Capítulo 3. Libertad y felicidad

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Marina del Pilar Olmeda García


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Capítulo 3. Libertad y felicidad

3.1. El acto moral como presupuesto de la ética

Los actos o conductas humanas constituyen el presupuesto básico sobre el cual se construye la ciencia ética. El primer presupuesto que surge al tratar de analizar el valor moral es que hay un conjunto de conductas y realizaciones humanas que están afectadas por el carácter moral como un hecho innegable: son moralmente buenas o moralmente malas.

El hombre es un ser racional, consecuentemente, sus actos pueden ubicarse desde dos puntos de vista: el primero, en sus acciones como una especie viviente, determinada por su naturaleza física —es decir, todo aquello que hace o ejecuta derivado de su existencia física—; el segundo punto de vista tiene que ver con los actos del hombre originados por su razón, a saber, inteligencia, voluntad y libertad. Los actos del hombre fundados en su inteligencia hacen que éste trascienda su naturaleza física para convertirlo en un ser humano: todo aquello que ejecuta el hombre con su razón lo hace más humano.

A este respecto Gutiérrez Sáenz (2000) afirma: “Aun cuando no haya existido la ética como ciencia en alguna época, siempre ha existido el hecho moral, es decir, el fenómeno humano en donde se dan las cualidades necesarias para formular un juicio de valoración ética” (p. 77). Efectivamente, el acto moral como tal es estudiado por la filosofía, la sociología, la psicología y, naturalmente, la ética, entre otras ciencias, que se encargan de investigarlo, describirlo y catalogarlo. A la ética, por su parte, le corresponde la explicación filosófica de ese acto moral: ¿en qué se fundamenta el valor moral?, ¿es legítima la obligación?, ¿cuáles son las condiciones para que el remordimiento implique un auténtico valor moral?

En este intento de explicación surgen dos clases de actos humanos que son voluntarios, y los otros actos del hombre que son involuntarios. Los analizaremos en el siguiente apartado.

3.2. Actos humanos y actos del hombre

El término acto, conforme al Diccionario de la Lengua Española (2003), proviene del latín actus, “hecho o acción […] acto humano, el que procede de la voluntad libre con la advertencia del bien o del mal que se hace” (p. 25). Los actos, acción, conducta, corresponden al actuar humano, por lo tanto, al campo de la moral, por esto tienen un significado ético.

Existen dos clases de actos los cuales hay que distinguir: los actos humanos y los actos del hombre, ambos son realizados por el ser humano, en esto se asemejan; la diferencia está en que los actos humanos son ejecutados consciente y libremente, a un nivel racional, por lo que algunos autores los llaman “voluntarios” (Chávez Calderón, 2001, p. 40); en cambio, los actos del hombre son los que se realizan sin la conciencia, sin la libertad, o sin ambas; también se les caracteriza como involuntarios.

Los actos humanos son, como su nombre lo indica, originados en la parte más típicamente humana del hombre, es decir, en sus facultades específicas, como son la inteligencia y la voluntad. Los actos del hombre sólo pertenecen al hombre, porque él los ha ejecutado, pero no son propiamente humanos, porque su origen no está en el hombre en cuanto hombre, sino en cuanto ente físico. Por ejemplo, estudiar, trabajar, respetar a los demás, entre otros, son ordinariamente actos humanos porque se ejecutan de manera consciente y voluntaria. Por lo contrario, los actos ejecutados durante el sueño o distraídamente, así como los actos mecánicos o automáticos, como caminar o respirar, son actos del hombre.

Se debe considerar que un mismo acto puede ser humano en unas circunstancias y del hombre en otras. Por ejemplo, comúnmente la respiración es un acto del hombre, pero en un atleta que realiza ejercicios conscientes y voluntarios de respiración, este acto se convierte en humano. Esta distinción no nos ocuparía espacio en este libro si no fuera porque influye notablemente en las valoraciones humanas. Efectivamente, los actos humanos, con las características descritas, son los únicos que pueden juzgarse como buenos o malos desde el punto de vista moral. Los actos del hombre, como han sido descritos, carecen de valor moral, son amorales, aun cuando pudieran ser buenos o malos bajo otro aspecto (biológico o estético, por ejemplo). Tomemos el caso de la digestión, que al no estar dirigida en forma consciente y voluntaria es un acto del hombre. Por tanto, si acaso se juzga como buena o como mala, no será desde el punto de vista moral, sino bajo otro punto de vista, como el fisiológico, por ejemplo. En cambio, el acto de trabajar, ejecutado consciente y voluntariamente, es un acto humano y, por tanto, implica un valor moral, cuya dignidad puede captarse.

Es preciso aclarar que un acto, sea humano o del hombre, tiene un valor ontológico independiente del valor moral. El valor ontológico o metafísico de la conducta humana se refiere al hecho real, a la existencia, a la objetividad del acto. En cambio, el valor moral depende de condiciones subjetivas y propias de la persona que ejecuta dicho acto, como la intención, la libertad y el grado de conciencia, entre otras. El valor moral se encuentra en los actos humanos, mas no en los actos del hombre. En cambio, el valor ontológico se encuentra en las dos clases de actos.

Al definir a la ética como la ciencia que estudia los actos humanos, esta expresión, “actos humanos”, está cargada de sentido, significa algo con precisión, a tal grado que un cambio en ella podría originar serias confusiones. La ética sólo estudia los actos humanos y deja a un lado los actos del hombre. Establecida la diferencia entre actos humanos y actos del hombre, ¿cuál es la primera pregunta que se debe formular, cada vez que se trate de juzgar la moralidad de un acto? Esta pregunta es: ¿se trata de un acto propiamente humano, o simplemente es un acto del hombre? Si pertenece a esta última clasificación, ya no se podrá seguir adelante, porque se trata de un acto amoral, ni bueno ni malo, y la ética ya no puede ocuparse de él.

Cuando se afirma que un acto humano contiene un valor moral, está implícito que este valor moral puede ser de signo positivo o de signo negativo. Trabajar tiene un valor moral positivo, pero robar tiene un valor moral negativo. El valor moral negativo suele designarse con la palabra inmoral.

Existe otro elemento psíquico del acto humano que también es motivo de una valoración moral; esta característica típica de la conducta humana se llama fin o intención. El ser humano tiene la facultad de actuar en consideración de un fin o intención. El hombre no se conforma con el acto presente que está realizando, sino que se asoma hacia un horizonte que pretende y que da sentido a su conducta actual. Todo acto humano lleva implícito un sentido o dirección que establece la intención del que lo ejecuta. Dos actos materialmente iguales pueden diferir notablemente por ese interés de su actor. Dos personas ofrecen un donativo a una institución de beneficencia; externamente los dos actos son idénticos; pero internamente esos dos actos pueden estar orientados hacia finalidades diversas: el primero pretende ayudar efectivamente a niños huérfanos o a ancianos desamparados, en tanto que el segundo sólo pretende “mejorar la imagen de su empresa”. Naturalmente que la diferencia de finalidad o intención constituye a la vez una gran diferencia en el valor moral del acto.

La intención de un acto se da en la interioridad de la persona y puede quedar totalmente oculta para las demás personas. En esta consideración, es difícil emitir un juicio valorativo que se formula con frecuencia acerca de la conducta de otras personas. Puede suceder, como lo explica la psicología, que ni la propia persona sea consciente en forma clara y explícita acerca de los motivos que la impulsan a realizar determinada acción. La palabra fin tiene varios significados —que excluyen naturalmente para efectos de esta obra el significado que se refiere a lo último o extremo, allí donde termina algo, como cuando se habla del final de un ciclo—. Se puede reconocer una doble significación que se ha dado a la palabra fin cuando se refiere al objetivo o finalidad.

En primer término, puede considerarse en varios niveles o rangos el fin próximo, el fin intermedio y el fin último. El fin próximo es el que se subordina a otros; el fin último no se subordina a ningún otro; el fin intermedio participa de los dos, es decir, se subordina al fin último y él mismo mantiene subordinado al fin próximo. En una institución, por ejemplo, se programan objetivos a corto, mediano y largo plazos.

En segundo término, cuando nos referimos al fin como intención, nos estamos refiriendo al fin intrínseco del acto, o al fin de la persona que ejecuta el acto. El fin intrínseco del acto es el que posee la acción misma de acuerdo con su propia naturaleza; por ejemplo, el acto de alimentarse tiene un fin intrínseco, que reside en la conservación de la propia vida. De igual manera puede esclarecerse el fin intrínseco del acto de amar, o del acto de soñar, o del acto de educar a los hijos. No hay acuerdo de la teoría acerca de cuál es el fin intrínseco de ciertos actos, pero lo que interesa es establecer que en cada acción puede encontrarse ese fin grabado en su propia naturaleza. Esa actitud de búsqueda es muy útil en la ciencia ética, pues a partir de la identificación de esa finalidad intrínseca es posible encontrar los criterios para detectar el valor moral de un acto en concreto.

Se considera que el fin de la persona que ejecuta el acto es el que de hecho intenta el autor de la acción. En algunas ocasiones el fin de la persona es diferente con respecto del fin del acto; para la ciencia ética es importante identificar estas diferencias porque no es correcto cambiar el fin intrínseco del acto. Ejemplo: el ejercicio de una profesión tiene una finalidad originada en la misma naturaleza de la profesión, la persona que ejerce una profesión sin tomar en cuenta esos fines intrínsecos puede pervertir o rebajar su conducta hasta el grado de llegar a acciones ilícitas. Sería el caso del abogado, o del médico, a los que no les interesa la libertad de su cliente, o la salud del paciente, respectivamente, sino acumular honorarios en forma desmedida.

El fin intrínseco del acto es lo que rige la finalidad o intención de la persona que ejecuta el acto; en otros términos, el fin propio del acto humano es de tal manera, que la persona no puede dejar de apegar sus intenciones libres dentro del marco impuesto por la naturaleza de las cosas. Uno de los problemas de la ética es poder penetrar en la naturaleza de un acto y descubrir la finalidad que tiene inscrita entre sus caracteres consecutivos; ésta es una de las tareas del filósofo, penetrar en la esencia del acto humano y descubrir las implicaciones necesarias que en él se encuentran.

3.3. La libertad

El término libertad, conforme al Diccionario de la Lengua Española (2003), “proviene del latín libertas, y significa la facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera o de otra y de no obrar, por lo que es responsable de sus actos” (2003, p. 885). Su terminología en otros idiomas es, en inglés: freedom, liberty; en francés, liberté; en alemán, freiheit; y en italiano, libertà.

El ser humano, a diferencia de otros seres de la naturaleza, tiene conciencia de los actos que realiza y la ejecución de sus actos exige la participación de su voluntad. En este actuar, la ética que dirige sus actos es totalmente voluntaria por lo que equivale a en forma libre”; así, el concepto de voluntad está íntimamente ligado al de libertad, porque la voluntad no es sólo el deseo, sino la facultad de cumplir ese deseo. La libertad entonces se significa como la posibilidad de elegir fines y optar por los medios conducentes. La libertad es la facultad de actuar, decidir y elegir, y la voluntad es la posibilidad de ser libre.

Naturalmente que nos referimos en este tema a la libertad moral, porque hay que distinguir que también está la libertad natural, consistente en la facultad física de actuar sin otra restricción que la posibilidad de realizar algo. Se trata de una libertad moralmente irrestricta, sin más límite que los recursos para ejecutarla. En cambio, la libertad moral emana de un acuerdo tácito entre los seres humanos para limitar la libertad natural y regularla conforme a determinados principios que permiten la convivencia y la supervivencia. La libertad moral genera en esta forma el establecimiento de obligaciones y derechos, bajo el reconocimiento de que el derecho de los demás constituye una obligación para mí y, recíprocamente, mis derechos se constituyen en deberes para los demás. Esta suma de derechos y obligaciones es guiada por el principio de igualdad humana, que une a los integrantes de una comunidad.

La libertad es la conditio sine qua non de la ética; la obligación moral y la realización del acto moral para su realización presuponen la libertad. En este sentido, para Immanuel Kant (1981) “el problema de la libertad es el de mayor trascendencia en el estudio de la ética y de la moral” (p. 54). Sin el estudio de la libertad esta disciplina sería prácticamente imposible, porque sin el análisis y la comprensión de la libertad, el acto moral queda anulado y, como consecuencia, la ciencia ética, encargada de reflexionar sobre él. Es indispensable también la comprensión de la libertad para el derecho, la pedagogía, el arte y la religión, entre otros.

No obstante que la libertad es el contexto en donde se desenvuelve la ética, no ha sido fácil responder a la interrogante que plantea el estudio de la libertad, ni en el plano de los hechos ni en el plano de la teoría: ¿qué es la libertad?, ¿existe la libertad?, ¿cuáles son sus obstáculos? Erich Fromm (1985) expone algunos problemas fundamentales sobre el tema de la libertad:

¿Qué es la libertad como experiencia humana? ¿Es el deseo de libertad algo inherente a la naturaleza de los hombres? ¿Se trata de una experiencia idéntica, cualquiera que sea el tipo de cultura a la cual una persona pertenece, o se trata de algo que varía de acuerdo con grado de individualismo alcanzado en una sociedad dada? ¿Es la libertad solamente ausencia de presión exterior o es también presencia de algo? ¿Cuáles son los factores económicos y sociales que llevan a luchar por la libertad? ¿Puede la libertad volverse una carga demasiado pesada para el hombre, al punto que trate de eludirla? ¿Cómo ocurre entonces que la libertad resulta para muchos una meta ansiada, mientras que para otros no es más que una amenaza? ¿No existirá tal vez, junto a un deseo innato de libertad, un anhelo instintivo de sumisión? ¿Hay acaso una satisfacción oculta en el sometimiento? (p. 28).

Entre las doctrinas que intentan responder a estas interrogantes se encuentran la teoría del determinismo, la teoría del indeterminismo y la teoría del fatalismo. La teoría determinista se ha planteado desde los griegos. Entre sus expositores se ubican Leucipo en el siglo v a. C. y Demócrito (460-370 a. C.); en la época moderna se encuentra Pierre Simon Laplace (1749-1827), matemático francés. Con el desarrollo de la sociología y la psicología a finales del siglo xix e inicios del xx, Skinner, en su obra Más allá de la libertad y la dignidad, reafirma la teoría determinista al sostener que “el comportamiento de una persona está determinado por la dote hereditaria y por las circunstancias ambientales” (Taylor, 1965, pp. 121-122). El determinismo parte del planteamiento de que los mundos natural y humano están regidos por el principio de causalidad, que todo acontecimiento tiene una causa, un antecedente. Skinner “plantea que es posible reducir el comportamiento a un mecanismo susceptible de control, mediante un sistema de refuerzos”.

Por su parte, Risieri Frondizi (1997) sostiene que a esta forma de control se le llama “control aversivo” y la considera el modelo de la coordinación social en ética, religión, gobierno, economía, educación, psicoterapia y en la vida familiar” (p. 206). La concepción del determinismo en sus varias modalidades es peligrosa para la ética; si todo está determinado, como consecuencia, la responsabilidad moral, el control de los actos, queda anulada. Conforme a esta teoría, las personas no tienen culpa ni mérito alguno en la decisión de sus actos, puesto que no pueden dejar de hacer lo que hacen, ya que todo está determinado.

En contraposición a la teoría anterior, se encuentra el indeterminismo, con Campbell como uno de sus principales expositores. A esta teoría también se le conoce como liberalismo. R. Taylor (1995) sostiene que “la concepción que emerge del indeterminismo no es la de un individuo libre, sino la de un fantasma intermitente y errabundo” (p. 49).

Efectivamente, si bien el indeterminismo surge como una reacción contra el determinismo, también esta teoría niega la conducta libre, voluntaria y responsable, porque conforme a esta teoría, el ser humano está determinado por el azar. Por esto el indeterminismo es tan peligroso para la ética como el determinismo. No es negando o eliminando la causa o el antecedente como puede explicarse o justificarse la libertad.

Más radical que el determinismo es el fatalismo. Esta teoría sostiene que en definitiva el hombre no es libre, ya que su comportamiento está definido de antemano por el destino. Dentro de esta teoría filosófica se han desarrollado varias corrientes en la historia de la humanidad, entre ellas el estoicismo. Epicteto (citado por Abbagnano, 1989) afirma que “aquel que se acomodaba a lo que fatalmente sucede es sabio y apto para el conocimiento de las cosas divinas […] La verdadera libertad consiste en querer que las cosas sucedan, no como se te antojan, sino como suceden” (p. 50). Según los estoicos, el hombre no puede resistir el curso de los acontecimientos, por lo que tiene que aceptar su destino; la sabiduría consiste en tomar conciencia de esta necesidad, de este destino ineludible. Se encuentra entonces en el contexto teórico el mayor o menor reconocimiento a la voluntad humana para la conquista de la libertad.

Nuestra concepción se centra en el convencimiento de que la libertad tiene su mayor sustento en la voluntad humana; es decir, que no obstante los factores biológicos, la influencia sociológica y las circunstancias particulares que rodean la vida de un ser humano, lo más importante es la voluntad y la fe que tenga ese ser humano para tomar decisiones. La voluntad, la fe, la convicción, y en última instancia la seguridad en la toma de decisiones sólo se van formando con el desarrollo intelectual, en donde tienen su función determinante la educación, la formación en valores y la religión. En la medida que un ser humano alcance mayor nivel intelectual y cultural en su conjunto, entendido esto en su concepto integral, sólo en esa medida el ser humano tendrá mayor capacidad y mayor fortaleza de voluntad para distinguir entre el bien y el mal, para saber elegir y por consiguiente para tener libertad. Sólo seremos más libres entre más cerca estemos del bien, de la bondad, de las virtudes. Se debe identificar la libertad no como un producto de la naturaleza ni de las circunstancias, la libertad es una conquista del hombre, de cada ser humano. San Agustín (1970), al hablar sobre la conquista de la libertad, expuso:

Se había apoderado de mi voluntad el enemigo y me había hecho con ella una cadena y me apretaba fuertemente. Y es que de la voluntad perversa nació la pasión, de la esclavitud de la pasión nació el hábito y de la no resistencia al hábito nació la necesidad [...] De esta suerte, dos voluntades en mí, una vieja y otra nueva, aquélla carnal, espiritual ésta, pugnaban entre sí y con su rivalidad desgarraban mi alma (p. 122).

Para Miguel Martínez Huerta (2001)

[…] la historia de la humanidad puede reducirse a la historia de su esfuerzo para conquistar su libertad […] El hombre está llamado a la conquista de esa libertad, el hombre no nace libre, sino que se vuelve libre, batallando consigo mismo a través de un enorme y a veces dramático combate (p. 67).

A. F. Shiskhin (1970) afirma que “la libertad consiste en el dominio sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales. Por eso es necesariamente un producto de la evolución histórica” (p. 67). Para Raúl Gutiérrez Sáenz (2000), la libertad humana se define como autodeterminación axiológica; esto significa que una persona libre se convierte por ese mismo hecho en el verdadero autor de su conducta, pues él mismo la determina en función de los valores que previamente ha asimilado (p. 83).

Desde el ámbito jurídico, la libertad es la facultad que la persona tiene conforme a un orden normativo de optar de ejercer sus derechos subjetivos. La justicia distributiva tiene como una de sus funciones esenciales la correcta atribución de los derechos y deberes a los miembros de una comunidad; por esto, la correcta atribución que corresponde a cada integrante de la comunidad está dada en el límite de lo justo de la libertad.

Para Aristóteles (1981), la justicia distributiva se refiere a la distribución de riquezas, cargas y demás cosas repartidas entre los miembros de la comunidad y la justicia rectificadora es “la que regula lo concerniente a las relaciones interpersonales […] porque su fin consiste en rectificar o corregir lo que en tales relaciones debe ser, por contrario a la igualdad, rectificado o corregido”. Al referirse a la justicia distributiva, Aristóteles (1981) afirma que “si los sujetos no son iguales no recibirán cosas iguales” (p. 63). La filosofía aristotélica ha sido ampliamente estudiada por la doctrina de la teoría de los valores, en particular por Nicolai Hartmann, y en el ámbito jurídico mexicano por Eduardo García Máynez.

El desarrollo teórico nos permite aceptar que el ámbito de la libertad jurídica de una persona como integrante de una comunidad es justo cuando está en equilibrio con los derechos y deberes recíprocos de los demás integrantes de esa comunidad. Por lo que el efectivo ejercicio de los derechos y deberes de una persona no puede realizarse con abusos que transgredan o violenten los derechos de otro de los integrantes de esa comunidad.

En torno a lo analizado, se puede concluir que la libertad no consiste en una independencia total de las leyes naturales y sociales, sino en el reconocimiento de esas leyes y la posibilidad de hacerlas obrar con una finalidad hacia el bien común. La libertad es la facultad humana de poder decidir y a la ética le interesa el decidir bien. Por esto, entre mayor entendimiento de la realidad humana tenga una persona tendrá mayor posibilidad de elegir bien. Debe aceptarse que este entendimiento de la realidad humana se va adquiriendo con el conocimiento, en un proceso permanente, a través de la vida cotidiana con vivencias positivas, mediante los estudios formales o el autoestudio, así como con la aprensión de valores de convivencia. Es la persona quien se hace libre; la libertad no la vamos a encontrar ya dada y constituida. La libertad sólo puede ser alcanzada por quienes trabajan, persisten, se esfuerzan y sufren por adquirirla.

El ser humano orienta su facultad de actuar en forma consciente y voluntaria, lo cual logra mediante el progreso de la moralidad. El progreso se obtiene cuando la voluntad es controlada debidamente por la conciencia mediante criterios de evaluación sobre si los actos son buenos o malos y por lo tanto si deben ser permitidos o prohibidos. Los actos permitidos son los que no se consideran exigibles ni objetables y los actos prohibidos, por el contrario, son aquellos que lesionan el interés humano, ya sea el interés individual o social.

3.4. La felicidad

La felicidad es definida por el Diccionario de la Lengua Española (2003) como “vocablo que proviene del latín felicitas, que significa estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien. Satisfacción, gusto, contento” (p. 676).

Para Nicolás Abbagnano (1989) la felicidad

[…] procede del término latino felicitas y en otros idiomas corresponde a los términos: en inglés, happiness; en francés, bonheur; en alemán, gluckseligkeit; en italiano, felicitá. En general, un estado de satisfacción debido a la propia situación en el mundo. Por esta relación con la situación, la noción de felicidad se diferencia de la de beatitud, que es el ideal de una satisfacción independiente de la relación del hombre con el mundo y, por lo tanto, restringida a la esfera contemplativa o religiosa. El concepto de felicidad es humano y mundano (p. 527).

El tema de la felicidad ha sido abordado por investigadores y académicos logrando integrar un conocimiento científico con bases teóricas amplias y profundas. Como tema de estudio la felicidad ha sido integrada a la ética desde la filosofía aristotélica. Aristóteles (1961) definía la felicidad como:

[…] la actualización de las potencialidades humanas, la realización y el ejercicio de las facultades y demás capacidades del hombre [...] cuando el hombre pone a funcionar sus potencialidades, la felicidad es la consecuencia natural […] éste es el fin propio del hombre, el que está inscrito en su naturaleza […] la felicidad constituye el bien del hombre […] el hombre está hecho para ser feliz [...] cuando una persona actualiza correctamente sus potencialidades, consigue al mismo tiempo la virtud, la felicidad, el bien y su fin último. De acuerdo con la teleología general de la naturaleza todos los seres persiguen como fin lo que para ellos es un bien: de manera que fin y bien se identifican (p. 81).

En el contenido mismo de la ética se encuentra el placer como una significación. Para algunos autores, como Herman Nohl (1986), “el placer es una orientación que permite interpretar todo el mundo moral (p. 47)”. Nohl presenta con mayor profundidad lo expuesto sobre el placer por otros moralistas y expone como cierta la idea de que Sócrates, de acuerdo con su actitud singular, no dudó en aceptar el placer como un bien, tal como la conciencia de su pueblo incluía éste en el eudemonismo. En “Protágoras” hasta intenta establecer una “aritmética de la vida” que todo lo medía con el criterio de ese fin supremo que es el placer; mas se da cuenta de que éste no coincide con el contenido total de lo ético: el bien es algo más que el agrado y el mal algo más que el desagrado. El placer no comprende todo el contenido de los bienes. Más tarde, Platón y Antístenes, bajo la impresión de la muerte de Sócrates, eliminaron el placer del conjunto de los bienes. Y Platón, en Gorgias, considera la emancipación del placer como característica distintiva de la hombría superior. En Kant, todo el problema se reduce al ser absoluto; Nohl (1986) opone su porqué: sostiene que

el deber ser absoluto de los moralistas, su afirmación no demostrada del deber, no pasa de ser una falsedad autoritaria, un talismán de la presunción, la pereza y la ignorancia. Lo decisivo en una acción no es el motivo sino únicamente su consecuencia, antinomia de felicidad y deber (p. 33).

Las escuelas helenísticas en la Antigüedad enseñaban y defendían que el ideal del sabio era la felicidad, aunque diferían sobre el medio más apropiado para llegar a ella; así, los epicúreos decían que era el placer y los estoicos la virtud. A través de la historia se han propuesto diversas definiciones de felicidad: para Aristóteles es la actualización de las potencias; para Boecio, el conjunto de todos los bienes sin mezcla de mal alguno; para Kant, el estado de un ser racional a quien, en su existencia, todo sale según su deseo y voluntad. Del mismo filósofo, la conciencia de un ser racional de la convivencia de la vida, que sin interrupción acompaña toda su existencia; y para Nietzsche, estado de placer lo más duradero posible. Así, en el desarrollo de la doctrina son muchos los teóricos de la ética que consideran a la felicidad como el auténtico bien supremo. Para ocupar ese lugar la felicidad cumple con dos condiciones: a) es el bien primordial o el mejor de todos; b) los demás bienes lo son por su tendencia de acercamiento a la felicidad.

De la revisión del marco teórico sobre este tema se pueden integrar, entre otras, las siguientes afirmaciones: la felicidad es un estado interno de satisfacción y hay un potencial en cada ser humano que le permite guiar su conducta y forma de actuar en la vida hacia la autorrealización, la satisfacción, la felicidad y la paz.

El ser humano tiene las potencialidades para aprender y decidir ser feliz; la felicidad es un estado mental, y sólo se alcanza cuando decidimos hacerlo. Se encuentran también de esta revisión los siguientes elementos o caracteres de la felicidad: a) estado de satisfacción: en todo placer hay satisfacción, los placeres sensuales por su misma naturaleza son transitorios, pues al satisfacerse la necesidad correspondiente el placer termina, la durabilidad de la satisfacción únicamente puede darse en las facultades superiores, las racionales; b) carácter racional: por la razón anterior, la felicidad es exclusiva de los seres intelectuales; los animales no pueden ser felices porque sólo son fugaces algunos de los placeres sensibles, la satisfacción racional se presenta cuando hay actividad correcta en las facultades humanas, en la inteligencia y en la voluntad; c) la convivencia: otro elemento esencial de la felicidad es la convivencia, la capacidad de compartir, de dar, que está unida a la capacidad no sólo de socialización, sino de amor, de entrega hacia los demás.

Desde la ética antigua se comprendió la necesidad de distinguir entre los diferentes niveles de placer, con la idea de que partiendo de sus diferentes cualidades se da vida a una estructura axiológica. Demócrito (citado por Nohl, 1986) distingue el placer sensual del espiritual que brota del arte y del conocimiento; para él, el placer espiritual permite el goce del recuerdo; mientras que el placer sensual, en cambio, desaparece sin dejar huella y por lo tanto no es instrumento de una actividad interior (p. 45).

En el noveno libro de La República, Platón (1978, p. 46) distingue tres grados de placer: el placer común de la concupiscencia, el mal elevado del coraje impetuoso, y el supremo goce de la contemplación. En Aristóteles (1961) aparece más comprensiva la descripción de los tres niveles de placer: los placeres de niveles bajos resultan de las funciones biológicas, como comer y beber; los placeres más altos los proporcionan las actividades que se estiman por su valor intrínseco, como el amar, pensar, comprender. Atendiendo esta diferencia, se clasifican las virtudes, intelectuales y morales. Intelectuales son, por ejemplo, la sabiduría, la comprensión y la prudencia; morales, la libertad y la templanza (p. 17).

Se concluye, de la revisión teórica, que la felicidad se jerarquiza en tres tipos o niveles principales: la felicidad sensible, la felicidad espiritual y la felicidad profunda.

La felicidad sensible es la experiencia de satisfacción y beneplácito a partir de los sentidos, se le da también el nombre de placer sensible y apenas constituye el primer escalón dentro de los varios niveles de felicidad. Esta felicidad se experimenta cuando comemos un platillo exquisito, cuando asistimos a una obra de teatro o de cine, cuando disfrutamos de vacaciones, etcétera.

La felicidad espiritual es superior a la anterior y se obtiene por el correcto funcionamiento de las potencialidades humanas, como el amor, la inteligencia, la voluntad, el conocimiento, la libertad, el arte y las virtudes en general. Algunos también la llaman placer, pero se distingue del placer sensible. Esta felicidad se experimenta cuando una persona actúa honestamente, ama de manera desinteresada, cumple una responsabilidad, comprende las leyes científicas, ejercita su creatividad intelectual y práctica o alcanza un objetivo o una meta en su vida, es entonces que se experimenta un nivel superior de felicidad.

El tercer tipo de felicidad, llamada felicidad profunda, proviene del núcleo de identidad personal, que integra la autorrealización del ser humano hacia la realización de los valores supremos. Este nivel de felicidad exige mayor educación y desarrollo humano. En función de esta percepción y de esta felicidad, la persona se vuelve más generosa, más bondadosa y amorosa con quien convive, más tolerante y respetuosa de la individualidad de los demás. Raúl Gutiérrez Sáenz (2000) lo explica de este modo:

El primer tipo de felicidad, el de nivel sensible, es el más buscado y el más experimentado. Para algunos constituye su meta fundamental en la vida. El segundo tipo de felicidad, de nivel espiritual, es más raro, y requiere de educación y ejercitación para ser percibido y buscado en forma sistemática, ya que mientras la felicidad sensible no conduce normalmente al valor y mérito moral, la felicidad espiritual sí está conectada con la moralidad, pues la ejecución de un acto honesto y el ejercicio de la virtud proporciona esta especial satisfacción […] La felicidad de tercer nivel, felicidad profunda, es mucho más rara. Se encuentra en aquellas personas que difunden con su sola presencia un bienestar a los demás. Es una felicidad serena, compatible con la problemática y el ajetreo cotidiano de la vida, es comprensiva, donadora, atenta, amorosa y, por si fuera poco, generadora del máximo valor moral de una persona, a saber, su actitud desinteresada, comunitaria, desprendida, generosa (pp. 81-82).

Esta jerarquía o niveles en la felicidad, no necesariamente se deriva de alguna metafísica o principio racional que le dé su esencia ética, sino que se presenta en el transcurso del desarrollo personal, se va teniendo conciencia de ella; se van alcanzando peldaños a partir de la maduración, al percatarnos de que la cobardía, pereza y otras limitaciones humanas significan un descenso.

3.5. Posibilidad de la felicidad

El ser humano por vocación natural aspira a la felicidad, todos deseamos ser felices, quisiéramos estar permanentemente motivados, satisfechos y tranquilos. Es grande la búsqueda de la felicidad, como el de la alegría y la paz. La pregunta obligada, entonces, es: ¿es posible la felicidad? Las respuestas varían: se afirma que la buena salud, la armonía familiar, el éxito en el trabajo y en algunos casos la riqueza nos harán felices. No obstante, se encuentra que si no se tiene la convicción de vivir alegre y con tranquilidad mental, difícilmente podremos alcanzar la paz espiritual que exige la felicidad. Puede afirmarse, entonces, que la felicidad es un estado, una forma de ser, está dentro de cada ser humano, es la sensación de paz, de realización interna, de cumplimiento de metas y la satisfacción del deber cumplido. Este estado de realización es asequible a los seres humanos, a través de su crecimiento intelectual y emocional con el desarrollo de cualidades que la ética propone como valores. Debe considerarse que si la felicidad se centra sólo en un placer sensible, material o físico, en sí misma lleva su imposibilidad; si se entiende a la felicidad como estado y conciencia de satisfacción duradera, resultante de una actividad racional correcta en la convivencia, es posible alcanzarla, porque equivale a actuar con la intención de alcanzar su apropiada y plena realización. La felicidad auténtica es posible sólo sobre la base de la plena realización de la persona, implica actividad racional correcta de convivencia. La felicidad la fabricamos nosotros mismos en todos sus componentes; no puede haber ninguna felicidad independiente de nosotros, procedente del exterior y sólo debida al azar. Algunos le llaman el “amor a la felicidad” (Quarti, 1989, p. 4), porque consiste en ese poder inconmovible de encontrar o reencontrar el gozo de vivir, suceda lo que suceda; en el poder de esperar y de emprender, incluso frente a serias dificultades. Para finalizar este apartado, transcribimos algunas reflexiones, de autor anónimo, sobre la felicidad.

3.6. El arte de la felicidad

De autor desconocido, se encuentra publicado un artículo titulado “El arte de la felicidad”, que nos parece interesante para estudiantes de ética profesional, por lo cual hemos decidido incluirlo en esta obra:

La felicidad no depende de lo que pasa a nuestro alrededor, sino de lo que pasa dentro de nosotros; la felicidad se mide por el espíritu con el que nos enfrentamos a los problemas de la vida.

La felicidad es un asunto de valentía; es tan fácil sentirse deprimido y desesperado.

La felicidad es un estado de la mente. No somos felices en tanto no decidamos serlo.

La felicidad no consiste en hacer siempre lo que queremos; pero sí en querer todo lo que hagamos.

La felicidad nace de poner nuestros corazones en nuestro trabajo y de hacerlo con alegría y entusiasmo.

La felicidad no tiene recetas; cada quien la cocina con el sazón de su propia meditación.

La felicidad no es una posada en el camino, sino una forma de caminar por la vida (autor anónimo).