los recursos hídricos. La agroecología se presenta como una alternativa más sostenible y respetuosa con el medio ambiente en la producción de alimentos, promoviendo la conservación de los recursos naturales y la biodiversidad.
La revolución verde y la agroecología
La denominada revolución verde se refiere a la transferencia de conocimientos y tecnología agrícolas de los países desarrollados a los países en desarrollo, con el objetivo de mejorar la producción de alimentos y combatir el hambre a través de mayores rendimientos en los monocultivos. Esta perspectiva busca mejorar los cultivos y la productividad mediante un conjunto de tecnologías que incluyen variedades mejoradas, fertilizantes, productos fitosanitarios, técnicas de riego, maquinaria agrícola, expansión de la superficie cultivada, servicios financieros y mercados.
Además de estos aspectos técnicos, la revolución verde ha tenido múltiples resultados e impactos, a los cuales se han dado respuestas desde la agroecología. Según Patel (2013) y Shiva (2013), la revolución verde también ha implicado una transición del modelo tradicional de agricultura a pequeña escala hacia una agricultura a gran escala basada en contratos. Para lograr esto, se ha llevado a cabo la transferencia de semillas de variedades modificadas para monocultivos, la promoción de la agricultura intensiva de regadío (que requiere grandes cantidades de agua) y la promoción de una ciencia agrícola centralizada y unificada, lo cual ha implicado una compleja relación entre la ciencia y el gobierno. Lo que se contrapone al tema del desarrollo y sustentabilidad es que este tipo de producción requiere grandes inversiones en recursos y espacio, lo que ha llevado al control de la tierra por parte de grandes propietarios, la dependencia de productos agroquímicos y la necesidad de los agricultores de acceder a servicios y mercados financieros como bancos, seguros y subastas (Coolsaet, 2016).
Paralelamente al auge de los agronegocios internacionales asociados con la revolución verde, se formó el actual régimen alimentario global, un mercado libre para el ciclo de vida de la producción de alimentos, desde los insumos hasta la comercialización de los alimentos (Millman et al., 1990). Además, la liberalización del comercio agrícola y el dumping (venta de productos por debajo del precio para eliminar la competencia) aumentarán en todo el sector agrícola. Este proceso conduce a cambios en la política agrícola en varios países, liberalizando los mercados agrícolas e ignorando o debilitando políticamente a los pequeños productores. Ahora, los defensores de la nueva revolución verde proponen la misma dialéctica con la esperanza de combatir el hambre de la población (Holt-Giménez et al., 2006). Sin embargo, la agroecología rechaza el modelo agroindustrial. A continuación se presentan algunas diferencias notables que debe conocer entre los modelos agroecológicos y agroindustriales; se debe tener una ciencia general, no especializada. Técnicamente, el primero es autosuficiente y el otro depende en gran medida de la tecnología. Se requiere de un diálogo con el conocimiento hacia un dominio epistemológico asumido. La primera es utilizar espacios pequeños en lugar de grandes extensiones de territorio. Uno está muy diversificado y el otro está muy especializado. Uno utiliza energía renovable y humana, el otro utiliza energía fósil. Racionalmente, uno convive con la naturaleza y el otro intenta dominarla (Toledo, 2012).
El ímpetu por la revolución verde
En la agricultura convencional de nuestros tiempos, se ha observado un predominio de paquetes tecnológicos generados desde la década de los setenta, los cuales están orientados a obtener altos rendimientos de los cultivos mediante el uso intensivo de insumos agrícolas de origen inorgánico o de síntesis química, como los fertilizantes y los plaguicidas (Trebbi et al., 2016). Este tipo de agricultura se caracteriza por la especialización de monocultivos, que son sembrados en terrenos planos y extensos, y por el empleo intensivo de maquinaria en todo el proceso productivo, lo cual ha permitido alcanzar mayores niveles de producción por unidad de superficie (fira, 2004).
El problema es que esta forma de hacer agricultura ha sido fuertemente criticada debido a sus impactos negativos en el medio ambiente y la salud humana (Ruiz, 1999). Por un lado, se ha demostrado que la agricultura convencional es altamente consumidora de energía fósil, lo que contribuye al cambio climático y a la escasez de recursos naturales. Además, este autor refiere que un sistema de este tipo de producción es frágil desde el punto de vista económico y biológico, ya que depende en gran medida de insumos externos y puede ser vulnerable a plagas y enfermedades (Juárez-Ramón y Fragoso, 2014).
Uno de los insumos más utilizados en la agricultura convencional son los fertilizantes químicos, debido a sus efectos inmediatos sobre el crecimiento de las plantas (Prada et al., 2019). Sin embargo, su uso inadecuado puede ocasionar daños físico-químicos y biológicos en el suelo, el aire y el agua, lo cual ha sido evidente en varias regiones agrícolas donde se practica la agricultura intensiva (Barrales, 1998). Estos daños pueden tener consecuencias graves, incluso la muerte de seres humanos y animales que consumen alimentos contaminados con estos compuestos (Prada et al., 2019).
Además, se ha observado que el uso frecuente de plaguicidas en la agricultura convencional ha provocado daños a la biodiversidad y ha sido la causa de la muerte de personas en todo el mundo. Estos productos químicos pueden acumularse en el suelo y ser transportados por el agua de lluvia y de riego hacia los depósitos naturales de agua, lo que puede llevar a la intoxicación de seres humanos y animales que consumen estos recursos (Basso et al., 2021).
Otro impacto negativo de la agricultura convencional es el desequilibrio que provoca en los agroecosistemas al propiciar el desarrollo de monocultivos. Esto puede incrementar la presencia de plagas y enfermedades específicas de los cultivos, lo cual obliga a utilizar mayores cantidades de plaguicidas. Además, se ha observado que el excesivo tránsito de maquinaria y el uso de altas dosis de insumos químicos pueden degradar física, química y biológicamente el suelo, lo que afecta la productividad y la sostenibilidad a largo plazo (Lewandowski et al., 1999).
Es clara la situación que guarda la agricultura convencional que ha sido ampliamente criticada debido a sus impactos negativos en el medio ambiente y la salud humana. El uso intensivo de insumos químicos y la especialización de monocultivos han generado daños en el suelo, el agua y el aire, así como la pérdida de biodiversidad y la aparición de plagas y enfermedades específicas de los cultivos. Estos impactos evidencian la necesidad de buscar alternativas más sostenibles y amigables con el medio ambiente, como la agricultura orgánica y agroecológica (Adriano-Felito et al., 2023; Lázaro y Tur, 2018). Es la opción que mejores perspectivas se vislumbran en este camino a la sustentabilidad.
La revolución verde y la agricultura orgánica
Este sistema de producción se basa en el uso de insumos naturales, como las compostas, abonos verdes, repelentes y plaguicidas botánicos y minerales; se prohíbe la aplicación de plaguicidas y fertilizantes de síntesis química, Gómez (2000). Esta forma de producción incluye en su particular filosofía el mejoramiento de los recursos naturales y las condiciones de vida de sus practicantes, cumpliendo así con los principios básicos de la sustentabilidad. A cambio, el mercado ofrece un sobreprecio por los productos orgánicos, pero exige una garantía de los métodos de producción empleados, corroborados a través de un proceso de certificación (Peron et al., 2018).
La agricultura orgánica es un sistema holístico de producción que promueve y mejora la salud del agrosistema, y en particular de la biodiversidad, de los ciclos biológicos y de la actividad biológica del suelo (Guadarrama-Nonato et al., 2018). En la actualidad, casi todos los productos agroalimentarios se pueden encontrar en el mercado internacional en su versión orgánica, incluyendo cereales, pan, frutas y hortalizas (frescas y procesadas), carne, leche, derivados lácteos, azúcar, miel, jarabe, café, jugo de frutas o verduras, bebidas refrescantes, cervezas, vinos, pastas, nueces, cacahuates, chocolates, galletas, dulces y golosinas, telas confeccionadas, artesanías de diferentes materiales, madera y palmas, entre otros (González, 2005a).
En México, la producción orgánica se practica en una superficie aproximada de 216 000 hectáreas, y genera alrededor de $280 000 000 de dólares en divisas, así como 34 500 000 jornales al año. Existen 53 000 productores dedicados a la agricultura orgánica en 262 zonas de producción de 28 entidades federativas, con una tasa media de crecimiento de la actividad del 45% (Gómez et al., 2004). El 85% de la producción orgánica nacional se destina a la exportación. La horticultura orgánica es la cuarta rama de la producción orgánica en el país, con una superficie cultivada de 3,831 hectáreas y una generación de divisas de $47 000 000 de dólares. Sin embargo, el consumo nacional de hortalizas orgánicas es bajo debido a la falta de conciencia ecológica de la población, bajos ingresos per cápita, falta de promoción y un abasto deficiente de los productos. Sólo el 5% de la producción orgánica se comercializa en las principales ciudades del país (Gómez, 2000).
En México, la mayoría de los pequeños productores se dedican a la agricultura orgánica, representando el 98% del total de los productores en esta actividad. Cultivan el 84% de la superficie y generan el 69% de las divisas por concepto de productos orgánicos. Los productores nacionales representan más del 50% de los productores orgánicos. A pesar de la fortaleza de México en la agricultura orgánica a nivel internacional, el principal mercado para los alimentos producidos es el mercado de exportación (González, 2005b). La producción se dirige principalmente a Estados Unidos, Alemania, Países Bajos, Japón, Reino Unido, Suiza y Canadá. México se posiciona internacionalmente como un productor y exportador orgánico más que como un consumidor. El mercado interno de productos orgánicos no está desarrollado debido al bajo conocimiento sobre estos productos entre la población general (Guadarrama-Nonato et al., 2018).
La producción orgánica de hortalizas en México incluye cultivos como el jitomate, chile jalapeño, pimiento, berenjena, pepino, melón, sandía, calabaza, tomate de cáscara, lechuga, col, coliflor, brócoli, chícharo, cebolla, apio, cilantro, betabel y ajo. Sin embargo, el consumo nacional de hortalizas orgánicas es bajo debido a la falta de conciencia ecológica de la población, bajos ingresos per cápita, falta de promoción y un abasto deficiente de los productos. Sólo el 5% de la producción orgánica se comercializa en las principales ciudades del país (Guadarrama-Nonato et al., 2018).
En cuanto a la percepción de los consumidores, se ha encontrado que la mayoría de los entrevistados manifiesta estar dispuesto a pagar más por alimentos orgánicos, aunque el conocimiento sobre estos productos entre la población general es bajo (Buquera y Marques, 2022). Además, se ha identificado que existen diferentes segmentos de consumidores de alimentos orgánicos, con actitudes, valores y creencias ambientales distintas (Beltrán, 2018). Sin embargo, el mercado interno de productos orgánicos en México no está desarrollado debido al bajo conocimiento sobre estos productos entre la población general (Guadarrama-Nonato et al., 2018).
De lo que antecede, se entiende que la agricultura orgánica se basa en el uso de insumos naturales y promueve la salud del agrosistema y la biodiversidad. En México, la producción orgánica se practica en una superficie considerable y genera divisas y empleo. Sin embargo, el consumo nacional de productos orgánicos es bajo debido a la falta de conciencia ecológica de la población, bajos ingresos per capita y falta de promoción. El mercado interno de productos orgánicos no está desarrollado y la mayoría de la producción se destina a la exportación. Existe una demanda creciente de alimentos orgánicos en el mercado internacional, y México se posiciona como un productor y exportador orgánico.
La agricultura orgánica corresponde a nuestras características ecológicas, económicas y socioculturales. Se debe considerar que la agricultura apunta a los siguientes objetivos:
- Los alimentos naturales y de alta calidad se producen en cantidades suficientes; tienen el equilibrio adecuado de nutrientes; están libres de residuos químicos que violan los ciclos naturales; saben bien, y tienen una gran vitalidad.
- Maximizar la conservación de los recursos naturales mediante la creación de sistemas agrícolas estables, diversos, amigables con el medio ambiente y el respeto a la vida.
- Conservación de los recursos naturales como la vida silvestre, tierras agrícolas fértiles, aguas continentales, combustibles fósiles, fertilizantes, especies y variedades de cultivos nativos y ganado.
- Desuso de productos tóxicos o nocivos para el medio ambiente, como pesticidas, fertilizantes sintéticos, aditivos alimentarios no naturales.
- Aprovechamiento óptimo y equilibrado de los recursos locales a través de materiales orgánicos (fertilizantes, residuos de cultivos, residuos agroindustriales, residuos biodegradables de origen nacional y , energías renovables y reciclaje autosuficiente.
- El uso de la tecnología para trabajar con la naturaleza en lugar de intentar controlarla. Son compatibles con el desarrollo de la creatividad humana y requieren poco capital, por lo que están al alcance de todos.
- Reducir los tiempos de transporte y almacenamiento y promover el consumo de productos locales, frescos y de temporada a través de canales de comercialización orientados al productor y al consumidor.
- Permitir a los agricultores ganarse la vida con su trabajo y garantizarles ingresos suficientes para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales.
La agricultura orgánica (ao) ofrece oportunidades tecnológicas para reducir y reembolsar los costos de producción, proteger la salud, mejorar la calidad de vida y el medio ambiente y promover interacciones biológicas en los agroecosistemas. A través de ésta, se minimizan los insumos extranjeros y se optimiza el uso de recursos locales en la producción, permitiendo crear un modelo compatible con los factores educativos, climáticos y socioeconómicos del país. La agricultura orgánica pasa por tres momentos. Primero, se busca mejorar la fertilidad del suelo utilizando biofertilizantes, abonos verdes, compost, vermihumus, estimulantes vegetales y polvo de roca mineral. En segundo lugar, se busca controlar plagas, enfermedades y malezas mediante el uso de plantas protectoras, cultivos asociados, rotación de cultivos, insectos benéficos, pesticidas de origen vegetal y minerales puros como cobre, azufre y cal. Por último, se busca implementar una visión holística de la agricultura orgánica, teniendo en cuenta tanto los aspectos económicos como sociales, en beneficio de los productores locales tradicionales.
La agricultura ecológica tiene como objetivo producir alimentos nutritivos y con gran sabor. La siembra y el trasplante con rotación de cultivos y enmienda del suelo utilizando abono verde y compost conducen a mayores rendimientos, ya que el suelo está protegido y crea una agricultura rentable, competitiva y sostenible. Además, la agricultura orgánica ayuda a la biodiversidad mediante algunas prácticas; según Nieto et al. (2012):
- Abonos verdes y orgánicos (humus y compostaje).
- Caldos microbianos activadores de la vida del suelo.
- Prácticas de rotación o cultivos intercalados en franjas.
- Agricultura de sol y malezas.
- Estiércoles de animales: caballar, bovinos, ovinos, conejos, caprinos, aves de corral, porcinos, y otros, complementados con materiales minerales ricos en fósforo, calcio, magnesio y otros elementos.
- Aprovechamiento de sistemas agríosilvopastoriles.
- En la producción pecuaria, mejoramiento de pastos con especies y variedades de gramíneas, forrajes, leguminosas y plantas nativas para la salud de los animales y los sistemas agrícolas.
Para el control de plagas y enfermedades de las plantas, la agricultura orgánica utiliza sulfatos, y aunque son de origen químico, su uso está permitido porque están presentes en el proceso de transformación por microorganismos en los fertilizantes y el suelo. De esta forma, se convierten en elementos que las plantas pueden absorber fácilmente en pequeñas cantidades sin dejar residuos tóxicos.
Este tipo de agricultura utiliza los principios de la alelopatía para combatir los problemas fitosanitarios, que son los sistemas de defensa de los tejidos vegetales. Estas sustancias, llamadas aleloquímicos o alonómicos, son compuestos moleculares que actúan como señales o mensajeros de desviación produciendo efectos desagradables, aversivos, tóxicos y antialimentarios, y activando la fisiología y el comportamiento sexual de las poblaciones de insectos. Por ejemplo, la artemisa, cuyas raíces son venenosas, no se puede cultivar en grupos. Sin embargo, la misma raíz se utiliza en forma de té para combatir caracoles y pulgones. Otro ejemplo es la ruda que contiene extractos que controlan el antracnosis (Cheng y Cheng, 2015). El tomillo se ha utilizado con ingredientes activos fúngicos para combatir las chinches de la col, y actuar como repelente de mosquitos y combatir la sigatoca en plantaciones de banano (Nieto et, al., 2012).
Existe un buen argumento de que la agricultura orgánica puede ser un modelo de producción alternativo a los sistemas de producción convencionales actuales, sólo que se tiene que proteger el proceso de comercialización, que supone myores ganancias por su origen natural. Sin embargo, ese también es un problema generado por la acumulación de la riqueza. No se puede generar tanta ganancia, si el tiempo de recuperación del orden natural es menor que el de la demanda y el consumo.