V. La metamorfosis de la ciudad. Hacia una ciudad relacional y gaseosa

https://doi.org/10.52501/cc.156.05


Emmanuele Lo Giudice


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V. La metamorfosis de la ciudad. Hacia una ciudad relacional y gaseosa

Emmanuele Lo Giudice1

DOI: https://doi.org/10.52501/cc.156.05

Resumen

Cuando nos acercamos a analizar el tema de la ciudad, es esencial partir de una premisa que no es del todo obvia: la ciudad es una invención humana que refleja la organización social de una comunidad, cada una de las cuales es, en cierto modo, única. Por lo tanto, no existe “la ciudad”, o, al menos, no existe una idea única de ciudad, sino que “existen formas diferentes y distintas de vida urbana” (Cacciari, 2009, p. 7) vinculadas a diferentes conceptos de urbanidad que la sociedad remodela, de manera colectiva, a lo largo de los siglos en función de las nuevas necesidades. Por tanto, se hace necesario comprender y buscar visiones interpretativas de lo que es (o puede ser) hoy “ la ciudad”.

Hoy, después la pandemia, la transformación que han sufrido las escuelas, los museos, y en general, los espacios públicos y privados, abre el camino a una nueva era para la ciudad, que debe responder a las nuevas necesidades de movilidad relacional, de resiliencia, de “realismo ecológico”, y también de diálogo y convivencia entre “átomos y bits”. En particular, las viviendas se han abierto a condiciones de sociabilidad antes impensables, mezclando la relación entre el espacio público y el privado, y la posibilidad de descentralizar las actividades humanas y trabajar en cualquier espacio, como demuestra el trabajo inteligente, pone en cuestión la ciudad como centro de propulsión y concentración del trabajo. Por lo tanto, las grandes metrópolis pueden dejar de ser el lugar estratégico para generar fuentes de riqueza en la Era de la Información, ya que su valor como ubicación geográfica pierde poder político y estratégico.

La pregunta que debemos responder es ¿qué es la ciudad hoy? En primer lugar, se analizará la diferencia entre la ciudad griega y la romana, para después examinar el tema de la ciudad a través del diseño de una instalación inspirada en la obra del artista conceptual Joseph Kosuth. A continuación, se analizará la Descriptio Urbis Romae de 1450 de Leon Battista Alberti, en relación con la visión de la ciudad contemporánea y la hipótesis de una Ciudad Relacional y Gaseosa. A través de este análisis, la ciudad se mostrará como una herramienta y un dispositivo infraestructural capaz de conectar personas y actividades de forma relacional y gaseosa.

Palabras clave: Polis y civitas, metamorphosis, ciudad relacional, ciudad gaseosa, red, códigos urbanos.

Introducción

¿Ciudad? Cuando afrontamos el análisis del tema de la ciudad, es esencial partir de una premisa que no es del todo obvia: NO existe la ciudad, o al menos no existe una idea única de ciudad sino que, como dice el filósofo Massimo Cacciari (2009): “existen formas diferentes y distintas de vida urbana” (p. 7). Diferentes conceptos de urbanidad que las sociedades remodelan a lo largo de los siglos en función de sus necesidades. Esto se debe a que la ciudad es esencialmente la manifestación espacial más expresiva de las relaciones sociales sobre las que se construye una comunidad compleja.

Desde esta perspectiva, basta pensar en la antigua dicotomía existente entre la ciudad griega la pólis y la ciudad romana la civitas. Sin duda, la diferencia más importante entre ambas visiones radica en el carácter “fijo” y territorial de la raíz étnica de la pólis griega, frente a la civitas romana, que presenta una concepción “móvil” de la ciudad. De hecho, cuando un griego habla de pólis, se refiere sobre todo a un lugar geográfico, al ethos donde se asienta el génos de una sociedad determinada. Esta condición subraya la singularidad de la ciudad como existencia física de lugar y realidad territorial precisa. Para los romanos, en cambio, la civitas es “estrategia” (Cacciari, 2009, p. 13), no un lugar geográfico, sino un sistema de normas al que ajustarse. Si para los romanos la ciudadanía no tiene origen étnico-religioso, para los griegos, en cambio, es inherente un fuerte arraigo geográfico y territorial, que se niega a absorber cualquier tipo de diversidad, poniendo en primer plano la ciudad en su carácter geográfico, más que la propia idea de ciudadano. La pólis es el único lugar donde puede nacer una determinada comunidad, y por eso no prevé su expansión infinita. La polis, precisamente por su arraigo al génos, debe permanecer contenida, a diferencia de la civitas romana, que no tiene límites y se basa en el crecimiento continuo. La civitas romana no está ligada al territorio, no es espacio-público, sino concepto-público: una densa infraestructura normativa a la que están ligados los cives: ciudadanos que difieren en etnia, religión, tradiciones, territorios, que sólo están de acuerdo entre sí por ley. Otro aspecto importante de la civitas es que ninguna de ellas es una urbs, sino que todas pertenecen a un único modelo de ciudad-ideal, a la única urbs posible: Roma. Para los romanos, la urbs tiene, por tanto, un gran valor simbólico; es el lugar al que la civitas está indisolublemente unida y al que hace referencia. Siguiendo esta lógica, para los romanos la Urbis Romae bien podría no existir y seguir siendo simplemente un mito. Por otra parte, la civitas, sin sus cives, es pura u-topía. Son las cives la “materia local” de la civitas, las “topia” de la ciudad romana, los que transforman la ciudad en lugar. De hecho, todas las ciudades romanas tienen el mismo programa urbano, el castrum. Los cives están así unidos por un objetivo común, por una promesa: ser fieles a la misma estrategia dictada por la urbs que lleva su presencia con sus leyes a todos los lugares. Bajo este aspecto se entiende bien el concepto de Roma Mobilis, uno de los epítetos más significativos de la Roma del Bajo Imperio.

Siguiendo esta dicotomía tenemos, por un lado, la pólis como lugar, como objeto y materia territorializada y, por otro lado tenemos, la civitas que es estrategia universal. Si, por un lado, para los pólis las relaciones sociales se centran en el concepto de génos; para los romanos, en cambio, están ligadas a una estructura política, jurídica y administrativa que refleja el imperio que tiene a Roma como modelo y mito siempre presente. Un mito que dicta las reglas del sistema, que encuentra su punto de referencia en el concepto móvil de las urbs.

Nos encontramos, entonces, frente una profunda distinción que nos lleva a preguntarnos hoy si el término “ciudad contemporánea” está vinculado a un valor étnico, como en pólis, o si debemos entenderlo como civitas o, mejor aún, ¿qué podemos entender hoy por ciudad? A este respecto, puede resultarnos útil construir la siguiente instalación.

Metodología

Uno y Tres ciudad. En la obra de 1965 Una y tres sillas (fig.1), el artista estadounidense Joseph Kosuth expuso por primera vez una silla de madera, una imagen fotográfica y la definición escrita de la palabra silla. Con esta obra, el artista se pregunta qué es una silla, llamando así la atención sobre la relación problemática y conflictiva entre la realidad, su reproducción icónica en forma de imagen y su expresión lógica mediante la palabra.

Lo que propone es una silla en tres representaciones diferentes, poniendo de relieve la necesidad de considerar el arte ante todo como un lenguaje, que transmite significados o ideas comprensibles para todos aquellos que comparten con el artista el mismo sistema expresivo.

Lo único que realmente conecta estos tres elementos es el código de las relaciones lingüísticas, según el cual: el objeto de investigación de la realidad sólo puede ser el lenguaje. En esta obra tenemos una especie de desmaterialización a distancia del objeto real. Tanto el uso de la fotografía como el de la palabra escrita, en relación con el objeto material, sólo pueden evocar la idea del objeto, dando vida a un acto de abstracción. El resultado es una desmaterialización del objeto-arte y un abandono de las formas expresivas y los materiales “sólidos”, duraderos, prefiriendo en su lugar formas lingüísticas de materia efímera, conceptual, que pueden ser hojas de papel, conversaciones verbales, reflexiones filosóficas sobre la creación artística.

En esta obra, el arte pasa de un sistema de intuición y síntesis a otro de análisis científico y filosófico. La necesidad de trabajar en el ámbito experimental establece que el objeto de investigación sea el lenguaje, que tiende a presentarse como su propia conciencia. A partir de la segunda mitad de los años sesenta, el arte pasó de centrarse en la forma del lenguaje a hacerlo en su contenido, lo que marcó la crisis de la forma-objeto y desvió la atención hacia el lenguaje y el pensamiento, pasando así del objeto al concepto2.

Antecedentes

Si tratamos de aplicar este mismo procedimiento al tema de la ciudad, nos encontramos inmediatamente con una pregunta muy articulada. ¿Cuál es la contraparte urbana, de la silla de Kosuth, en su esencia material? Para responder a esta pregunta, vamos a intentar construir una instalación que llamamos Uno y tres ciudad, que intenta seguir el mismo procedimiento conceptual de Kosuth, pero aplicándolo a una ciudad y, en concreto, a la ciudad de Génova.

Este procedimiento es válido para cualquier ciudad. Mi primer estudio para esta instalación fue destinado para Berlín. La elección de Génova está ahora ligada a un proyecto de una instalación que debía realizarse en el Palazzo Ducale de Génova en colaboración con la Facultad de Arquitectura de la Universidad, pero que nunca se llevó a cabo.

Siguiendo el procedimiento de Kosuth tendremos entonces:

  • un mapa, como una representación gráfica de la ciudad, es decir, donde se indican las calles y monumentos más significativos;
  • la información enciclopédica de la ciudad que queremos analizar, con los datos de densidad urbana, el número de habitantes, su superficie, alguna información histórica, etc.,
  • en lo que concierne a la esencia física y objetiva de la ciudad, hemos optado por la visión de la ciudad vista a través de una ventana.

Este proyecto de instalación nos habla de la misma ciudad utilizando una comparación entre tres situaciones lingüísticas relacionadas (ver fig. 2). El punto de partida de la realidad está claro (la ciudad que vamos a analizar que podría ser Génova, Venecia o Berlín) pero el lenguaje lo aleja de la propia realidad. Para hablar de la ciudad hay que distanciarse de ella a través del lenguaje, ya que la única forma de definirla es indicarla en silencio. En primer lugar, hay que decir que nos encontramos ante la imposibilidad de una objetivación de la ciudad y de una posible representación exhaustiva y omnicomprensiva. Insistir en una única representación de Venecia es un error. Esto nos lleva a considerar las herramientas que utilizamos como fragmentos de significado.

Si con una silla tenemos la posibilidad de exponer el objeto silla, con la ciudad no tenemos la misma posibilidad. La ciudad contemporánea ha perdido su esencia como objeto. Así que hemos optado por utilizar una ventana que nos muestre la ciudad. En esta elección entra en juego una doble subjetividad: el sujeto ventana. Cada ventana mostrará un paisaje y una vista diferentes de la ciudad, y el sujeto observador de los que miran la ciudad a través de la ventana. Por lo tanto, dentro de esta condición siempre hay una visión de singularidad, una visión personal y única del mundo que nos rodea. Con esta elección, la ventana se propone como una posible herramienta de interpretación de la realidad física de la ciudad contemporánea.

De hecho, la ventana se erige como elemento de selección y relación entre la dimensión doméstica y del exterior, entre el hombre y el mundo. Una visión que nunca es un acto absoluto, sino siempre una expresión de relación, que no revela el mundo, sino que simplemente trata de contarlo. El paisaje urbano a través de una ventana se convierte así en un espacio que es fragmento y límite, no una mirada a la realidad, sino un instrumento de síntesis de una condición de visión que es paisaje, habitación. Un relato que es siempre subjetivo, una interpretación de esa verosimilitud crítica de la que habla Roland Barthes y con el que nos relacionamos.

A la elección de la ventana le sigue el uso de una imagen de representación de la ciudad. La elección más obvia recayó en el uso del mapa, que nos muestra los edificios, el sistema de carreteras, etc., de forma gráfica. Sin embargo, un mapa sólo puede mostrarnos una parte de las conexiones, de las distintas redes, de los distintos lugares urbanos, de los distintos edificios, de la arquitectura; es siempre una representación en fragmentos, como también la definición enciclopédica. Esta última es una representación por fragmentos, dada la imposibilidad de poder definir en un número limitado de palabras una realidad tan compleja y múltiple como la ciudad. La definición de la ciudad de Génova sólo puede ser una información parcial y selectiva.

En este análisis, el problema reside en la relación entre los lenguajes de representación. Los únicos factores que unen estos tres elementos: una ventana, un mapa y una definición enciclopédica, son en realidad los códigos de una relación lingüística sobre la ciudad.

El nombre: un caligrama/ésta no es una pipa

El siguiente paso es comprender los códigos que definen la ciudad, sobre todo porque la relación entre estos códigos genera una especie de caligrama presente en las tres formas de lenguaje. Un caligrama que genera una idea conceptual de la urbanidad negándola inmediatamente. Un caligrama que está inmediatamente listo para deshacerse tan pronto como toma forma, como es el caso de la brillante obra de René Magritte del 1929, La traición de las imágenes, conocida como Ceci n’est pas une pipe (ver fig. 3), donde el artista ilustra la cosa en su esencia sin decirlo, proporcionándonos “instrucciones de uso” en el apéndice.3 Pero, al mismo tiempo que nos dice su nombre, lo da negando que sea tal. Esto pone de manifiesto la paradoja del arte y el lenguaje, según la cual el signo nunca es la cosa, sino una representación conceptual de la misma.

Está claro que, a diferencia de la obra de Kosuth, el sujeto que analizamos tiene el problema de objetivarse. Este sujeto tiene un nombre preciso que lo sitúa en una dimensión espacio-temporal precisa, pero no tiene la capacidad de objetivarse; ninguno de los lenguajes propuestos (la mapa, la definición enciclopédica o la visión desde la ventana) tiene la capacidad de proponer a la ciudad de Génova o de Venecia o de Berlin como objeto. Venecia es un lugar, un territorio, pero también es un concepto urbano y un mito, es un complejo sistema de relaciones entre objetos, personas y espacios. Es una visión interconectada que nos muestra una realidad urbana como presencia real en nuestro mundo percibido.

Al igual que en la obra de Joseph Kosuth, el trabajo de esta instalación consiste en analizar el lenguaje específico de la ciudad, mostrando sus fragmentos dentro de un paisaje que actúa como instrumento de síntesis y análisis, para proponer nuevos sistemas de análisis y pensamiento sobre la realidad urbana, invitando a una mayor atención a los sistemas y códigos relacionales a los que se vincula la lectura del factor urbano. Lo que nos encontramos no es sólo una realidad parcial, sino una singularidad cristalizada en el nomen de la ciudad.

Es obvio que la ciudad de Génova será diferente a la de Roma, París, o Pekín o Lima o cualquier otra ciudad. El nomen es un proceso de individuación que, según Yona Friedman, “transforma un atributo en una entidad abstracta”. Al fin, es en el nomen donde se genera el primer indicio de forma, es en él donde podemos encontrar un concepto de urbanidad presente en las pólis de la Antigua Grecia. No es casualidad que nomen en latín signifique: pueblo, raza, nación, pero también apariencia, es decir, “lo que se muestra a los ojos”, que, sin embargo, no es la realidad, sino sólo el simulacro de una ‘crítica verosímil’ de la misma.

Es al nomen al que se vinculan diversas singularidades, a una lista de códigos relacionados que dan vida al universo polifónico de la ciudad. Una lista de códigos que pertenecen, más que a una realidad tangible, al universo de una verosimilitud crítica que trasciende los valores históricos y científicos.

Como nos enseña Roland Barthes, la verosimilitud crítica no corresponde a lo que ha sido, ni a lo que realmente es, “sino simplemente a lo que el público cree posible”. Esta operación, al permanecer ligada simplemente a “lo que parece evidente”, construye vínculos sobre todo con la evidencia, marginando cualquier metodología de análisis, ya que el método es el instrumento con el que cuestionamos la naturaleza de las cosas. Evidencias tanto físicas como conceptuales, que se convierten para la ciudad en las fórmulas de signo de la gramática de un texto urbano.

Descriptio Urbis Romae

En este sentido, la Descriptio Urbis Romae de Leon Battista Alberti representa un instrumento de diálogo entre partes que hace de la ciudad una forma inteligible y transmisible. De hecho, el de Alberti es el primer estudio sistemático para una reconstrucción de la ciudad romana en torno a 1450. Superando la visión figurativa de ascendencia medieval, que consideraba la ciudad de Roma definida por las emergencias monumentales de la Antigüedad y los nuevos signos de la Roma cristiana, que se legitimaban mutuamente. Leon Battista Alberti optó por tratar la ciudad de emperadores y papas filológicamente, como si se tratara de un texto cuya estructura hay que recuperar para interpretarlo. “La Descriptio Urbis y, sobre todo, la actividad topográfica que la sustenta, constituyen el primer punto de encuentro entre las necesidades científicas de la representación urbana y la conciencia humanística de los valores de los que la ciudad es portadora” (Nesselrath, 2005, p. 176). En esta obra, el arquitecto genovés midió los monumentos antiguos con instrumentos matemáticos de su invención, con los que intentó, por primera vez, una reconstrucción de la topografía de la Antigua Roma. La Descriptio Urbis es, en teoría, un plano de la ciudad de Roma, pero, en la práctica se omite la imagen, sustituyéndola por una lista de coordenadas polares (ver fig. 4) que permiten reconstruir un mapa de la ciudad de Roma. No sabemos nada del proceso de encuesta del autor ni de los pasos que llevan de la encuesta a la mesa. Sin embargo, la falta de un dibujo del plano de Roma no es un caso aislado. La ausencia de imágenes tiene una importancia capital en toda la obra de Alberti. Se trata de una elección deliberada y consciente, un hecho programático, por el que el autor opta por utilizar exclusivamente la palabra escrita para la transmisión de imágenes. Todas las ilustraciones, que se añadieron posteriormente a sus textos son interpretaciones y aportan información que no puede atribuirse directamente al autor.

Una ilustración, que sigue fielmente las indicaciones de Alberti, no produce una imagen verdadera, sino diagramas, esquemas abstractos, calcos, construcciones geométricas. En este sentido, la obra más enigmática de Alberti es precisamente la Descriptio Urbis. Lo que se nos presenta es precisamente la imagen dibujada de una cartografía, aunque se limita a presentar una lista de datos alfanuméricos. A esta lista, sin embargo, Alberti incluye dos dibujos que paradójicamente no se refieren a la imagen de la ciudad, sino a una máquina para dibujarla, dejando a su usuario la tarea de crear, siguiendo sus instrucciones, la imagen de Roma.

Lo que hace Alberti es simplemente describir un espacio, el espacio urbano, a través de las figuras que contiene, con una secuencia lineal de signos, transformando el espacio tridimensional en una figura unidimensional, en una línea de signos y puntos. La secuencia de tal orden se presenta como un “orden complicado”, (Friedman, Y., 2008) de un proceso extremadamente preciso.

Sus puntos son, de hecho, instrumentos que actúan como ordenadores del territorio, instrumentos de orientación que generan el “paisaje” de una constelación: la constelación de la ciudad de Roma. En este caso, la constelación tiene la función de construir un mapa, y al igual que para los marineros las constelaciones y las estrellas servían para orientarse, estos puntos, estas estrellas desempeñan el mismo papel.

Según Walter Benjamin, los fenómenos se agrupan en constelaciones en torno a las ideas, como las imágenes de todas las cosas en torno a los fenómenos originales. Y sólo en esta reunión en constelaciones, gracias al trabajo de los conceptos, los fenómenos son “al mismo tiempo analizados y salvados”. La verdad une las cosas del mismo modo que las constelaciones reúnen en su arabesco una multiplicidad dispersa de estrellas.

El uso de códigos plantea una cuestión importante: la de la imagen, su representación gráfica y su transmisión. Una imagen, transmitida en forma gráfica, no es para Alberti un instrumento suficientemente adecuado para la transmisión de la cartografía de una ciudad. Una imagen como “objeto” sólo puede transmitirse de forma analítica, por lo que siempre está sujeta a posibles interpretaciones.

Alberti reduce así la representación a un conjunto de puntos-código y la relación que éstos tendrán entre sí generará una imagen. Un plano urbano simplificado y parcial, pero métrica y proporcionalmente correcto, independiente de la escala del proyecto. Su parcialidad y simplificación no es causal, de hecho, siguiendo las instrucciones dadas, existe la posibilidad de añadir más datos o borrar datos, si es necesario. Si una reproducción gráfica en sí misma es un objeto concluido, el proyecto de Alberti prevé la variación dentro de ella. El mecanismo que propone es, pues, el proyecto de una imagen o, más exactamente, el proyecto de una visión de un paisaje urbano.

La idea que transmite de la ciudad, por tanto, no se da como un objeto en sí mismo, sino como un sistema de relaciones entre partes, donde cada parte individual genera una unidad. Esta operación engloba un proceso lúdico del que finalmente nos sorprende la aparición en una hoja de un kosmos reconocible, cuyo resultado expresamente gráfico es independiente del autor. Podemos decir que Alberti sustituyó —o añadió— un equivalente numérico a la imagen. Hoy diremos que Alberti “digitalizó” una imagen, proponiendo un primer paso de los átomos a los bits. Además, si miramos con el ojo del hombre contemporáneo, la máquina gráfica que nos propone Alberti, podemos releerla como una especie de plotter, que permite al lector reproducir la ciudad de forma gráfica.

En este tipo de operaciones, la imagen como objeto físico pierde importancia, para destacar, sobre todo, su proceso conceptual. De hecho, la producción del objeto se da como un hecho secundario y sin importancia, hasta el punto de que su realización se confía a otros, pero siguiendo las instrucciones del autor. Este mismo aspecto lo encontramos hoy en el arte conceptual, donde la idea, o de hecho el concepto, representa el aspecto más importante de la obra. Todas las decisiones sobre la ejecución y presentación de una obra de arte se toman de antemano, privilegiando el proceso de diseño, hasta el punto de que el propio objeto puede ser ejecutado en otro lugar y por otras personas, siempre que se respeten las instrucciones del autor, la explicación precisa de sus intenciones y su idea.

Si observamos la obra de Alberti desde esta perspectiva, podemos decir que se trata de un proceso de desmaterialización de la ciudad como forma-objeto, conceptualizándola en un sistema procesual-relacional. Para Alberti, el paso de la realidad a su representación no pasa por la creación de un objeto, sino precisamente por su conceptualización. La ciudad, como objeto, se convierte así en residuo. Ya no son su forma, su peso, sus colores, sus materiales los que tienen valor, sino la relación entre los puntos que la caracterizan, que generan un lenguaje y, por tanto, una forma transmisible de la ciudad.

Por tanto, debemos distinguir entre imagen-objeto e imagen-conceptual. El primero (el objeto-imagen) se comunica a través de medios expresamente gráficos: dibujo, fotografía, vídeo, sonido y cualquier otra forma de expresión que dé lugar expresamente a un objeto. Podríamos definir estos objetos-imagen como objetos analógicos. En cambio, la segunda, la imagen-concepto, se comunica a través de herramientas que traducen el objeto en una idea, en un proceso conceptual. Estos últimos no niegan la imagen, sino su forma material, describiéndola o reformulándola en códigos, en un lenguaje que posteriormente puede comunicarse también en formas gráficas que, sin embargo, resultarán ser, en cualquier caso, formas débiles del objeto conceptual. El abandono del objeto, como materia, para su transmisión como forma conceptual, se debe esencialmente a un problema de lenguaje.

Pensar en restituir la visión de la ciudad a una imagen-objeto es hoy extremadamente reductor. La indeterminación y la falta de una forma omnicomprensiva de la misma, socavan el uso de una forma gráfica capaz de representar la propia ciudad. Cualquier representación gráfica de la misma, incluso la del cine, ha quedado hoy reducida a un relato descriptivo de las complejidades y contradicciones de su ser ciudad como acontecimiento urbano, herramientas en sí mismas incapaces de una narración global de la ciudad. El problema radica precisamente en pensar la ciudad como imagen-objeto y querer traducirla como tal. Lo que suele entenderse por imagen-objeto es algo personal, subjetivo, que refleja en general la visión del autor. Es en sí misma

… una imagen concluida, autónoma, a menudo resaltada por un marco que subraya los límites materiales de una visión, de una unidad separada del entorno en el que se encuentra. En ocasiones, la imagen subtiende una disposición en perspectiva que contribuye a la verosimilitud de la escena representada y, sin embargo, la separa aún más del espacio físico circundante. [Paolini, 2010, p. 109]

Esta escena representada es la vida que subyace a la imagen, su ser, una forma de exterioridad infinita.4 Sin embargo, también es posible encontrarse con otra perspectiva, esta vez mental o simbólica, que conduce a la suposición, a una reacción y a una lectura múltiple de la realidad, reescribiendo la ciudad contemporánea con un posible lenguaje transmisible, pero ya no ligado a una forma-objeto, sino a una forma-concepto. Se trata de un proceso en sí mismo analítico y crítico, a través de una lógica rigurosamente reflexiva sobre la propia ciudad, donde el lenguaje que se elige utilizar es un lenguaje que se enriquece y desarrolla a partir del análisis del espacio de la visión de las estructuras y métodos de la práctica urbana, poniendo en juego también elementos de su historia. Sin embargo, esta actitud no se reduce a una fría investigación de todo lo que define el espacio real y cultural del acontecimiento urbano. Al contrario, es una apertura a una perspectiva operativa rica en implicaciones y sugerencias, nunca fija y siempre móvil en la visión de la ciudad contemporánea. Como en la obra Veo (el desciframiento de mi campo visual), de Giulio Paolini. Al describirlo, el artista afirma: “Vedo es el esquema abstracto y conceptual de la visión, es la traducción en figuras del fenómeno de ver. En esta obra, tracé con lápiz una multitud de puntos en la pared que en realidad corresponden a la cantidad de espacio que tengo delante” (Disch, 2008, p. 202).

En el proceso de Descriptio Urbis tenemos un proyecto conceptual visual, porque, al fin y al cabo, la ciudad sólo existe en la visión de quienes la miran y la viven.

Su representación no es más que una idea o una imagen, de un paisaje que no sustituye a la realidad, sino que se sitúa como en una puesta en escena de la “representación”. Representación que concreta la estructura formal de una imagen. Una imagen que, por tanto, puede ocultar un sistema organizado de pruebas y signos que hablan de la construcción de un orden conceptual, de un orden complicado construido más allá de la propia fisicidad de la ciudad. Una imagen que puede ser una visión de la ciudad, de un paisaje urbano real enmarcado por una ventana. Es precisamente la ventana la que se convierte en una formidable herramienta de relación con la realidad urbana.

La ventana, según esta lógica, tiene el mismo peso específico que una habitación. Pero no se habla de habitación en el sentido estricto del término, sino de la vivienda como stanza, en el sentido de los poetas italianos del 1200. La habitacion como “stanza”, como forma poética de fragmentos en relación entre ellos, como parte de una lectura y concatenación poéticas del mundo.

El paisaje como “habitación”, como “stanza”, nos abre a interpretaciones lingüísticas de la subjetivación de la realidad de una poética del espacio, como forma concreta de una fenomenología del alma, que se materializa a través de la visión urbana. El dibujo, como acto de interpretación, se convierte así en el residuo de un acto de lectura y subjetivación de una realidad que no alcanza, ni alcanzará nunca, su comprensión completa.

Ciudad relacional y gaseosa

La visión de la ciudad se ha transformado así en paisaje, o más bien en el texto de un paisaje, como construcción de signos de una “naturaleza colectiva”. Lo que podemos investigar en ella es una dialéctica entre singularidades y multiplicidades situacionales, que generan un factor urbano, transportando así la idea de la ciudad hacia la naturalidad de una forma inteligible, reconocible a través de un logos de conexión.

Es esto lo que asume los caracteres fundantes y propulsores del fenómeno urbano, cuyos códigos expresivos recuerdan más que nada una visión, similar a la que se produce cuando miramos un paisaje a través de una ventana. De hecho, ésta actúa como elemento de selección y relación entre la dimensión doméstica y la externa, entre el hombre y el mundo, fuente de luz y visión de la realidad. Una visión que nunca es un acto absoluto, sino siempre una expresión de relación, que no revela el mundo, sino que simplemente trata de contarlo. El paisaje urbano a través de una ventana, se convierte así en un espacio que es fragmento y límite, no una mirada a la realidad, sino un instrumento de síntesis de una condición de visión que es paisaje, habitación, relato poético, siempre y en todo caso subjetivo, interpretación de un crítico verosímil con el que nos relacionamos.

En este sentido, es fácil interpretar la ciudad como una realidad que presenta a la vez una organización interna de relaciones enunciativas, pero también el resultado de los actos enunciativos de la comunidad que la ha producido o la está produciendo. La ciudad contemporánea, por tanto, ya no es de naturaleza lineal sino compleja, y en ella se establecen y deshacen conexiones sensibles “entre” y “con” elementos, incorporando incluso en los modelos icónicos de síntesis, instancias de acciones y acontecimientos que dan lugar a signos relacionales espaciales. En este sentido, la ciudad se convierte en la interpretación del modo de existencia actual de las relaciones sociales de las que toma forma. Se hace necesario identificar los códigos relacionales que subyacen a la visión del paisaje, a través de los cuales se puede establecer una comprensión de la realidad urbana.

La nueva Polis

El concepto de pólis fuertemente ligado a su valor geográfico y territorial parece hoy totalmente disuelto dentro de los procedimientos y estructuras comunicacionales, donde el tiempo inmanente se convierte en el instrumento de medida del espacio. La ciudad-territorio evita cualquier posible dicotomía al fundirse con el paisaje, en una especie de naturaleza híbrida habitada y reelaborada bajo el signo del proyecto y del signo. Dentro de esta metamorfosis, la ciudad, entendida como una entidad definida, desaparece, dejando en su lugar su propia “concepción mítica”.

La nueva Roma Mobilis

El concepto de la Roma mobilis así se multiplica para construir y reafirmar una identidad urbana y un mito urbano de ser ciudad. De ahí la aparición de Paris mobilis, Venecia mobilis, Nueva York mobilis, etc. El valor mítico de la ciudad adquiere el mismo peso específico que tenía la pólis para los griegos, perdiendo su carácter geográfico y adquiriendo el valor utópico que tenía Roma mobilis para los romanos del antiguo imperio. Así, la ciudad tiende cada vez más a convertirse en una Urbs perenne, en su acepción más abstracta y conceptual de mito. Sin embargo, siempre es posible encontrar la pólis griega dentro de una inmensa e infinita civitas/urbis, en la visión urbana que conservamos del lugar. La pólis se convierte en un límite, pero un límite que ya no se basa en los génos, sino en la comunicación, un tema que hoy es cada vez más fundamental en la sociedad y en el futuro de la organización urbana. Es la comunicación la que da forma a las relaciones sociales y, en consecuencia, a los espacios y al territorio.

Hay que tener en cuenta que, desde el nacimiento de Internet, el territorio ya no es la infraestructura principal. El ordenador está sustituyendo muchas actividades para las que, en la ciudad tradicional, era necesario desplazarse de un lugar geográfico a otro. Hoy en día, la comunicación, y todo lo que tiene que ver con ella, pasa por Internet.

La comunicación es la base sobre la que se asienta toda sociedad: la cultura y las relaciones sociales se basan en la comunicación. Dado que la infraestructura-territorio se ha vuelto inadecuada para esta competencia, se ha generado una distancia entre la sociedad y el propio territorio, haciendo que esta relación sea cada vez más aleatoria, puntual y aleatoria.

Critical group new polis

Por lo tanto, se hace necesario distinguir el territorio urbano del concepto de ciudad vinculado a las conexiones sociales. Si es cierto, tomando prestado el grupo crítico de Yona Friedman, de que la comunicación o, más bien, el sistema de relaciones entre las cosas, las personas y las infraestructuras, tiene un límite, este puede convertirse en una herramienta y una estrategia operativa para la construcción urbana de una “forma” de ciudad mensurable. Un límite que no está ligado al ethos y al genos, como para la pólis griega, ni a un sistema normativo o jurídico, como para la civitas, sino que es un sistema relacional de conexión dialógica, siempre cambiante, abierto y dinámico. La pólis griega evoluciona y abre sus puertas a la variación, a la diversidad, dando lugar a un sistema que se reduce a simples cuestiones de organización comunicacional que generan una idea de urbanidad abierta, estructurada como micropartículas conectadas entre sí, en un continuo movimiento energético de atracción y repulsión, de una sociedad deconstruida en continua metamorfosis, que recuerda a un “rebaño” humano o a partículas gaseosas.

El lugar ha pasado de ser un tópico a un a-tópico, de una condición sólida a una gaseosa, mientras que el individuo ha pasado a formar parte cada vez más de una comunidad, pero no necesariamente de un territorio, ni de un lugar. Las comunidades trascienden así la dimensión local, situando al individuo deslocalizado, transformado en un nómada tecnológico perpetuamente errático, en el centro de la relación social.

Ciudad relacional y gaseosa

El tema central se convierte así en la ubicuidad, en todas sus facetas materiales e inmateriales, espaciales y temporales. Así, la ciudad se transforma cada vez más en una plataforma de intercambio de fragmentos móviles, de lugares dinámicos en conexión, que dialogan entre sí, reconfigurando continuamente sus relaciones, insertas en una cadena de estímulos y reacciones, de atracción y repulsión, cuyo comportamiento recuerda al sistema molecular propio de los gases, cuyo cuerpo urbano podemos denominar ciudad gaseosa. Una ciudad en la que experimentamos una nueva noción del espacio en la que los nuevos modelos de vida y organización no anulan los anteriores, sino que se sitúan junto a ellos, creando un complejo sistema dialéctico con múltiples conexiones.

Es esta “nueva forma” de urbanidad la que nos invita a la construcción de un pensamiento arquitectónico y urbano que pase de una arquitectura tópica como forma-objeto a una arquitectura a-tópica como forma-diálogo de relaciones dinámicas.

Una arquitectura que podemos denominar con el término Arquitectura Gaseosa, donde por arquitectura gaseosa no entendemos un estilo o una arquitectura ligada a un periodo histórico preciso, sino una arquitectura pensada como la configuración espacial, cuya tensión unitaria y formal está constituida por un logos de conexión, de los fragmentos arquitectónicos de sus “partículas”.

Su comportamiento, dentro de un espacio que no es una ausencia, sino un lugar dialógico y comunicativo, sigue la materia relacional de un cuerpo arquitectónico siempre dinámico, inmanente, móvil, abierto, en continua transformación, carente de forma definida, que recuerda al sistema de “energía” de las moléculas de un gas. Es el resultado de la metamorfosis de una sociedad que une realidades individuales independientes dentro de un espacio vital, caracterizado por continuas fuerzas cambiantes.

Por otro lado, con los avances tecnológicos actuales hemos podido liberarnos de las condiciones locales y los edificios parecen cada vez menos necesarios.

En un territorio hiper-construido, ya no necesitamos edificios, instalaciones rígidas que ocupen el espacio y favorezcan el individualismo en la sociedad, sino una serie de estructuras modulares que puedan instalarse en cualquier lugar, adaptándolas según las necesidades específicas de cada situación. La prioridad ya no es el contenedor sino su contenido. Resulta entonces inevitable la construcción de un programa en el que la infraestructura pueda proporcionar las principales herramientas, para generar estructuras habitables y dejar la flexibilidad del cambio constante.

Pandemia y smart working

Hoy, en particular, dos años después de la pandemia, es evidente para todos cómo se ha transformado la forma de vivir en un centro urbano, no sólo por su transformación física en ciertos casos, sino sobre todo por la transformación de las prácticas instituidas en él, acelerando exponencialmente la necesidad de una evolución radical de nuestras ciudades. La transformación que han sufrido las escuelas, los museos y, en general, los espacios públicos y privados abre el camino a una nueva era para la ciudad que debe responder a las necesidades de movilidad relacional, resiliencia, realismo ecológico,5 de diálogo y “convivencia entre átomos y bits” (Negroponte, N., 1999). En particular, en lo que respecta al trabajo, el smart working (o más bien el trabajo a domicilio) cambia radicalmente la relación entre el espacio público y el privado, abriendo espacios privados que estaban encerrados en una dimensión todavía “secreta”. Las viviendas se han abierto a condiciones de sociabilidad antes impensables, mezclando la relación entre el espacio público y el privado. Además, la posibilidad de descentralizar las actividades humanas y trabajar en cualquier espacio, como demuestra el trabajo inteligente (smart working, el trabajo online), pone en cuestión la figura de las torres de oficinas y las ciudades como centros de propulsión y concentración del trabajo.

Desde este punto de vista, la ciudad se transforma en una herramienta y un dispositivo infraestructural capaz de vincular personas y actividades, liberándolas del límite geográfico del lugar. Por lo tanto, las grandes metrópolis pueden dejar de ser el lugar estratégico para generar fuentes de riqueza en la Era de la Información, ya que su valor como ubicación geográfica pierde poder político y estratégico. El tipo de conexión que se genera dentro de esta ciudad gaseosa viene dado por una serie de “comunidades de elección” en constante cambio que no se cierran en sí mismas, sino que estructuran un proceso dialógico continuo, creando un aparato perceptivo y performativo.

El tipo de relaciones urbanas que se establecen entre sus elementos están determinadas por una serie de conexiones “comunicacionales” que hacen de la ciudad gaseosa un organismo fluctuante, un dispositivo que plantea el diálogo y la comunicación como elementos fundamentales y forjadores de su propia idea de ciudad, inmersa en un territorio urbano que, en su complejidad dialógica, se convierte en una única realidad urbana relacional y comunicacional.

Si bien es indudable que en las últimas décadas estamos viviendo una profunda y radical metamorfosis, especialmente en los ámbitos medioambiental, espacial y relacional, como consecuencia de los avances tecnológicos, la actual metamorfosis del trabajo (cada vez más digitalizado), la pérdida de relevancia geográfica de los lugares, modifica así las perspectivas de desarrollo de la estructura física de las ciudades, perfilando su considerable evolución futura. Pero también es cierto que las ciudades en las que vivimos, y que se siguen construyendo hoy en día, a menudo, siguen basándose en modelos procedimentales y conceptuales ligados a siglos pasados, que, tras el nacimiento de la modernidad y la invención del trabajo ( Gorz. A., 1992, pp. 21-22), situaron de repente a la ciudad como sede elegida de la producción de la modernidad, fábrica y motor principal del desarrollo, sede principal del trabajo y topia de la modernidad por excelencia. La ciudad sigue funcionando hoy en día, por lo que es un imán para los emigrantes y los nuevos flujos de personas. De hecho, hoy nos enfrentamos a nuevos modelos sociales y económicos que están revolucionando nuestro modo de vida.

La materia urbana y social que conforma la realidad nuestra se ha fragmentado y descompuesto en partículas y átomos de densidad programática conectados en red. Pero estar en red no significa hablar o comunicarse, sino estar inmerso en una cadena de estímulos y reacciones de atracción y repulsión que estructuran un proceso dialéctico continuo. Su relación con el espacio y el tiempo ya no es sólida y permanente, sino siempre temporal, espejo de una desintegración del principio mismo de identidad, en un universo de singularidades moleculares transitorias. Es la relación entre sus moléculas la que construye un cuerpo material gaseoso, en el que en cada molécula encontramos la fórmula dialéctica del fragmento urbano. Lo que vivimos hoy es esencialmente el triunfo del fragmento ya no como “parte de”, sino como elemento de multiplicación. Un triunfo de esta compleja sociedad nuestra, que disuelve e implosiona fórmulas y reglas en uno o varios elementos que, como fragmentos en sí, se convierten en el documento de una memoria fragmentada. El fragmento se convierte así en la entidad de una lista de otros fragmentos, que coexisten dentro de un sistema polifacético, polifónico y granular en el que las conexiones varían continuamente.

Si la ciudad compacta del pasado construía espacios que querían vivir para siempre, la ciudad contemporánea construye en cambio relaciones moleculares de objetos que querrían desaparecer, que querrían ser perpetuamente efímeros y, en este sentido, “gaseosos”. Objetos que ya no son sólidos, sino que se descomponen en partes, en gránulos, en moléculas. El espacio entre estos fragmentos es la arquitectura y la ciudad. El vacío se ha convertido así en un espacio complejo, que ya no es una simple distancia entre objetos, sino un verdadero lugar de interacción entre el poder político y el territorio urbano, entre el Gobierno y las prácticas cotidianas. Es un espacio contemporáneo. Un espacio energético de fuerzas, de atracción y repulsión. Un espacio-cuerpo que ya no está ligado a una forma de objeto, sino a un conjunto de fuerzas, un cuerpo que ahora ha tomado la materia de un cuerpo gaseoso. En este sentido podemos decir que la ciudad contemporánea es un cuerpo gaseoso, que no tiene forma, que cambia constantemente, y sus partículas, sus moléculas son los fragmentos dispersos de una realidad cambiante que encuentra precisamente en el fragmento su reliquia. Como en la “ciudad sostenible” de Richard Rogers, las ciudades “gaseosas” son ciudades ecológicas que fomentan el contacto humano, estructuras urbanas capaces de belleza, en las que el arte, la arquitectura y el paisaje estimulan y satisfacen el espíritu.

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