Migración y crisis migratoria: no es lo mismo, pero es igual - Gustavo López Castro

https://doi.org/10.52501/cc.121.01


Gustavo López Castro


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Migración y crisis migratoria: no es lo mismo, pero es igual

Gustavo López Castro*

Vivimos en una era de intensas turbulencias

y de mucho desencanto y desconcierto.

(Muggah y Goldin, 2019)


DOI: https://doi.org/10.52501/cc.121.01


Resumen

El capítulo es una reflexión sobre cómo la migración se ha convertido en un tema de gran importancia en la actualidad debido a los movimientos masivos de personas que están ocurriendo en todo el mundo. Aunque la migración siempre ha existido, hoy en día estamos viviendo una época de intensas turbulencias y desconcierto debido a los grandes flujos migratorios que se están produciendo. Además, es importante no confundir lo general con lo particular y no achacarle al migrante individual o colectivo una identidad que pase por la idea del extraño enemigo. La xenofobia afecta a las políticas migratorias, ya que muchas veces se utiliza el discurso del miedo para justificar políticas restrictivas hacia los migrantes, lo cual es injusto e inhumano. Algunas soluciones para abordar la problemática migratoria en el mundo tendrían que pasar por promover políticas más inclusivas y respetuosas con los derechos humanos de los migrantes, así como fomentar una cultura de acogida y solidaridad hacia ellos. Todo esto es posible con las voluntades de todos.


Palabras clave: Migración, crisis migratoria, hospitalidad radical.


En 2004, un analista político europeo advirtió que el siglo xxi sería el siglo de las migraciones o no sería. Desde luego que a principios de siglo abundaron los profetas políticos, sociales, económicos y filosóficos para decirnos como sería el siglo xxi, pero el caso de Andreu Claret se trataba de un analista que tomaba muy bien el pulso de lo que estaba sucediendo en Europa, en África y en Medio Oriente (Claret, 2004). Nos ayudó a observar que las fronteras se endurecían a ojos vistas por el miedo al otro, por la xenofobia aprovechada por algunos políticos que la utilizaban para allegarse votos, por la evidente esquizofrenia de necesitar trabajadores baratos y al mismo tiempo pedir que se les excluyera. Que las migraciones del sur al norte chocaban desde hacía unos pocos años con un muro de incomprensión, temor y alienación del otro, de tal manera que miles no encontraban otra vida que esperar a las puertas de Europa, de Estados Unidos, de los países ricos del norte, con la esperanza de que las cosas cambiaran, sin saber bien a bien cuándo ni cómo.

De igual manera, en 2015, el profesor Thomas Nail en su libro seminal La figura del migrante (Nail, 2015) plantea la idea del siglo xxi como el siglo del migrante al tiempo que argumenta que “todos nos estamos convirtiendo en migrantes. Hoy en día, las personas se trasladan a mayores distancias con más frecuencia que nunca antes en la historia de la humanidad. Aunque muchas personas no se desplacen a través de una frontera regional o internacional, tienden a cambiar de trabajo con más frecuencia, a desplazarse más lejos y durante más tiempo para trabajar, a cambiar de residencia repetidamente y a realizar viajes internacionales con más frecuencia (Nail, 2015, p. 1).

En el Manifiesto del partido comunista, Marx y Engels (2015) decían: “Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma:” El fantasma que recorría Europa en el siglo xix, que Marx y Engels con fina ironía decían que era el comunismo, ahora al parecer recorre el mundo entero bajo la forma de migraciones. Si las fuerzas de la vieja Europa se unían para acosar a ese fantasma del comunismo, ahora, en pleno siglo xxi parecen unirse para combatir otro que les parece igualmente horrible: las migraciones. Y no obstante, actualmente, según Lacy Swing, exdirector de la Organización para las Migraciones, hoy en día hay más personas en movimiento que en ninguna otra época de la historia; una de cada siete personas en el mundo, es decir, mil millones de los 7 000 millones de personas que hay en el mundo, son migrantes. De estos, 750 millones son migrantes internos a los países y 272 millones son migrantes que cruzan fronteras. A este fenómeno global William Sing lo considera como una megatendencia que permanecerá el resto del siglo xxi (Sing, 2018). Las causales de esas masivas movilidades son —digamos— innumerables, aun­que conocidas.

En 1992, el escritor francés Jean-Christophe Rufin publicó un libro no muy famoso, pero sí controvertido, titulado “El imperio y los nuevos bárbaros” (Rufin, 1992). En éste Rufin hacía la analogía de la caída de Roma con la situación mundial contemporánea y, situándose en la época de la guerra fría, suponía la división de los países en dos enormes áreas sociopolíticas y económicas; un área la denominaba imperial, básicamente compuesta por países situados en el hemisferio norte y su contraparte en el hemisferio sur, el espacio de los bárbaros. Entre ambas no había sino oposición, asedio, posiciones contrapuestas económica, social y políticamente. La esfera imperial, aunque con altibajos y crisis, ofrecía un clima de estabilidad social y prosperidad económica, mientras que el sur bárbaro se hundía en la desorganización social, la inestabilidad política y las crisis económicas. El norte imperial buscaría por todos los medios preservar su estilo de vida, sus privilegios y su prosperidad evitando el previsible asalto de los bárbaros del sur.

Y así como históricamente el antiguo imperio romano había delimi­tado un espacio geográfico que de alguna manera amortiguaba el efecto bárbaro en la capital imperial, Roma, en una suerte de frontera blanda denominada limes, el nuevo imperio buscaría construir un espacio de amortiguamiento y de defensa ante la barbarie que irremediablemente la asediaría. Ese espacio geográfico funcionaría como una cadena de países que formarían un tapón entre el norte y el sur; su recompensa sería participar parcialmente de la prosperidad del norte a través de tratados comerciales, inversiones directas y subvenciones para mantener sólido el tapón antibár­baros. Evidentemente, la geografía situaba a México como el tapón “natural para Estados Unidos y Canadá y a Turquía para Europa. Rufin pronosticaba que ambos países se convertirían en un muro de contención económico y cultural, pero sobre todo policíaco e incluso militar, que resguardaría al norte de los asaltos desde el sur bárbaro en forma de migraciones, buscadores de refugio y solicitantes de asilo.

El visionario pensamiento de Rufin sólo juntó las partes ya observables en el escenario mundial. En ese escenario sólo atinó a llamar países tapón a las antiguas limes y a lo que actualmente conocemos con la infausta imagen de “frontera vertical” o con el no menos infausto eufemismo de “tercer país seguro”. Y digo bien, infausto, ya que el adjetivo infausto se define como un hecho o situación que trae desgracia y causa tristeza, dolor o sufrimiento (moral).

El infausto tapón del que hablaba Rufin se me hizo patente en la voz de un migrante centroamericano. En abril de 2019 platiqué con Ismael, un migrante hondureño que estaba pidiendo dinero en una calle de Guadalajara. Había sido parte del contingente que en enero de 2019 cruzó el puente internacional del río Suchiate cantando el himno nacional, lanzando
vivas a México y a López Obrador, y fueron recibidos por la cara amable del inm (si, aunque parezca increíble, ¡el inm puede tener una cara amable!), que iba a cumplir la promesa presidencial de otorgarles visas, respeto pleno de sus derechos, documentación, empleos en el tren maya y una vida digna en el país, si querían quedarse en él. Ismael recibió un permiso y rápidamente decidió no esperar a terminar los trámites en Tapachula y en cambio emprender el viaje hasta Tijuana, junto con tres compañeros más. Casi tres meses después apenas habían llegado a Guadalajara. Me hablaban de los días de mediados de enero de 2019 como un rayo de esperanza que se apagó rápidamente. Echándole la culpa a Donald Trump, me decían que López Obrador no tuvo la fuerza para seguir con los dictados de su conciencia y su buen corazón, debido a la maldad del entonces presidente de Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, me narraban los peligros, los maltratos y sufrimientos que habían padecido en su trayecto hasta Guadalajara. Y también hablaban de las ayudas desinteresadas de mucha gente y de que en México son más los buenos que los malos.

Le obsequié a Ismael un teléfono celular comprado en un Oxxo con la idea de que se comunicaran con su familia y con la idea, antropológicamente interesada, de que me hablaran para contarme como les estaba yendo en su travesía hasta Tijuana. No sé qué tanto se comunicarían con sus familias, pero a mí me hablaron sólo una vez en los últimos dos años. Ya estaban en Tijuana y esperaban intentar pasar con un pollero que ya había apalabrado uno de sus familiares en Estados Unidos.

A pesar de que hablamos apenas unos veinte minutos (y difícilmente consideraría esto una entrevista etnográfica), algo que me dijo Ismael lo apunté en mi diario de campo con la pluma roja de las cosas importantes, me dijo: “No sabe cómo hemos sufrido, maestro. Han sido unas semanas de lo más cabrón, como nunca lo pensé”.

Ismael, y otros como él con los que he hablado en estos dos años anteriores, no han hecho sino confirmar a nivel conceptual que: el sufrimiento individual y el sufrimiento social son categorías que deberían de ser muy relevantes, incluso centrales, en un análisis que tenga que ver con la experiencia de los trayectos en el valle de lágrimas que es la migración. Son experiencias que tienen consecuencias psicosociales que tendrían que ser parte de los análisis de la mitigación con políticas públicas focalizadas.

Aunque el concepto de sufrimiento social ha sido abordado críticamente por los muchos significados que puede tener —según los diversos estudios— me quedo con la idea de que en realidad todo sufrimiento físico y mental, es social en alguna medida, pues los individuos no sufren de manera aislada ni en su origen ni en sus consecuencias.

Bajo condiciones de pandemia o no, el desarrollo visto como condiciones materiales y económicas, en continuo crecimiento y cualitativamente como un mejoramiento del bienestar general, ha devenido con el tiempo y un ganchito llamado neoliberalismo, en fuente de desigualdad creciente, en el consecuente aumento de los pobres de todo tipo y en la generalización de la cultura de ganar a costa de lo que sea, todo lo que está en la base de la violencia que atestiguamos en los últimos años en México, Centroamérica y muchos otros lugares en el mundo. La descomposición social, el fracaso de las instituciones, en general, los Estados fallidos, son los elementos principales que actúan como fuerzas de expulsión, según la expresión retomada por Saskia Sassen en su libro Expulsiones (Sassen, 2015). Desde luego, estos expulsados representan una amplísima categoría social, lo que dificulta aplicar el concepto de sufrimiento social, pues una de sus características es que puede variar tanto en su intensidad como en su duración, en las consecuencias individuales y sociales y —desde luego— en el tipo de sufrimiento.

De cualquier manera, ya que el individuo se define en su relación con la colectividad, el sufrimiento irá más allá del individuo y su experiencia subjetiva, y al entender su cotidianidad como una experiencia social el sufrimiento adquiere ese mismo tinte. Ian Wilkinson entiende el sufrimiento social como una categoría analítica que le permite entender la naturaleza colectiva del mismo en un proceso social de poder (político, jurídico, económico, institucional) que tiene consecuencias en la experiencia humana. Por eso mismo, ese poder institucional e institucionalizado diseña políticas públicas y planes económicos y programas educativos y sociales, para mitigar el sufrimiento que causan (Wilkinson y Kleinmann, 2016). La experiencia vital de los migrantes de paso, de los que están en albergues en la cdmx, pero también de los que se han quedado atorados en los tapones de la frontera vertical mexicana, verdaderos muros militares de la Guardia Nacional, es el de estar en un limbo, una especie de espacio político-social donde se ha perdido casi todo: esperanza, ciudadanía, familia, fuerzas corporales, pertenencias, salud mental. Incluso —como me dijo Ismael— la dignidad y la vergüenza de pedir una caridad para poder comer. En todas partes atrapados y en todas partes de paso. Esa es su experiencia: estar “Atrapados en la movilidad”, según el título del 5º. Informe de 2018 sobre dinámicas de la migración de la organización FM4 Paso Libre, de Guadalajara.

En ese estar atrapados en la movilidad, los migrantes resignifican sus identidades, rehacen sus objetivos y reevalúan sus sueños confrontados con el sufrimiento. En la mayor parte de los casos, las condiciones dejadas atrás en el país de origen son tan terribles que llegar a un punto de la geografía mexicana es ya un pequeño triunfo aunque ese punto se encuentre aún a 3 000 kilómetros de la frontera con Estados Unidos. Ese pequeño triunfo le da sentido al sufrimiento social del proceso migratorio, aunque eventualmente también se puede convertir en el inicio de otro proceso de sufrimiento.

El año 2018, la editorial Almadía publicó un libro de crónicas titulado No vuelvas de Leonardo Tarifeño. Es un libro escrito a partir de muchas entrevistas y observaciones de Tarifeño en Tijuana, particularmente, en el comedor del padre Chava. Una conclusión de Tarifeño, a partir de las narrativas de los migrantes y de habitantes fronterizos de diversas procedencias sociales que entrevistó, es que la marginación, la exclusión, la xenofobia y las diversas violencias que los migrantes vivían en Tijuana y a su paso por todo el país eran consecuencia no tanto de diferencias identitarias o incluso fenotípicas, sino que pasaban por el hecho de no tener nada que ofrecer a la sociedad local que esperaba algo en un intercambio utilitario; incluso un agradecimiento para masajear la autocomplacencia. El pecado no era, no es ser migrante o deportado, dice Tarifeño, el castigo es por el pecado de ser pobre.

El resultado de ese pecado es desesperanza, angustia, dolor e injusticia. Las historias que recogió Tarifeño en Tijuana en 2016, ahora se multiplican en las calles de Zamora, de la Ciudad de México, de Guadalajara, del Estado de México, Querétaro, Tamaulipas, Oaxaca, Tabasco, Chiapas, de hecho, un poco ya por todo el país.

Aunque ser migrante y ser pobre no son ni sinónimos ni el resultado uno de lo otro, el hecho es que ambos son fenómenos a los cuales los gobiernos intentan enfrentar para, según la retórica oficial, acabar con ellas. Entre las políticas que las autoridades han dispuesto para incidir en las migraciones (para que se migre por gusto y no por necesidad, dicen) están los programas sociales asistenciales, destinados a erradicar la pobreza y con ello frenar las migraciones. Se tiene a la pobreza (y bien tenido) como una de las desigualdades más agudas tanto en México como en Centroamérica, el Caribe, África y el Medio Oriente, el sur bárbaro del que hablaba Rufin. Pero, este fenómeno, esta “problemática” como se le llama, no se esfuma esfumando a los pobres, sino que se esfuma a los pobres esfumando la pobreza. La delincuencia, organizada o no, se nutre de los contingentes de pobres, se aduce desde un pensamiento simplista y hasta discriminatorio, donde ser pobre es un paso antes de ser delincuente con una alta probabilidad de devenir un criminal. A partir de este discurso aporofóbico es posible entender cómo y por qué algunos gobiernos, e incluso organizaciones sociales, buscan por todos los medios aliviar hasta desaparecer la pobreza con una cierta lógica, según la cual “muerto el perro se acabó la rabia”, es decir, quitando de la vista (y de la sociedad) a quienes se consideran responsables de la pobreza: los pobres que no se esfuerzan lo suficiente. Atacar “el problema de la pobreza” se convierte en un mantra colectivo (y neoliberal) que pasa por alto que este “problema” es el resultado de una enorme complejidad entendida como fenómeno social, en cuyo centro se encuentra la desigualdad (económica, social, política y de distribución del poder). La gran tragedia de esta perspectiva es que los gobiernos, los Estados, las autoridades, diseñan y ponen en práctica políticas públicas, planes de gobierno y proyectos sociales oficiales para tratar de “erradicar el problema”, pero que en el fondo definen quién merece morir y quién debe morir, es decir —según Aquille Mbembe— ponen en práctica políticas sociales que se constituyen en necropolíticas (Mbembe, 2011). Así, las necropolíticas tienen una línea central que dirige al sufrimiento social, el cual —según Arthur Kleinmann— Veena Das y Margaret Lock (citados por Ortega, 2008, p. 25)— sería “el ensamblaje de problemas humanos que tienen sus orígenes y consecuencias en las heridas devastadoras que las fuerzas sociales infligen en la experiencias humana [y] resulta de lo que los poderes políticos, económicos e institucionales le hacen a la gente y, recíprocamente, de como estas formas de poder influyen en las respuestas a los problemas sociales”.

En Rehabilitar la cotidianidad, Francisco A. Ortega (2008) puntualiza cómo este sufrimiento social no se da de manera abstracta, sino que actúa en las principales dimensiones de la experiencia humana “incluida la salud, la moral, la religión, la legalidad y el bienestar” (Ortega, 2008, p. 235), es decir, se inscribe en la cotidianidad “y cuestionan la idea generalizada de que la violencia es un evento extraordinario o patológico, que mantiene una relación de exterioridad con la normalidad” (Ortega 2008, p. 26). Los recorridos de los migrantes son recorridos geográficos y sociales signados por el sufrimiento social bajo el poder institucionalizado (de los Estados y de diversos grupos sociales); salen de una comunidad con el tejido social desgarrado para pasar o llegar a otras igualmente descompuestas y desgarradas, en un “entorno cuya estructura resulta similar a la paranoia: el rumor —entendido éste como la otra cara del silencio de la víctima— se anticipa a los hechos y produce libretos en que las comunidades se hallan amenazadas por otros cuya subjetividad ha sido evacuada de antemano; el miedo al Otro se transforma en el otro aterrador” (Ortega, 2008, p. 26). En cierto sentido, ese otro aterrador es la producción cultural y necropolítica institucional que clasifica y separa, que adjudica membresías y extranjerías, que significa lo que es valioso y lo descartable, es decir, quienes son valiosos y quienes son descartables, quienes son admisibles y quienes son “ilegales”, cuales cuerpos son cuidados y cuales son controlados. Y, por eso mismo, son moneda de cambio para negociar aranceles por contención, aranceles por derechos humanos, aranceles por sujeción, aranceles por dignidad. De tal manera que las buenas intenciones, si se les puede llamar así a las políticas asistencialistas, que buscan intervenir en Centroamérica para un desarrollo integral (o algo así) serán dinero gastado inútilmente sin cambios estructurales de fondo que incidan en las causas del sufrimiento social desde los procesos y movimientos sociales. Y, por lo tanto, mujeres, hombres, niños, seguirán saliendo de Honduras, El Salvador, Guatemala. Y los seguiremos viendo en caravanas, encapsulados por policías, deambulando por las calles y plazas o estrellados contra el muro de la Guardia Nacional.

Esto me lleva a la tan llevada y traída idea en estos días de que estamos viviendo una enorme crisis migratoria en el país. De enero a octubre de 2021, las autoridades mexicanas interceptaron (me niego a utilizar el término “rescataron” que utiliza el inm) a 228 115 migrantes y deportaron a 82 167 personas; mientras que 123 000 solicitaron refugio en el país. Parecen números muy grandes, pero en términos relativos representan porcentajes mínimos respecto a la población en general. Pero, el tema —me parece— no es cuantitativo sino social; también cualitativo.

En 100 años de soledad, Gabriel García Márquez dice algo así como que: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Nombrar las cosas sirve para crear imágenes, pero a su vez, las imágenes evocan necesariamente el nombre de la cosa. Digo esto porque quiero plantear que hablar de crisis migratoria es evocar una imagen o unas imágenes, muchas de las cuales, si no es que la mayoría, pasan por lo que los medios nos muestran. Así, cuando hablamos de crisis migratoria, se nos representa una masa informe de hombres, mujeres, niños que evaden las leyes, los reglamentos, la cortesía, la civilidad misma; una masa que se rige sólo por sus necesidades básicas.

No obstante, es pertinente no confundir lo general con lo particular, la forma con el fondo. Hablar de crisis migratoria es achacarle al migrante individual y al migrante como colectivo, una identidad que pasa por la idea del extraño enemigo, por la noción de que sufre porque se lo buscó, porque decidió salir de sus localidades y barrios de origen. Muchas veces he oído en estos días a buenas señoras que, a la vista de una familia de migrantes pidiendo dinero o comida en la calle, frecuentemente se dicen: “¿pero que andan buscando por acá?”, ¿qué necesidad de traer a los niños en esas condiciones?” Bueno, a eso es a lo que se llama crisis migratoria. Me parece que, en contrapartida, lo que esas buenas señoras ven en esa familia es un imaginario atado a la palabra y señalan lo que no pueden comprender cabalmente. Pero, en realidad, lo que señalan es una crisis humanitaria que requiere soluciones humanitarias.

La Real Academia Española define crisis como: “Cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”. Pues bien, lo que vemos en los flujos migratorios en realidad no son cambios profundos y de consecuencias importantes, sólo estamos atestiguando el crecimiento numérico, la diversificación de los orígenes y al mismo tiempo la impotencia del Estado para afrontar una crisis humanitaria que, esa sí, es un cambio profundo en la manera en que es apreciada. Así es que no es lo mismo, pero es igual.

Y para hacerlo menos igual necesitamos un cambio de mentalidad y de narrativas respecto a los migrantes, a los otros, a esos extraños enemigos que, sin embargo, son mi prójimo. Ese cambio de narrativas pasa por “la noción de hospitalidad radical”.

En el libro La filosofía en una época de terror, Jaques Derrida define la hospitalidad pura, hospitalidad incondicional o, como la llamamos ahora, hospitalidad radical en términos de des-invitación: “Yo te invito, te doy la bienvenida a mi casa (chez moi), con la condición que tú te adaptes a las leyes y normas de mi territorio, según mi lenguaje, mi tradición, mi memoria, etc. La hospitalidad pura e incondicional, la hospitalidad misma se abre, está de antemano abierta a cualquiera que no sea esperado o esté invitado, a cualquiera que llegue como visitor absolutamente extraño, no identificable e imprevisible al llegar, un enteramente otro” (Borradori et al. 2003, p. 43).

Derrida, como sabemos, opone la noción de tolerancia a la de hospitalidad, de hecho, esta es presentada como alternativa a la primera cuando se trata de aplicarla a la ética y a la política y se resume sencillamente en la obligación que cada uno tiene frente al otro.

Pues bien, una política migratoria debería abogar no por tolerar a los contingentes de migrantes, sino por diseñar las políticas públicas sobre migraciones (internas, de retorno, de paso) con un enfoque de derechos humanos y de desarrollo económico que lleve al bienestar social general a partir del cabal cumplimiento de los derechos sociales de trabajo, salud, educación y vivienda, por lo menos.

Así es que de que hay salidas a la desesperanza, bien que las hay. Aunque, como siempre, el diablo está en los detalles.



Bibliografía

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Sassen, S. (2015). Expulsiones: brutalidad y complejidad en la economía global.

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