I. Universo, minerales e historia

https://doi.org/10.52501/cc.068.01


Tomás Bustamante Álvarez


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I. Universo, minerales e historia

Somos criaturas del universo

Los minerales están presentes desde el origen del universo y de nuestro planeta, desde el comienzo de la vida, la historia humana y la actividad social. Todo lo que se sabe sobre el origen del universo, hasta llegar a la inteligencia y su desafiante complejidad, tiene como materia inicial, con sus primeras partículas, a los átomos, a las moléculas de que están formados los minerales, las estrellas, las células, los organismos, los seres vivientes e incluso esos curiosos animales que somos los humanos. Todo se sucede en una misma cadena, a todos nos arrastra un mismo movimiento. Descendemos de los monos y de las bacterias, pero también de los astros y de las galaxias. Los elementos que componen nuestro cuerpo son los que antaño fundaron el universo. Somos, verdaderamente, hijos de las estrellas (Reeves et al., 2011). Sabemos —nos dice E. Morin—, sin querer saberlo, que todas nuestras partículas se formaron hace 15 000 millones de años, que nuestros átomos de carbono se constituyeron en un sol anterior al nuestro, que nuestras moléculas nacieron en la Tierra y quizá hayan llegado aquí con meteoritos. Sabemos, sin querer saberlo, que somos hijos de este cosmos, que lleva en él nuestro nacimiento, nuestro devenir, nuestra muerte (Morin y Kern, 1993). Así, la historia del universo es la de la materia que se organiza, es la historia de la vida en la Tierra que se complejiza, es nuestra historia humana.

Por mucho tiempo dominó la idea que contrapuso la materia inerte mineral y la materia viviente como dos cosas diferentes y a las que se les atribuía orígenes también distintos. Con los avances científicos se descubrió que toda la materia está formada de moléculas y que estas están formadas de átomos, de tal suerte que las células están conformadas por moléculas y esto aplica para todo tipo de materia, viviente y no viviente. Estos descubrimientos científicos fueron dando respuestas y explicaciones racionales a versiones mitológicas y religiosas que explicaban que la materia, el mundo y la vida en la Tierra habían aparecido por voluntad de los dioses. Eran maneras de explicar lo desconocido y también una manera de ocultar la ignorancia. Hoy está confirmada la gran idea de que la vida resulta de la larga evolución de la materia inerte, que desde los primeros ensamblajes del big bang1 continúa después en la Tierra con las moléculas primitivas, las primeras células, los vegetales y los animales (Reeves et al., 2011). Este camino de lo no viviente a lo viviente que se dio en la Tierra, durante cientos de millones de años, es parte de la misma historia, la de la complejidad de la evolución de la materia. Muestra de ello son los virus. El virus es un prototipo de la memoria de la materia universal y su enlace con la vida. Es una materia de frontera o ambigua, entre lo inerte y lo viviente; una especie de materia parásita que necesita vida para reproducirse. Un ejemplo, el mosaico, un parásito del tabaco, si se deshidrata se obtienen cristales que se pueden conservar por años, como si se tratara de granos de sal o azúcar. El virus no se reproduce, no se mueve, no asimila ninguna sustancia, no vive. Es un cristal. Pero un día se toma, se le agrega agua y un poco de la solución de una hoja de tabaco, la planta muy pronto se ve infectada: el virus ha recuperado sus poderes y se reproduce a una velocidad aterradora (Reeves et al., 2011). Los virus, a menudo, nos recuerdan nuestro origen como seres vivientes, pero, sobre todo, como parte integrante del Universo.

Después del nacimiento de la Tierra, las moléculas se organizaron en macromoléculas, estas en células y las células en organismos. La vida resultó de la interacción y de la interdependencia de estos nuevos componentes. Las moléculas vivientes son, en consecuencia, ensamblajes de átomos de carbono y de átomos de oxígeno, hidrógeno, nitrógeno, fósforo y azufre. Nada más. Apenas esas moléculas se formaron en la atmósfera, cayeron durante cientos de millones de años en el océano o en pantanos y allí se quedaron protegidas. En ese proceso se determinaron dos características del mundo viviente: su composición química —carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno— y su fuente de energía: el Sol (Reeves et al., 2011). Con el descubrimiento de Watson y Crick, en 1950, del código genético inscrito en el adn de las células vivas, se ve que la vida está constituida por los mismos componentes físico-químicos que el resto de la naturaleza terrestre, y que sólo se diferencia por la complejidad original de su organización (Morin y Kern, 1993). Desde entonces se trabaja con la hipótesis de que la vida emergió de los desórdenes, turbulencias y organización compleja de la Tierra. Y de esa manera estamos ante la compleja y gran división de la materia, la vida.

La identidad biológica es plenamente terrícola porque, como sabemos hasta ahora, la vida ha emergido en nuestro planeta, gracias a mezclas químicas terrestres en las aguas arremolinadas y bajo cielos tormentosos iluminados por el sol. Y esa identidad físico-química terrestre, inherente a toda organización viviente, implica en ella misma una polidentidad cósmica, porque los átomos de carbono necesarios para la vida terrestre se formaron en la forja furiosa de soles anteriores al nuestro y miles de millones de partículas que constituyen nuestro cuerpo nacieron hace 15 000 millones de años, en los inicios resplandecientes de nuestro universo. Por eso, a pesar de que estamos a millones de años luz de un origen humano en el cosmos, no podemos considerar como entidades separadas, impenetrables unas de otras, al hombre, a la naturaleza, a la vida y el cosmos. Esa totalidad cósmica se expresa en una partícula planetaria compleja que es la Tierra: una totalidad física-biológica-antropológica donde la vida es un acontecimiento, una fuerza organizadora biofísica en acción que se creó sobre y debajo de la corteza, así como en los mares, luego se expandió y desarrolló a través de la historia de la misma Tierra hasta llegar al hombre, un suceso mínimo en la historia de la vida terrestre. Nuestro planeta no es la suma de un planeta físico más la biósfera, más la humanidad —nos dice Edgar Morin—, sino una totalidad compleja física-biológica-antropológica, donde la vida es una emergencia de la historia de la misma Tierra y el hombre una emergencia de la historia de la vida terrestre. La vida humana, por tanto, es una entidad planetaria y biosférica, de ahí su doble estatuto: por una parte, depende totalmente de la naturaleza biológica, física y cósmica; por la otra depende totalmente de la cultura, es decir, del universo de la palabra, del mito, de las ideas, de la razón, de la conciencia. Y aunque estamos a millones de años luz de una centralidad humana en el cosmos, no se pueden considerar como entidades separadas, impermeables unas de las otras, al hombre, a la naturaleza, a la vida y al cosmos (Morin y Kern, 1993).

Los metales en la historia y vida humana

El ser humano, desde que comienza a ser sujeto de su historia, ha hecho uso de los metales, a los que fue incorporando en su vida de manera consciente y creciente. Primero, como herramientas rústicas para recolectar alimentos, para cazar y pescar; luego, por su consistencia y resistencia, fueron siendo incorporados a las actividades alimentarias, de protección, de defensa, cobijo, de ataque y después como elementos ornamentales, sobre todo en forma de piedras preciosas, como distinciones jerárquicas y para venerar dioses o muertos.

Mediante la acción de prueba y error, de espontaneidad y casualidad, fuimos realizando la selección de los materiales y los lugares donde se encontraban según su resistencia y utilidad. A través de la observación, fuimos diferenciando las características de peso, color y resistencia, hasta que los clasificamos y les dimos usos diferentes. Así comenzamos a distinguir y usar de manera diferente un pedernal y un vidrio volcánico, una roca azul y una piedra caliza. Esta diferenciación de materiales condujo al hombre a ubicar su localización, antecedente geográfico de lo que ahora es la exploración. Primero, seguramente, tomamos rocas o piedras superficiales con punta o cortantes en su forma natural, después comenzamos a desenterrar, tallar y darle forma de herramienta o utensilio para cazar, picar y cortar. Con estas prácticas comenzaron los orígenes de la minería. La arqueología ha encontrado vestigios en diferentes partes del planeta y en sociedades muy primitivas, por ejemplo, se extraía ocre rojo en África Meridional que data de hace 40 000 años antes de nuestra era. Las pinturas originarias que se han encontrado en cuevas y rocas fueron hechas con pigmentos de color rojo, amarillo y negro que se obtenían de minerales, como la hematita y el ocre (Monreal y Hernández, 2015).

El fuego y su uso por el hombre dio lugar a una revolución técnica, al observar que el calentamiento de pedernales y rocas fraccionaba y separaba sus componentes entre frágiles y resistentes, lo que condujo a descubrir y obtener el uso de metales. Desde entonces, la historia humana ha venido asociada a estos, los cuales han servido incluso como elementos para caracterizar, medir y periodizar la historia. El uso de los minerales es básico para comprender el progreso y las transformaciones de la humanidad, pues sin ellos no se explica la historia humana. Los minerales están en todo nuestro alrededor, en la naturaleza, en nosotros, en nuestra historia y son parte de nuestra vida.

Desde sus inicios los metales tuvieron diversos usos: bien fuera para obtener alimentos o para protegerse, bien fueran como ornamentos, para distinguir jerarquías de poder y diferencias sociales, o para venerar a los muertos y deidades. El estado natural en que se encontraban los metales y piedras preciosas como el oro, la plata, el jade, la turquesa, la amatista, la esmeralda, el rubí, el zafiro y otros, hicieron posible su conocimiento y usos desde épocas tempranas de las civilizaciones. La posesión y uso de esas preciosidades fue asociándose con la idea de poder, gloria, riqueza y ostentación, lo que los convirtió en medios de ambición, acumulación y motivos de luchas, conquistas, descubrimiento de territorios, expansión de dominios y sometimiento de pueblos. Los metales están entre los motivos de muchas guerras en la historia humana. Por ejemplo, se hablaba de una enfermedad de los metales preciosos, sobre la que Hernán Cortés le contó al embajador de Moctezuma que sólo se curaba con oro; los orígenes de dicha leyenda vienen desde tiempos antiguos de la humanidad. Asimismo, los egipcios usaron este metal. El faraón Dyer (2971-2927 a.C.) hizo referencia al oro en un pictograma de sus títulos dinásticos donde representaba un halcón posando en un collar de oro (Rojas y González, 2010). En textos originarios hay testimonios del valor que el oro y la plata tenían para las primeras civilizaciones: “Y estaba riquísimo (Abraham) en caudal de oro y plata,” dice el Génesis; “Dirás a todo el pueblo, que cada uno pida a su amigo, y cada mujer a su vecina alhajas de plata y de oro,” en el Éxodo; “Y fue su presente (de Nahasón) una fuente de plata que pesaba ciento treinta ciclos…” en Números (Gurría, 1978). Una enfermedad, la del oro, muy asociada con la avaricia humana y que en lugar de disminuir aumenta con el desarrollo de las civilizaciones, aunque con formas diferentes.

La historia humana se explica, se divide y se caracteriza también por las formas de uso y conocimiento de los metales. Por mucho tiempo se utilizaron instrumentos primitivos y pedestres, debido a lo cual se le llamó Edad de Piedra a la larga era de infancia de la humanidad, que va desde los orígenes como grupos humanos hasta la época del sedentarismo (10 000 años antes de nuestra era). Después la Edad de los Metales (entre los años 7 000 a 10 000 antes de nuestra era), representada por el cobre, el bronce y el hierro. El cobre fue uno de los primeros metales que, por su maleabilidad, resistencia y por encontrarse en forma natural, comenzó a ser usado en utensilios, herramientas de trabajo y como arma. En esa era aparecieron también el oro y la plata, que se encontraban en estado natural en las riberas de ríos. El descubrimiento del bronce estuvo asociado al uso del cobre, pero por su mayor resistencia, exigió mayores conocimientos metalúrgicos y tecnológicos para trabajos y obras mayores. Los avances en la metalurgia llevaron a descubrir y trabajar el hierro, un metal abundante y muy resistente, que en forma de clavos apareció al mismo tiempo que la rueda, lo que dio lugar a toda una revolución tecnológica en la construcción de viviendas y obras faraónicas, en la elaboración de herramientas y armas que dieron ventajas a sus usuarios, así como en la confección de utensilios que contribuyeron a mejorar el transporte e incrementar el comercio. Así, en las civilizaciones de Oriente Medio de la Antigüedad, unos mil años antes de Cristo, ya había conocimientos y tecnologías sobre el uso generalizado de metales y su proceso metalúrgico.

Los metales también han guiado la historia geográfica. En los descubrimientos territoriales, hasta conocer la redondez planetaria, los metales tuvieron un papel decisivo, por ejemplo, fueron, entre otros motivos, el objetivo de viajes y exploraciones de nuevas rutas comerciales y búsqueda de materias primas. Posteriormente, los metales siguieron presentes en la historia del desarrollo humano: desde las revoluciones tecnológicas, como la Revolución Industrial, pasando por la utilización del oro y la plata como monedas de cambio, atesoramiento y acumulación de riquezas, hasta la era de la globalización económica y comercial, donde los metales siguen siendo materiales indispensables. Bien pensado, en todo están presentes: el oro convertido en valor de cambio y atesoramiento de las naciones; así como otros metales cada vez más refinados, o en aleaciones entre ellos, son indispensables para la vida humana. Muestra de ello son las grandes obras arquitectónicas así como las tecnologías de comunicación ultramodernas, las cuales serían imposibles sin el uso de estos materiales. En suma, no se puede explicar la historia del desarrollo humano sin ellos.

La minería y la metalurgia han sido fundamentales y siguen siendo un componente estratégico para el desarrollo de la vida, las economías y las naciones. Los metales están en todo: en el cuerpo humano (en los músculos, en los tejidos, en los nervios, en la sangre, en los huesos); en la alimentación (nutrientes minerales, de la tierra que pasan al cuerpo humano mediante la alimentación);2 en la vida animal y vegetal; en la mayoría de productos de uso y consumo cotidiano; en la industria, etc. Los metales, en resumen, son parte fundamental de la materia prima originaria de lo que somos.

El conocimiento sobre los metales ha determinado, en muchos casos, los destinos de la historia a través de la obtención de poder, ventajas tecnológicas y el dominio de unos pueblos sobre otros. Son parte de nuestra historia y de la vida humana. Como bien lo dijo el historiador mexicano, Jorge Gurría Lacroix (1978):

desde la más remota antigüedad el hombre ha persistido en su afán por la posesión y acaparamiento de los metales, línea de la que no había de desviarse en los siglos xv y xvi, siendo el motor que habrá de remover los viajes de descubrimiento, conquista y colonización de América y en especial de la Nueva España (p. 41).

La minería en la historia de México

Los estudios arqueológicos mesoamericanos dan evidencias que concluyen con la afirmación de que la minería y la metalurgia eran actividades muy practicadas en las civilizaciones antiguas. Sus orígenes, tanto de lugar como de tiempo, siguen siendo motivo de estudios y de análisis hipotéticos, lo que hay son piezas o evidencias históricas sueltas que faltan hilar y estructurar mejor. Por ejemplo, en el norte de México, en el actual estado de Sonora, se encontraron vestigios que datan de hace 14 000 años, donde los Clovis, un grupo nómada, elaboraban puntas de roca hechas de sílice (Monreal y Hernández, 2015). Otro ejemplo, son los vestigios arqueológicos de la Sierra Gorda de Querétaro, que muestran el trabajo de minas desde los siglos iv o iii antes de nuestra era, hasta el siglo vi después de Cristo. Una conclusión de estas evidencias arqueológicas testimonia que la presencia y el uso de metales ya estaban presentes en la vida de las sociedades preclásicas y clásicas mesoamericanas. Esa información lleva a otra conclusión, que la metalurgia, o sea el trabajo más elaborado de los metales, data del siglo x en las sociedades mesoamericanas. Sobre cómo inicia el trabajo metalúrgico, se maneja la hipótesis que atribuye el origen del trabajo de metales a sociedades de los Andes, en Sudamérica, en los territorios que ahora ocupan Perú, Ecuador y Colombia, donde se han encontrado vestigios de trabajo en oro que datan del siglo v antes de nuestra era y de cobre del siglo i de nuestra era. De ahí pasaron a Centroamérica y después a Mesoamérica. Otra hipótesis más, que también apoya la idea del origen sudamericano de la minería en nuestro continente, se diferencia porque señala que la difusión fue directa de Colombia, Perú y Ecuador por vía marítima a las costas mexicanas; tal teoría lleva a afirmar que la minería comenzó desde el sur mesoamericano, lo que ahora son los estados de Oaxaca, Guerrero y Michoacán. Estas hipótesis toman como base las semejanzas entre objetos mesoamericanos antiguos, tanto en técnicas como estilos, con objetos recién encontrados en Centroamérica. Es a partir del siglo x cuando existen evidencias de una labor minera y metalúrgica más desarrollada (León-Portilla, 1978).

En esa perspectiva de conocimiento, hay evidencias arqueológicas que apoyan la afirmación de que las sociedades del México antiguo conocían y tenían alrededor de 35 minerales no metalíferos y otros 14 metalíferos. Entre los primeros destacaban el óxido de hierro, malaquita, cinabrio, mercurio, pirita y hematita, entre otros más, en el uso de pinturas. Entre los metales estaban el oro, la plata, el cobre, el estaño y el plomo, entre otros más, usados en azadas, coas, hachas, punzones, tubos, sopletes, puntas de lanza, pinzas, agujas, diversas joyas y otros objetos artísticos, como pectorales, cascabeles, anillos, orejeras, narigueras, efigies de dioses. En su elaboración usaban técnicas como el martillado, la fundición, aleación, soldadura, filigrana, repujado, moldeado, chapeado y dorado entre otras técnicas (León-Portilla, 1978).

En los 500 años antes de la Conquista española, hay certeza de que las civilizaciones mesoamericanas ya practicaban la minería de manera intencionada y con fines determinados, ya fueran religiosos, ornamentales o herramientas de trabajo y de guerra. Desarrollaron técnicas en las labores mineras y metalurgia, expresadas sobre todo en el arte de los metales preciosos de oro y plata, con el cual deslumbraron y avivaron la codicia y también la admiración de los conquistadores. Hernán Cortés, refiriéndose a obras de oro, plata, piedras y plumas que poseía Moctezuma, expresó: “…no hay platero en el mundo que mejor lo hiciese”. Al mismo tiempo, Alberto Durero fue más expresivo:

No admiro ciertamente el oro y las piedras preciosas; lo que me pasma es la industria y el arte con que la obra aventaja a la materia… me parece que no he visto jamás cosa alguna que, por su hermosura, pueda atraer tanto las miradas de los hombres (León-Portilla, 1978).

Además, de la admiración que les causó el dominio de la orfebrería, Cortés y su gente adoptaron técnicas y herramientas para ellos desconocidas en el sucesivo trabajo de la minería.

Los metales y el descubrimiento, conquista y colonización de México

En la aventura iniciada por Cristóbal Colón, y auspiciada por los reyes católicos de España, a finales del siglo xv, los propósitos principales eran descubrir y abrir nuevas rutas comerciales al Oriente, ante el bloqueo y control que ejercían los turcos otomanos en las rutas existentes en el Mediterráneo oriental, con la finalidad de asegurar de esa manera el abasto de especies y materias primas diversas, entre las que destacaban la seda, productos de lana y metales. Con esa perspectiva, Colón se lanzó al mar, junto con sus aventureros, en sus tres carabelas. En las rutas que fueron descubriendo por el mar Caribe, Colón y sus hombres observaron la existencia de metales, entre ellos el oro, la plata y el cobre, así como el conocimiento, elaboración y uso de diversos objetos con esos metales. Estos descubrimientos relatados a los reyes de España, acompañados de evidencias materiales, pronto los colocaron entre los objetivos prioritarios de subsecuentes viajeros, en las tareas de exploración, descubrimiento y colonización del nuevo continente.

Hernán Cortés, en la preparación de su aventura para “descubrir” tierras en el nuevo continente, a mediados de la segunda década del siglo xvi, tuvo como estimulante principal el aroma de los metales preciosos, razón por la cual fue manifiestamente en busca de oro y plata, principalmente, junto con los hombres que lo seguían. Así desde los contactos más tempranos que establecieron con los grupos mesoamericanos de Yucatán, la primera búsqueda, pregunta, intercambio o pedido que hicieron a los naturales fue por el oro, por saber quién lo tenía y dónde se encontraba. Las posibilidades de existencia hicieron posible el descubrimiento y conquista de rutas geográficas y pueblos, hasta llegar a Tenochtitlán, donde ya en el camino habían recibido muestras suficientes de la existencia de oro, plata y piedras preciosas. Sobre las formas de apropiación y despojo de esos metales, objetos y obras de arte, los propios conquistadores nos dejaron sus testimonios narrados in situ; pero también la historiografía aporta cuantiosos estudios relacionados con el proceso de conquista y colonización de México que se impuso durante tres siglos. Dicho proceso está marcado por la búsqueda, extracción, industrialización y comercialización de los metales, entre los que destacó la plata. De esta forma, la minería pronto constituyó la columna vertebral de la vida económica, política, social y cultural de la Colonia.

La búsqueda de metales y su explotación guio el descubrimiento, conquista y colonización, no sólo de la Nueva España, sino de todo el continente americano españolizado; y, asimismo, determinó los derroteros de las comunicaciones a través de las rutas de la plata, por ejemplo, desde el Altiplano central hasta los desiertos de Sonora y Nuevo México; desde la capital virreinal, hasta los puertos de embarque de Veracruz y Acapulco. La huella urbana de la minería quedó marcada en la fundación de muchas ciudades, hoy capitales de estados como: Guanajuato, San Luis Potosí, Pachuca, Zacatecas, Durango, Saltillo y Chihuahua; ciudades como Taxco, El Oro, San Miguel de Allende y muchas más fueron testigo y expresiones activas de ese proceso histórico. El origen de las ciudades mineras coloniales no fue homogéneo, aunque todas tuvieron como orientación básica la minería y en especial los lugares de producción de plata; otras nacieron como ciudades de tránsito y de servicios administrativos; otras más como haciendas productoras de alimentos (agrícolas y pecuarios), de animales de tiro y transporte, así como de materias primas diversas para las manufacturas. La vida colonial, en general, tuvo a la minería como su referente principal, dado que fue el eje de la economía y del gobierno, y definió las vías de comunicación del norte, sur, este y oeste, debido tanto a la producción como a la comercialización de la plata. Sobre esa marcha, la Colonia fue dejando su huella ecológica, con la destrucción y transformación de los recursos forestales, bióticos y acuíferos; al tiempo que con el cambio de uso de suelo mediante la introducción de cultivos traídos de Europa y el Caribe, tales como las plantaciones de caña de azúcar, la ganaderización, etc. En parte se destruyó, en parte se transformó y en parte se construyó el paisaje natural y ambiental, lo que se ha definido en la historia ambiental como la colonización biológica o imperialismo ecológico, que es también la mestización de la naturaleza americana. Junto a ello vino la explotación y exterminio de la población indígena a través del trabajo esclavizado y el despojo de sus hábitats ancestrales. En ese contexto, se crearon instituciones y ordenanzas para regularizar las relaciones entre mineros, financieros y comerciantes, así como el Real Seminario de Minas, primera escuela continental para el estudio, investigación y formación de profesionistas en las ciencias de la minería. Con esto en mente podemos decir que el arte arquitectónico, escultórico y pictórico siguen siendo admiradas evidencias de la huella minera colonial.

A partir del siglo xvii y durante el xviii, las mayores explotaciones de plata y las más costeables se desplazaron hacia el centro-norte de la Nueva España, aunque las del centro-sur continuaron trabajando, como fue el caso de Taxco, primer referente fundacional de la extracción de plata colonial, que siguió produciendo. Fue con la llegada a esta región suriana de don José de la Borda (franco-español), a mediados del siglo xviii, cuando Taxco alcanzó sus mejores momentos como ciudad platera. De la Borda, en los mejores momentos de su carrera como minero, fue considerado el hombre más rico de la Nueva España; además de generoso, bondadoso, humilde y liberal, su riqueza producida fue invertida en importantes obras arquitectónicas que le siguen redituando utilidades a México: el templo de Santa Prisca y la casa Borda en Taxco; el Jardín Borda en Cuernavaca y la Casa Borda en el centro de la Ciudad de México. Esta última tuvo la intención de rivalizar con la casa de Hernán Cortés en magnitud y arquitectura, hasta el grado de que fue la propiedad con más fraccionamientos para ser comercializada, pero también la que menos aprovechamiento y uso cultural tiene en la actualidad. La catedral de Santa Prisca, por su parte, sigue siendo el referente principal de la bonanza platera colonial, el objetivo turístico para los visitantes de la ciudad de Taxco, así como el exponente de la belleza arquitectónica barroca colonial.

La minería, durante tres siglos coloniales, estuvo en el centro del paisaje cultural y social que se fue construyendo con la de polarización social, pero también con la mezcla entre colonos blancos, mestizos, indígenas, negros y orientales, que dio lugar a una verdadera raza cósmica, como la describió José Vasconcelos. En suma, la historia colonial de México está completamente tatuada por la minería, lo que la vuelve una historia plateada que permea por completo la hibridación o mestizaje racial y cultural de nuestra sociedad. Como han dicho algunos, “la actividad minera, fue la creadora de los pueblos y naciones de la América española tal cual ellas son” (Gurría, 1978).

Para ver en perspectiva la historia de la minería mexicana por el tipo de metales extraídos cuantitativamente dominantes, estudiosos del tema han observado tres momentos diferentes (Madero Bracho, 1978; Herrera y González, 2007):

Tabla 1. Producción de oro y plata en México de 1810 a 1856 (millones de pesos)

Año Cantidad
1810 19 millones de pesos
1811 10 millones de pesos
1812 4 millones de pesos
1818 11 millones de pesos
1819 12 millones de pesos
1820 10 millones de pesos
1821 6 millones de pesos
1821-1831 976 kg de oro y 64 800 kg de plata en promedio anual
1831-1841 664 kg de oro y 330 990 kg de plata en promedio anual
1841-1851 1 994 kg de oro y 420 000 kg de plata en promedio anual
1851-1856 2 010 kg de oro y 466 100 kg de plata en promedio anual

Fuente: Joaquín Muñoz, 1986, p. 153.

  1. Primera etapa, de los metales preciosos. Comprende desde antes de la llegada de los españoles a territorio mexicano hasta finales del siglo xix. Se caracterizó por una minería predominante de metales preciosos, plata y oro principalmente, sus mejores momentos fueron los tres siglos de Colonia. En el México independiente, aun con la inestabilidad de la gobernanza que caracterizó al período, se siguió extrayendo oro y plata en las diversas minas abandonadas. La tabla 1 da una idea de esa producción.

    A partir de los años cuarenta (siglo xix), se observa un repunte en la producción de oro y plata, resultado de dos efectos: uno, la publicación de las obras de Humboldt que motivaron a capitales alemanes a invertir en México; y dos, la promoción de las inversiones inglesas que realizó Lucas Alamán.
  2. Segunda etapa, los metales industriales. De finales del siglo xix a los años cuarenta del siglo xx, se caracterizó por la diversificación de la explotación de minerales industriales —sin dejar de extraer los metales preciosos—, tales como plomo, zinc, hierro, carbón mineral, cobre, estaño o manganeso entre otros más.
  3. Tercera etapa. A partir de la década de los cuarenta, bajo el impacto y estímulo de la Segunda Guerra Mundial, se impulsó la diversificación de la producción minera de metálicos y no metálicos, y su integración con la industrialización, entre los que han destacado por su importancia el azufre, la fluorita y la barita (Madero Bracho, 1978).

La huella de la minería en la construcción socioterritorial de México

De acuerdo con Juan L. Sariego Rodríguez (1987), por el impacto que tuvo la minería en el territorio mexicano, se observan tres modelos históricos, que son la huella colonial de asentamientos poblacionales:

  1. Los reales de minas. Ahí, como en ningún otro lugar, se hizo presente el aparato del Estado español, con el control total de la producción y comercialización de la plata, la fiscalización de los impuestos, el monopolio de la venta de azogue, el control de las casas de moneda, el aseguramiento el quinto real, el control de mano de obra indígena mediante las encomiendas, el reparto y comercio de esclavos negros, el aseguramiento de la producción de alimentos, animales de carga, forrajes, cueros, etc., en síntesis, el fomento de todas las actividades necesarias y ligadas con el ramo minero. Ahí las minas fueron los centros articuladores de la economía regional, con la integración de haciendas agroganaderas y comunidades indígenas. En todos los reales de minas se expresó la más pura tradición española en cuanto a los trazos de pueblos y ciudades: la centralidad política y religiosa, con palacios, catedrales, cajas reales, casas de ensaye (acuñación), conventos, hospitales, tribunales y colegios. En su entorno se situaron gremios de comercio: plateros, herreros, talabarteros, sastres, carpinteros, etc. Junto a los reales proliferaron barrios o pueblos de obreros, oficios diversos de indios y negros donde se dio un mestizaje social y cultural, en contraste con los centros urbanos. Las ciudades reales de minas se caracterizaron por el consumo suntuario, donde se manifestó la arquitectura monumental colonial, el arte, la pintura y la escultura. Fungieron también como centros del poder civil y religioso español. Con la Independencia, la minería entró en crisis, ahí quedó sólo el legado arquitectónico e infraestructura, que después fue reutilizado a favor de una dinamización económica de esos otrora centros mineros. La mayoría de las ciudades coloniales de México tuvieron ese origen y desarrollo.
  2. Los minerales. Fueron las unidades de producción mineras bajo el porfiriato, por medio de las cuales se reestructuró y modernizó el modelo colonial. Esta modernización de la explotación minera fue puesta en práctica por el capital norteamericano, bajo una forma de neocolonización, y tuvo su mayor expresión en la región norte del país, en donde centraron su atención las políticas de desarrollo del gobierno de México, con la expropiación territorial y la construcción de vías de ferrocarril. Ahí, en terrenos semiáridos y montañosos se asentaron inversionistas para la explotación minera, cuya presencia atrajo mano de obra con la que se construyeron pueblos llamados minerales, con una visión empresarial muy distinta a la de los reales de minas de la Colonia. Los minerales fueron asentamientos monocupacionales, donde no se estimularon otras producciones económicas. El gobierno de México delegó a los consorcios mineros extranjeros todo tipo de concesiones y atribuciones para la organización urbana y de servicios, lo que trajo consigo también la cesión de la gobernanza, por medio de la cual hicieron de esas poblaciones, prolongaciones de las actividades mineras y reproducción de mano de obra cautiva. Después de la Revolución, esos enclaves fueron transformados: por una parte, los obreros dejaron sentir su influencia como sujetos activos del proceso de producción minera, pues cuestionaron el estatus de privilegios de los mineros extranjeros, y participaron activamente en el proceso de transformación social, lo que dejó sentirse en la nueva Constitución mexicana de 1917. Por otra parte, la producción minera después de la Primera, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, fue integrada a la industria de transformación y con ello los minerales dejaron de ser centros de mano de obra de inspiración e influencia norteamericana, para integrarse a la economía y desarrollo nacional. Testimonios de ese modelo de poblaciones fueron Cananea en Sonora, Nueva Rosita en Coahuila, Santa Rosalía en Baja California, entre otros más, así como su activa participación en los cambios surgidos con el movimiento social de 1910.
  3. Poblaciones simbiosis. Fueron asiento de producciones mineras, exponentes de lo que sobrevivió de la minería colonial. Muchos lugares que fueron pujantes centros mineros a comienzos del siglo xix, después de la Independencia se convirtieron en pueblos fantasmas cuya extracción de metales se volvió esporádica y en pequeñas cantidades. La minería colonial dejó, por todas partes del territorio mexicano, una cultura de esa actividad en muchas generaciones, pues es lo que sabían hacer y de lo que vivían. En el México independiente, ya con minas abandonadas y sin mineros, la gente siguió escarbando y extrayendo metal en pequeñas cantidades de vetas conocidas, las cuales procesaban artesanalmente y comercializaban en sus regiones. Esos productores en pequeño combinaban su actividad extractiva con las actividades agropecuarias, como estrategias de sobrevivencia. Así, este sector de pequeños mineros y campesinos mestizos, dispersos, descapitalizados, con tecnologías y métodos tradicionales o coloniales de extracción y producción, no tuvieron identidad, ni entraban en las estrategias porfiristas de desarrollo, con el modelo empresarial y modernizador minero extranjerizante. Eso explica que diversos líderes y contingentes del movimiento social de 1910 tenían que ver con ese sector de pequeños mineros-rancheros, arrieros y comerciantes, sobre todo en el norte y en la Sierra Madre Occidental. Pancho Villa y Pascual Orozco, por ejemplo, fueron exponentes de ese sector excluido del modelo de desarrollo porfirista. Después de la revolución, sobrevivió esa producción minera en pequeño, aunque marginal, sin vías de transporte, sin tecnologías mecanizadas y con altos costos de producción que comercializaban con empresas. Con la crisis de 1929, las mineras extranjeras decayeron y otras más se fueron de México. Luego, a causa de la reforma agraria, esos pueblos gambusinos recuperaron tierras, bosques y aguas, y se fueron comunicando, electrificando y desarrollando los servicios sociales. La pequeña minería continuó asociada con las actividades agrícolas y ganaderas, así como con la extracción de madera. Actualmente continúa este modelo de pequeños extractores mineros, quienes poseen diversas concesiones a pequeña escala, actividad que realizan como subsidiarios de grandes empresas mineras a las que les venden sus producciones, o bien, asociados con comerciantes regionales que les proporcionan financiamiento. Este histórico sector de pequeños mineros se ha tenido que adaptar a los tiempos de producción que los mercados demandan, por lo cual ha recurrido a diversas estrategias para sobrevivir, entre ellas, se ha vinculado al cultivo y tráfico de enervantes. En suma, dice Juan L. Sariego Rodríguez (1987), estas poblaciones constituyen una frontera minera: se hallan en espacios inaccesibles, sin infraestructura de comunicación ni servicios de energía, los cuales resultan incosteables para las grandes mineras; son producciones precapitalistas, con autonomía laboral y productiva, propias del oficio minero.

El compartir estos tres modelos históricos de poblaciones mineras en México se explica por la relación que tienen con el caso de estudio que aquí nos interesa: la minería en Guerrero. Los reales de minas en esta región suriana respondieron a la organización novohispana y Taxco es la mejor expresión de ello. Los minerales porfirianos tuvieron un bajo perfil en el sur, fueron más del noroeste; por eso aquí nos interesa más ese modelo de producción minera del sur que, para los mercados internacionales, modernos, tecnificados y con capitales externos, se ven como los abuelos de las empresas mineras trasnacionales que actualmente se asientan en Guerrero. Establecer el parentesco permite explicar históricamente los cambios que van teniendo las empresas mineras mundiales y las políticas de gobiernos, en este caso de México. De tal suerte, a Teloloapan, Mezcala y Nuevo Balsas no se les puede llamar poblaciones minerales, como las del porfiriato, pero su economía sí está siendo determinada por la actividad e inversión minera.

Igualmente, persisten huellas históricas de la pequeña minería, a la cual han seguido las grandes explotaciones, como se verá en sus antecedentes. Las unidades mineras pequeñas y artesanales, que hasta finales del siglo pasado seguían en la sierra de Taxco, en Tierra Caliente y en la Sierra Madre del Sur prácticamente han desaparecido bajo el influjo de los procesos de modernización y concentración de las grandes empresas mineras trasnacionales. Su simbiosis o proceso de desaparición fue similar al de las pequeñas producciones mineras del noroeste; asimismo, la región donde operaban también era y sigue siendo territorio controlado por el crimen organizado, al tiempo que sus poblaciones campesinas han sido integradas al cultivo y tráfico de enervantes. Todo ello se deriva en gran medida de las estrategias de sobrevivencia que les han dejado las políticas públicas de desarrollo modernizador y de integración económica y global.